Nuestra Señora de las Navidades (Muy Bueno Ediciones, 2023) es el quinto libro de ficción de Mariano Ludueña y su primera novela policial. Un relato sobre las complejas relaciones entre la libertad y el encierro, que narra la vida de Rafa, una leyenda viva, un tumbero inmortal que pondrá en ridículo al sistema penal argentino.
La línea de tiempo de la novela transcurre entre 2020 y 2030, en una Argentina colapsada y de rodillas, con referencias de una actualidad que mete miedo: el ascenso del fascismo y la disolución del tejido social. En ese escenario, Nuestra Señora… retrata una historia de amistades fallidas, lealtad y traición, en medio de los negociados de la mafia carcelaria y la política, con la violencia y la muerte a la vuelta de la esquina. Como veloz y sin tiempo para dudas es la vida de Rafa, así de atrapante es la escritura de Ludueña.
Nacido en 1970 en Santa Fe, Ludueña publicó su primer libro en 2010: la compilación de cuentos De todo lo que vi, recuerdo la mitad, reeditada en 2012 por la editorial Piloto de Tormenta. La mitad que no recuerdo, su segundo volumen de cuentos, fue editado en 2016. Su primera novela llegó en 2018: Rockeros, adaptada y lanzada como serie para plataformas. Luego se publicó Tripland, en 2021, que continúa el universo de Rockeros y mantiene una línea narrativa sobre la amistad, el éxito y el drama de la soledad en un mundo de corazones endurecidos.
A continuación, Contraeditorial presenta los dos capítulos iniciales de Nuestra Señora de las Navidades.
…Profundo miedo debe sentir el desleal, viendo triunfar al traicionado.
(Frase popular)
…para abrir los cielos a mi favor; y que se abran a favor del que clama y busca.
(Isaías 45:8)
Argentina 2030. La masiva fuga de la Unidad Penal N.º2, Nuestra Señora de las Navidades, fue un gancho al hígado. El gobierno tambaleaba por el ring. La crisis económica, sanitaria y social lo habían debilitado pero el escape de mil asesinos condenados a muerte lo terminó de liquidar.
El arco político opositor convocó a una marcha desde el Congreso hasta Plaza de Mayo para exigir elecciones anticipadas. Más de ocho millones de personas se sumaron a la protesta y superaron en asistencia al histórico bicampeonato mundial logrado por Argentina en 2026.
—Marchamos por nuestras vidas, hay miles de asesinos sueltos — gritaban los líderes políticos pidiendo la cabeza de todo aquel que fuera parte del poder ejecutivo—.
Un fin de semana inolvidable. Sol radiante y 52º a la sombra. El Río de la Plata sufría una bajante sin precedentes y en Buenos Aires hacía tres meses que no llovía. En la ciudad, los idiotas se filmaban haciendo un huevo frito en el capó del auto mientras ardían campos, cerros y bosques.
Casi treinta años de redes sociales habían modificado la respuesta neuronal de los humanos que ahora solo buscaban la gratificación inmediata. Nos quemaron la cabeza. Pero los que informan le buscaron la vuelta a los nuevos gustos y fueron por más: dopamina, violencia, mugre, morbo, miedo, consumo. Las plataformas transmitían en vivo, mientras sus drones sobrevolaban la ciudad narrando con tanta devoción, que daban ganas de salir a romper todo.

Había miles de policías en las esquinas cercanas a la Casa Rosada. Encapuchados de una agrupación anarquista volaron el Obelisco con un dron. El emblema de la ciudad cayó en medio de una batalla campal. Fue la estocada final para un gobierno derrotado.
La debacle comenzó en 2025, durante el segundo tramo del primer gobierno fascista-neoliberal. La inflación y la inseguridad ganaban por goleada a la pobreza y a la desocupación. Se lanzó un plebiscito para medir la opinión del electorado sobre la pena capital.
Un año antes, para calmar a los ansiosos, se bajó la edad de imputabilidad a quince. La vida valía menos que una milanesa y el SÍ a la muerte ganó con el 77% de los votos.
Ambas cámaras legislativas sancionaron la ley pero la dejaron sin efecto por la presión de los organismos de derechos humanos. La papa caliente quedó en manos del candidato que prometió reactivar la pena de muerte, encarcelar a los corruptos y dolarizar la economía.
Pese a sus habladurías, ni la inflación ni las tasas de criminalidad cedieron; todo lo contrario: fueron asfixiantes. En diciembre de 2028, el 65% de la población vivía bajo la línea de pobreza y los peores pronósticos, se cumplieron. El FMI anunció que el país no había cumplido con los acuerdos y cortó el chorro. La noticia generó una estampida por los dólares y ocasionó una corrida financiera. El colapso bancario fue inmediato y lo siguió el congelamiento de todas las operaciones en moneda extranjera.
El desmadre que se avizoraba se hizo carne. El banco central, ya sin reservas fiscales, utilizó la única oportunidad de seguir con vida: emisión de moneda. Peor: eso disparó la hiperinflación y ya no hubo retorno. Ante una reunión de emergencia de la ONU, el presidente argentino, desesperado, fue a mendigar al FMI. Se tiró a una piscina sin agua. Decían los medios:
Otra vez, un organismo de crédito internacional hace caer un gobierno constitucional en América Latina.
El agravio se hizo viral y el planeta entero rió de pena. Al igual que en toda su historia reciente, Argentina seguía culpando al otro por lo que le ocurría. Se comportaba como siempre: como un negador serial que no quiere ver para dentro ni sanar sus traumas sino culpar a los de afuera por sus males. Finalmente, todo colapsó porque no se pudo recomponer la economía.
En Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y Rosario hubo saqueos y luchas cuerpo a cuerpo entre delincuentes y milicias barriales. Las esquinas céntricas se convirtieron en búnkeres defendidos por mercenarios.
El gobierno sacó los tanques a la calle y desplegó a treinta mil gendarmes para patrullar los barrios y evitar las confrontaciones. Sobre todo para tratar de frenar la temida invasión a barrios ricos lanzada en redes sociales. Comenzó a faltar el combustible, el transporte no pudo absorber los aumentos y quedó fuera de combate. Los barcos y los camiones se detuvieron. Las cosechas y los alimentos se pudrían en los puertos. La producción se sentó en el cordón de la vereda a fumar un pucho.
El cese del pago de los planes sociales desató un levantamiento popular que comenzó en La Matanza. El Mercado Central fue cercado por una muchedumbre desaforada que pedía comida y la gendarmería tiró a los ojos.
Rafa miraba la tele y sonreía con orgullo: se había salido con la suya.
AFUERA
La infancia de Rafa fue atroz. Creció a dos horas de tren de la ciudad, en un barrio del tercer cordón del conurbano. No había plazas, autoridad o Estado y los niños no querían ser futbolistas ni youtubers: soñaban con convertirse en sicarios, narcos o bandidos.
Su barrio era carente y bullicioso; su casa, la más fea de la cuadra. La habían construido de a poco, entre los vecinos, con materiales que recolectaban del cirujeo. El baño estaba a unos treinta metros, al fondo, y se llegaba a través de una sucesión de tablas que hacían de camino: una casucha con letrina al borde del arroyo que, cuando crecía, hacía flotar la mierda volviendo todo intransitable y nauseabundo.
En invierno la escarcha quemaba los pies y de noche el humo del carbón que calentaba los ranchos arruinaba el aire. A la mañana, todo aparecía cubierto de un hollín negro y asqueroso. En verano, el olor no dejaba respirar.
Silvia, la mamá de Rafa, vivía tomando ginebra a toda hora y trabajaba limpiando casas en la parte linda del barrio. Sin embargo, perdía sistemáticamente los trabajos porque envidiaba la vida de sus patrones y robaba.
Rafa era el menor de cuatro hermanos de dos padres distintos. Su hermano mayor había muerto en una balacera en un bar cuando era bebé. Otro murió en prisión y, el tercero, desapareció sin que nunca se sepa más nada.
Silvia solo se preocupaba por el dinero para su botella. Lo demás, no le interesaba.
Rafa pasaba hambre y aprendió a sustentarse por sí mismo. Removía la basura, juntaba latas y cartones con un carrito de supermercado y los vendía. Se subía al tren para imaginarse que se alejaba cada vez más de su madre. Se aprendía de memoria las estaciones del Sarmiento y las repetía como mantra ante quien quisiera escucharlo:
—Miserere, Caballito, Flores, Floresta, Villa Luro, Liniers, Ciudadela, Ramos Mejía, Haedo, Morón, Castelar, Ituzaingó, Padua, Merlo, Paso del Rey y Moreno.

También memorizaba marcas de locomotoras, año de fabricación, tipos de vagones y sus nacionalidades. Los trenes eran su pasión hasta que tuvo su primera moto y se enamoró.
Su padre los abandonó cuando su mamá le dijo que estaba embarazada del quinto. El hombre se cansó de trabajar para ellos y se consiguió una novia joven. Y un día puso sus calzones y chucherías en una bolsita de nylon, cerró la puerta en silencio, saltó la cuneta y se fue para siempre a paso largo y seguro. Esa noche la luna crecida iluminaba la avenida. Tarareaba una canción de Damas Gratis. Todo olía a campo pero con olor a mierda y a ladrido de perros. En la garita esperó el colectivo. Chau.
Sin embargo, el embarazo de Silvia había sido psicológico: un invento para retener a un hombre que ya no la amaba. Semanas después, mientras leía noticias en su tableta, lanzó un grito de horror. Rafa estaba pateando una pelota contra la pared y corrió a ver qué pasaba. En la pantalla, la foto de un hampón muerto a tiros por la policía. Su madre lloraba sentada sobre un banquito de plástico.
—¿Es papá?
—Sí hijo, sí, es papá —dijo, llorando y abrazando fuerte a su hijo—.
Rafa pareció no acusar el golpe y se refugió en sí mismo, memorizando estaciones, trenes de carga y locomotoras mientras hacía sus viajes a la ciudad.
Ya de adulto, durante un tratamiento psicoanalítico en prisión, entendió que nunca se recuperó de esa traición. Fue el hecho desencadenante que lo torció. De ser un niño callado y distante se transformó en un adolescente problemático y violento.
Prendió fuego la casa de la familia de un pibe del barrio que lo humillaba en la calle. Silvia tuvo que ocultarlo hasta que lograron echar a los vecinos a tiros. Al año siguiente, apuñaló a otro jovencito… ya no hubo vuelta atrás.