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Otra mancha al récord de papelones de Campagnoli

Por Ricardo Ragendorfer
Otra mancha al récord de papelones de Campagnoli

Obviado por los informativos de la TV, el asunto mereció un modesto espacio en los medios gráficos: el ya olvidado primer jefe de la Policía de la Ciudad, José Pedro Potocar, acaba de ser absuelto por el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 16 del cargo de liderar una asociación ilícita dedicada al cobro de coimas a comerciantes y “trapitos”. 

Lo cierto es que tal asunto –que estalló en mayo de 2017– resultaba casi una nimiedad ante el hecho de que ese sujeto era el responsable institucional y operativo de una mazorca que, en apenas 15 semanas de existencia, consumó los siguientes hitos: la emboscada con golpizas y arrestos arbitrarios a mujeres tras la marcha organizada el 8 de marzo de aquel año por el colectivo Ni Una Menos; los palazos y tiros con proyectiles de goma a vecinos de La Boca que el 21 de marzo protestaban por la muerte de una mujer y graves heridas a otra, durante una alocada persecución de La Bonaerense a supuestos malvivientes; el ataque del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los dos Congresos, y la intimidación del 21 de abril a estudiantes y profesores de la Escuela Normal Mariano Acosta por efectivos de esa fuerza. Una dialéctica de la seguridad macrista que él comenzaba a imponer en la vida cotidiana con siniestra eficacia, en nombre del “bien común”. 

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Resulta notable que el artífice de su desgracia por el tema de las coimas (con pruebas antojadizas aportadas por la entonces ministra Patricia Bullrich) haya tenido un concepto del “bien común” muy afín al suyo. Porque tal es el caso del fiscal José María Campagnoli. 

No es una exageración decir que este inquisidor de 60 años –con casi 27 en el Ministerio Público– posee una gran propensión hacia el error. 

Tal característica ya la había vislumbrado el mismísimo Nelson Castro, quien, a mediados de 2014, en su programa El juego limpio, le soltó en la cara: “Usted se puede equivocar como todo el mundo. Lo que no dudamos es de su gran honestidad”.  

La frase tenía cierto asidero, puesto que tal cuestión no estaba en tela de juicio sino que el doctor Campagnoli no ocultaba sus inclinaciones fascistas, una ideología poco adecuada para la administración de la justicia.   

Para entender su cosmovisión no está de más remitirse al hombre que lo formó: el ya fallecido fiscal Norberto Quantín, un pintoresco personaje que alternaba el trabajo judicial con su afición por la magia y el ilusionismo (no es un chiste). 

En tiempos de la última dictadura, Quantín supo apelar la excarcelación –ordenada por el juez Raúl Zaffaroni– de un detenido a disposición del Poder Ejecutivo con el siguiente argumento: “La Justicia no puede inmiscuirse en la esfera política si la patria sufre una guerra revolucionaria”. Y bajo el imperio de la democracia apelaba las prisiones preventivas para procesados por delitos de lesa humanidad, además de manifestar su absoluto beneplácito por las leyes de obediencia debida y punto final. Tampoco tenía pudor en definirse como “falangista y católico preconciliar”. 

Campagnoli recorrió un largo camino junto a él, interviniendo en causas de alto impacto, como la del enriquecimiento ilícito del concejal José Manuel Pico, la investigación por “remedios truchos”, la misteriosa muerte de Marcelo Cattáneo y el crimen del marido de la actriz Georgina Barbarossa.

El viejo fiscal y su discípulo predilecto sólo se alejaron temporalmente de los tribunales en 2003, cuando llegaron a la función pública de la mano del ministro de Justicia, Gustavo Beliz, seguramente deslumbrado por el espinoso “honestismo” de semejante dupla. En aquella ocasión, Quantín fue designado secretario de Seguridad y Campagnoli, subsecretario. Varios de sus colegas, la mayoría de ellos integrantes del grupo de fiscales autodenominados “Los Centauros”, fueron sus acompañantes en esa epopeya.

Ambos entonces impulsaron la descentralización de las fiscalías y sus traslados a los barrios, lo cual fue consumado parcialmente. Pero, a mediados del año siguiente, se produjo un episodio que los eyectó del cargo: la represión a una protesta de vendedores ambulantes y travestis frente a la Legislatura. Ni bien fueron desafectados, Campagnoli pronunció una explosiva declaración: “A Néstor Kirchner la seguridad le interesa un carajo”. 

Ambos regresaron a sus fiscalías. 

Quantín finalmente se jubiló en 2007. De él queda la imagen de alguien que, pese a sus trastornos filosóficos, supo actuar con una cuota razonable de ecuanimidad judicial. De Campagnoli no se puede decir lo mismo. 

Pero tal vez este hombre sea evocado por las futuras generaciones a raíz del carácter profundamente creativo de sus pesquisas. Tanto es así que, en una ocasión, ordenó un “reconocimiento de penes” (así consta en el expediente); o  sea, una rueda de supuestos violadores con sus miembros viriles en exhibición para que la mujer ultrajada pudiera identificar a su victimario. Una escena que oscila entre Gerardo Sofovich y Franz Kafka. 

Pero Campagnoli también es célebre por una costumbre que cultivó por años: encabezar allanamientos en barrios populares del norte porteño, al grito de “¡Los voy a matar a todos, negros de mierda!”.

Además, atesora un récord de denuncias por irregularidades procesales. La mayoría de aquellos cuestionamientos fueron motorizados por secretarios letrados y empleados que trabajaron con él. Ellos coinciden en calificarlo de “maltratador, misógino y homofóbico”. A la vez no es un secreto su hábito de filmar a hurtadillas al personal bajo sus órdenes. 

En 2014, Campagnoli fue sometido a un inconcluso juicio político por “mal desempeño” y “abuso de autoridad”. En tal contexto se le recriminó el armado de causas en base a un álbum fotográfico con más de 1.500 imágenes de personas –casi todos habitantes de la barriada de Villa Mitre– que mostraba a testigos para así redondear acusaciones de un modo ajeno a toda legalidad. 

Desde el punto de vista estadístico, este fiscal tampoco es trigo limpio: de las 3.900 causas que por esa época aseguraba tener oficialmente en curso, apenas existían 370 reales, ya que las demás eran inexistentes o prescriptas.

No obstante a tan escarpadas circunstancias, la Legislatura porteña –por iniciativa de los diputados Cristián Ritondo y Graciela Ocaña– lo premió con el pergamino de “Ciudadano Ilustre y Personalidad Destacada del Ámbito de las Ciencias Jurídicas”. 

Poco después, el advenimiento del régimen macrista le infundió nuevos bríos al colocarse bajo el ala protector de la inefable Elisa Carrió.

Su hada madrina, tras la forzada renuncia de Alejandra Gils Carbó en la Procuración General de la Nación, lo propuso para ese cargo o, en su defecto, para ocupar el puesto de Ombudsman. Pero no pudo ser. 

Ella también fue muy generosa con su hermana, Marcela Campagnoli, quien así llegó a la Cámara de Diputados por la lista de la Coalición Cívica. 

     

No hay dudas de que Marcela y él son de la misma estirpe. A comienzos de 2018, durante el debate parlamentario sobre la Interrupción Voluntaria del Embarazo, esa mujer descolló con una propuesta escalofriante: extraer fetos del vientre materno en la vigésima semana de gravidez para mantenerlos con vida en una incubadora, antes de darlos en adopción a familias piadosas.

José María, en tanto, continuaba con su gesta punitiva con el ímpetu de quien no tiene la más mínima duda sobre la misión para la cual fue elegido por la Divina Providencia.  

En este punto conviene retomar esa añeja entrevista con Nelson Castro. Allí, el fiscal no se privó de comentar: 

–A mí se me acercan los jóvenes, y son lindas las cosas que me dicen.

– ¿Qué le dicen? – quiso saber Castro.

–Me dicen que quieren ser como yo.

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Tags: CampagnoliMarcela CampagnoliNorberto QuantínPotocar
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