No se mira, no se toca, no se dice. No se puede abrir la puerta ni para ir a jugar.
Las fuerzas de seguridad en la calle. Vecinos que denuncian a vecinos ejerciendo uno de los goces más antiguos, el de señalar al anormal. Cacerolas que piden penas de muerte para los presos, que son otros, no nosotros que estamos encerrados.
Nuestra vida cotidiana duerme en el territorio del enemigo. Sólo en las peores pesadillas (muchas veces exorcizadas a través de la literatura o el cine) imaginamos un mundo donde la única posibilidad de sobrevivir es el encierro. El aislamiento. Pienso además que hemos tenido esas pesadillas porque vivimos la vida despierta con el saber dormido de que el salvajismo del capital tiene como único camino la destrucción humana. Con ese saber vivimos, ¿cómo no vamos a tener pesadillas?
Y acá estamos, conteniendo la respiración para poder respirar mañana. Tratando de dominar el deseo de calor y temblor. Peleandole el sentido del cuidado al fascismo que late en un país como el nuestro, que hace muy pocos años permitió la desaparición de treinta mil, y en un mundo que sostiene su lógica en la voracidad de la acumulación infinita al costo que sea.
Sólo en las peores pesadillas imaginamos un mundo donde la única posibilidad de sobrevivir es el encierro.
Nos convencemos con razón de que el aislamiento es cuidar al otro. Que salimos adelante juntos, que no hay salidas individuales, que nadie puede salvarse solo. No solo nos convencemos con razón, sino también con la memoria de resistencias de nuestro pueblo: tantas veces me mataron, tantas veces me morí. Sabemos que hay que aguantar, ganar tiempo, organizarnos, luchar. Sostenemos que luego de esta experiencia habremos aprendido y todo será mejor.
Sin embargo… a veces es tan dificil creer que saldremos más humanos, más solidarios.
El virus, como lo llamamos, tiene una lógica biológica pero esencialmente histórica, por lo tanto se ensaña con al menos dos condiciones humanas: la vida del cuerpo, por un lado, y la vida de los lazos sociales. Los humanos no podemos vivir sin respirar, pero tampoco podemos vivir sin el otro. El otro, la otra, precede nuestra existencia y la hace posible. Alguien nos ha dado el nombre, nos ha dicho algun dia que éramos buenos para sembrar o malos para dibujar. Sin lxs otrxs jamás podríamos ser valientes. Es en los ojos de los demás que está nuestro cuerpo con nombre, a veces furioso, a veces callado. Ante alguien sentimos que somos “una semilla húmeda y salvaje en la tierra caliente y ciega”.
Vivir implica al otrx. Es en el riesgoso encuentro con el otrx donde somos humanos (porque nada más riesgoso que amar, que recibir un hijo, que desear, que crear, pensar el mundo; estar simplemente en él). Y por supuesto que el otrxs no es siempre placidez ni sosiego. Nunca es confort. En todo caso lo cómodo es pensar que el otrx se tiene que presentar del modo en que yo lo deseo, idéntico a mí si es posible o sino como la parte que me falta, a medida de mí mismo. Ahí reposa el afán de que el otro me complete, se adecue a lo que falta. Es en esa ilusión que es posible tolerarlo, incluso en sus diferencias y diversidades. Pero eso es justamente una ilusión. El verdadero desafío de vivir es asumiendo el riesgo del otrx en su perturbante espesor.
No soy religiosa pero siempre me conmovió ese pasaje en el que Jesús de Nazaret, hijo del pueblo, entre cabras y ovejas irrumpe para agradecer porque tuvo hambre y le dieron de comer, y tuvo sed y le dieron de beber, y fue extranjero y le abrieron la puerta, y estuvo preso y lo fueron a visitar. Entonces los pastores le preguntan, con sorpresa, cuando fue que eso pasó. Y él les dice: cuando lo hicieron por el más pequeño, por el más humilde de mis hermanos lo hicieron por mí. Me apasionó siempre que el hermano fuera el preso, la presa, el enfermo, el que ha perdido el trabajo y por eso no tiene pan, al que le han confiscado el agua y por eso tiene sed, el migrante: el lazo de hermandad de un dios hace al dios hermano. Pero lo realmente conmovedor es que el que da pan, da abrigo, visita en la cárcel no lo hace a cambio de nada, ni lo hace porque deba hacerlo, o por caridad, o porque le sobre o le falte, sino que lo hace porque ahí está la condición humana, su sentido, el reconocimiento de la existencia del otrxs.
El verdadero desafío de vivir es asumiendo el riesgo del otrx en su perturbante espesor.
En estos días mientras pasan por la televisión las imágenes de los presos en los techos de Devoto, utilizadas perversamente por los intereses perversos e inconfesados de la maquinaria mediática, pienso cuántos de nuestros vecinos visitarán a los presos o los enfermos, o darán vestido a los desnudos.
Me pregunto también cuándo será que los medios paren de violentarnos con la idea de que hay vidas que vale la pena que existan, y otras que ni siquiera deberían ser lloradas porque no son consideras vidas humanas. Pero también me pregunto si hay una parte de la sociedad que es inocente, que simplemente está condenada a informarse en ese relato de odio a los demás. Y creo que no, que a esta altura nadie es inocente, que los humanos, varones y mujeres, justamente por serlo estamos condenados a otra cosa, a la elección, a la libertad espiritual.
El terror al otro está en el ADN cultural de nuestra país. También en el de la llamada civilización. El extranjero siempre vino a nosotros con las vestiduras de la amenaza. Parte de lo que llaman el éxito del aislamiento se sostiene en ese miedo al contagio del otro. Otra parte no. Es evidente. Pero tenemos que casi arrancarle al terror el sentido del cuidado. Cuando se termine la cuarentena, que algún día se va a terminar y cuando se termine el coronavirus, que también un día se va a terminar, podremos saber finalmente cómo nos fue en esta gran batalla de los sentidos. Qué ha primado, si un sentido del cuidado y el aislamiento basado en la comprensión de que la vida es solo con el otrx, o un sentido del cuidado que es excusa mortífera para desprenderse de los demás.
* Diputada bonaerense por el Frente de Todos