Cuando la tormenta pase /y se amansen los caminos / y seamos sobrevivientes / de un naufragio colectivo/ con el corazón lloroso y el destino bendecido/ nos sentiremos dichosos/ tan solo por estar vivos / Entonces recordaremos/ todo aquello que perdimos/ y de una vez aprenderemos / todo lo que no aprendimos…(Poema anónimo escrito durante la epidemia de fiebre amarilla)
Cuando apareció el Codiv veníamos de cuatro años de gobierno neoliberal inhospitalario, cruel, sin empatía por el otro y con instituciones vaciadas que no nos podían cobijar.
Sandra Russo escribía (año 2018): “El macrismo le levanta cada día el pulgar a los instintos mas bajos de esta sociedad. Nos hemos convertido en un país saqueado, hipotecado, destruido en el que institucionalmente se desparrama violencia y permiso para dañar. Todo nos envuelve en el reverso del amor…”
En diciembre del 2019 festejabamos el cambio de gobierno, todo era alegría y celebración, pero irrumpe el virus, se interrumpe la fiesta, sobreviene el asombro, el abrazo queda a mitad de camino y el futuro se desdibuja. Comenzamos a transitar la incertidumbre y el miedo. En esos días idénticos y dolorosos, nuestra vida comenzó a organizarse en clave de protocolo, control, limpieza y “ese otro” que hacía pocos meses habíamos abrazado, mi semejante, se convertía sin mediar palabra ni conflicto en un ”otro peligroso”. Había que evitar hospedarlo en mi hogar o en mi cuerpo. Y fue así que significantes como habitar, anidar y el roce de los cuerpos quedaron definitivamente acotados y ocultos detrás de barbijos, bendecidos por alcohol y aislados en nuestras burbujas. Evitar el encuentro, algo de la vida y de la muerte estaba en juego. Ya no era una metáfora del posible desencuentro entre dos desconocidos, sencillamente era el contagio o la muerte. Nos quedábamos sin aire, no había lugar para socializar o llorar una pérdida.
significantes como habitar, anidar y el roce de los cuerpos quedaron definitivamente acotados y ocultos detrás de barbijos.
Y entonces nos invadió la angustia. Ese sentimiento que hace que se nos desmorone el mundo y uno SEA arrojado a lo incierto. Heidegger reflexiona acerca de la angustia: “En ella se conjugan lo ambiguo , lo desconocido y la muerte. Por lo tanto la sola mención o atisbo de la muerte lleva a la existencia a este intranquilizante, atemorizante y desapacible cero absoluto de la certeza de nuestra propia muerte. Solo en ese estar vuelto para la muerte se cobra plena conciencia de la incertidumbre y la indeterminación…”
Esta incertidumbre, esta soledad sin palabra, el horror y los fallecimientos cercanos y cotidianos eran algunos de los relatos que acontecían en los grupos de “Cuidar a los que cuidan”, que coordinábamos junto a mis colegas a lo largo del año pasado, cuando la pandemia se instaló definitivamente en nuestro país .
– Médicos viviendo en casas separadas de su familia por el temor a contagiarlos.
– Familias de enfermeros contagiadas con Covid que eran echados de sus barrios.
– Notas en ascensores de departamentos dirigidos al personal sanitario, para que se abstuvieran de circular lo menos posible por el edificio y en algunos casos amenazas anónimas bajo la puerta.
Esta incertidumbre, esta soledad sin palabra, eran algunos de los relatos que acontecían en los grupos de “Cuidar a los que cuidan”,
Confirmábamos que el miedo era la forma predominante de vincularse. Había triunfado o como decía el inspector Bauer en El huevo de la serpiente: “ Todos tienen miedo y yo también, el miedo no me deja dormir. Nada funciona bien, excepto el miedo. La gente corriente necesita el trabajo cotidiano para compensar el caos”.
Para el personal de salud lo que persistía semana tras semana era el cansancio y la muerte. En el hospital, en las ambulancias, había que actuar rápido y cuidadosamente; no había lugar para ningún gesto de empatía, ninguna voz, ninguna mirada, ningún abrazo. Se iba perdiendo algo de humanidad en esas horas que parecían eternas en la lucha contra el virus. Días idénticos y muertes precipitadas, no había espacio ni lugar para el sufrimiento y la congoja.

Mientras acompañábamos a los que estaban al frente de la tarea de cuidar a los enfermos nos preguntábamos en que lugar de nuestra alma quedarían instaladas estas escenas, bajo qué registro incluir todas estas ausencias traumáticas sin que medie una despedida, un gesto que sostenga tanto dolor.
Esta es uno de las deudas que nos dejó la pandemia. En el día después nos esperan cientos de miles de muertes sin despedidas, cientos de duelos no realizados, familias quebradas y huérfanas. Rituales abandonados por el algoritmo y la virtualidad.
Días idénticos y muertes precipitadas, no había espacio ni lugar para el sufrimiento y la congoja.
Los rituales son acciones simbólicas que trasmiten y representan aquellos valores y costumbres que mantienen cohesionada a una sociedad. Sustituimos los encuentros por los zoom, meet, Skipe y video-llamadas. Apagamos las velitas de nuestros cumples a distancia, rogando que no se colgara la compu. Hubo separaciones por zoom, declaraciones de amor e incluso algunos “profesionales” nos indicaban un método para el sexo virtual.
Estas descripciones ejemplifican un cambio subjetivo y definitivo en la manera de establecer un lazo social con mi prójimo. La proximidad se transformó en algo complejo y conflictivo. Se perdieron sonrisas, imágenes, corporalidad, que en definitiva son las que dan sentido y estabilidad a nuestra vida. Un mundo herido en sus metáforas y en sus creencias nos aguarda. Ese es nuestro desafío.
Roland Barthés afirmaba: “Los ritos y las ceremonias protegen como una casa y nos permiten habitar un sentimiento. La ceremonia funeraria se aplica como un barniz sobre la piel, protegiéndola y cuidándola de las atroces quemaduras del dolor que causa la ausencia del ser amado”. Estas ceremonias permanecieron suspendidas. No había ni tiempo, ni lugar, ni protocolo para realizarlas. En este presente es imprescindible atravesarlas, despedirse. Hacer el duelo resignifica lo pasado y da perspectiva a nuestro futuro. Toda vez que un duelo no se realiza se instala el fantasma de la angustia y la culpa (nuestros queridos desaparecidos, los combatientes de Malvinas, las víctimas del ARA San Juan). La memoria es lo que marca nuestro camino. Es imprescindible recuperar la cultura y el arte como forma de elaboración de la desaparición, ya que es una panacea que nos habla de lo que nos sucede, forma parte de nuestra identidad e idiosincrasia.
Un mundo herido en sus metáforas y en sus creencias nos aguarda. Ese es nuestro desafío.
Existe una memoria corpórea, rituales que no pueden ser sustituidos por ningún sistema virtual ni digital. Son ellos los que mantienen nuestro diálogo con el tiempo, son transiciones esenciales de vida que marcan los umbrales entre el nacimiento y la muerte.
Habrá que transitar las rupturas, las ausencias, los alejamientos amorosos, la muerte. Salir de la comodidad, del refugio o del infierno tan temido de nuestras casas. Elaborar las pérdidas. Se ha producido un enorme daño moral, un dolor social y un aumento de excluidos del sistema económico, con cierre de empresas, pymes o cooperativas. Una vez más resultó lesionado el tejido social.
Volvemos a un mundo diferente cuyos modos de vida se frenaron de manera abrupta. Durante meses el discurso médico y los protocolos de cuidado ocupaban el centro de nuestras vidas. Ahora es tiempo de enfrentarnos a nuestras cicatrices, a darle un lugar a nuestros cuerpos más allá de la enfermedad y del virus. Instalar quizás el abrazo y también la lágrima. En una situación de aislamiento se agotan las reservas eróticas, así cómo también las fuerzas que mantienen cohesionada a la comunidad. Los juegos, las fiestas y los amores hacen soportable el real cotidiano. Habrá que inventarse, una vez más.
Es tiempo de enfrentarnos a nuestras cicatrices, a darle un lugar a nuestros cuerpos más allá de la enfermedad y del virus. Instalar quizás el abrazo y también la lágrima.
Como conclusión, y a modo de homenaje, un fragmento de una enfermera de UTI que mi colega Mario Burgos me hizo llegar.
…“Se mueren de noche”, repite Adriana. Tal vez no sea siempre así, pero algo cambia en la noche: de repente un pip se detiene en medio de la parafernalia de pips que hacían un único sonido. Ese silencio único cobra peso, se sobrepone a todos los pips que hacían un solo sonido . Ese silencio único cobra peso, se impone a todos los pips que no dejan de sonar, pero ya no es igual. Alguien no volverá a respirar tras el tabique.
Y en la sala general corren lágrimas por ese hacerse presente de la muerte, por ese poco de esperanza que se lleva ese silencio, por esa vida que querían que continúe. Porque todo quien pelea por su vida lo necesita, es una promesa para su propio futuro. Y se rompe. Se mueren de noche. Y muchos, a veces todos, lloran. Y yo también lloro. Todas las noches. Sola, por mi cuenta”.
* Psicoanalista. Escritora.