La historia de las epidemias de fiebre amarilla y cólera en Buenos Aires, un relato casi de actualidad en estos tiempos de Covid-19.
En enero de 1871 aparecieron algunos casos de fiebre amarilla en los barrios de San Telmo y Concepción. Las medidas preventivas y de aislamiento fallaron, y la enfermedad se diseminó rápidamente por toda la ciudad. A diferencia del cólera unos años antes, esta epidemia parecía no tener fin. Entre enero y abril hubo más de 13.000 víctimas, con picos de 500 muertes diarias en Semana Santa. ¿Cómo reaccionó la sociedad frente a la crisis? ¿Cómo actuaron las autoridades? ¿Qué cosas cambiaron para siempre desde entonces?
Morir en las grandes pestes, Las epidemias de cólera y fiebre amarilla en la Buenos Aires del siglo XIX nos sumerge en esa Buenos Aires colapsada. El autor, Maximiliano Fiquepron, articula un relato extremadamente vívido de los acontecimientos que pusieron en suspenso la vida cotidiana. Como las guerras o las revoluciones –nos dice–, las epidemias revelan mucho sobre las relaciones de clase y las prioridades del arte de gobernar. Lejos de impactar a todos por igual, la fiebre amarilla expuso que un tercio de la población, en general artesanos o trabajadores poco calificados, vivía en inquilinatos con servicios sanitarios deficientes, que se convirtieron en focos de infección. La elevadísima cantidad de muertos pobres e indigentes confirmaba desigualdades en materia de vivienda y alimentación. Médicos e higienistas, pero también periodistas, funcionarios, curanderos y charlatanes disputaban por el sentido y la contención correcta de la crisis, en tanto que la policía e incluso los presos debieron gestionar los entierros cuando los encargados de hacerlo caían enfermos.
Al contar la historia de la epidemia pero también la historia de cómo fue narrada, el libro publicado por Siglo Veintiuno aporta una mirada novedosa sobre un acontecimiento icónico del siglo XIX, que significó un antes y un después no solo por el sufrimiento social que causó sino por las políticas sanitarias que debieron implementarse y cuyo legado llega hasta hoy, a este presente cruzado por la pandemia del Covid-19.

A continuación, una caprichosa selección de diferentes capítulos del libro:
Mensajeras de la muerte: epidemias en Buenos Aires
La convivencia entre los distintos pueblos y ciudades del Río de la Plata y ciertas enfermedades fue continua, y consustancial a los patrones demográficos y sociales heredados de la Colonia. Fiebre tifoidea, varicela y sarampión (entre otras) eran parte de un escenario epidémico habitual de las ciudades costeras del Paraná. De todas ellas, la viruela fue la que mayores estragos ocasionó hasta alrededor de 1880. A diferencia del cólera, la fiebre amarilla, e incluso la peste bubónica, la viruela era una enfermedad que se presentaba tanto en su forma endémica como epidémica. Con una larga presencia en la historia de la humanidad (el virus se detectó en algunas momias del Antiguo Egipto, hacia el 10 000 a.C.), se convirtió en endémica en Europa, desde donde se extendió a través de las rutas comerciales, la colonización y la guerra, hacia todas las partes del mundo. Entre los siglos XV y XVIII, en las principales ciudades europeas devino una enfermedad de la infancia, y provocó la muerte de un tercio de los niños. El elemento que hizo de la viruela una de las peores pandemias fue su llegada a América con la conquista europea. Ocasionó crisis de mortalidad y generó intensos ciclos epidémicos entre los siglos XVI y XVIII. Fue definida como una gran asesina, sobre todo en América, y logró equiparar a la peste bubónica como la enfermedad más temida. Una de las características que la hacían tan amenazante era su alto poder de contagio. Se ha estimado que las posibilidades eran del 50%, con una tasa de mortalidad del 30% de los casos. La forma de contagio más usual provenía de las partículas exhaladas por el enfermo, que podían ser inhaladas por otras personas de manera directa, o a través del contacto con su ropa, sábanas y otros efectos personales. Después de inhalar el virus, comenzaba un período de incubación de alrededor de doce días. Este período favorecía la propagación de la enfermedad, ya que, al no presentarse ningún síntoma, el sujeto proseguía con su vida habitual y con ello diseminaba ampliamente el virus…
La presencia continua de brotes epidémicos de distinta intensidad se modificará de manera significativa con la llegada, hacia la segunda mitad del siglo XIX, de dos de las enfermedades más agresivas del siglo: el cólera y la fiebre amarilla. Los síntomas de ambas y las altas tasas de mortalidad que dejaban a su paso eran un duro golpe al optimismo liberal que todas las sociedades occidentales del siglo XIX profesaban amparadas en la industria, la ciencia y el comercio. Provenientes de regiones “incivilizadas” y atávicas, ambas enfermedades ponían de cabeza a las grandes metrópolis occidentales –supuestamente superiores– en cuestión de días. Además, el progreso material y las mejoras en las condiciones de vida que los grupos sociales más conspicuos podían celebrar contrastaba con la elevadísima cantidad de muertos pobres e indigentes que dejaban ambas enfermedades, que ponían de relieve las desigualdades existentes en las condiciones de vivienda y la alimentación. En ocasiones, estas situaciones críticas culminaban con levantamientos populares contra las autoridades locales. Con estas particularidades, ambas enfermedades llegaron a casi todos los rincones del planeta. En el caso del cólera, fue a través de seis grandes ciclos pandémicos: el primero, de 1817 a 1823, comenzó en India y afectó en primer lugar el continente asiático; el segundo (1826-1837) penetró mucho más en países de Europa occidental y el norte de África, además de Asia. También cruzó por primera vez el Atlántico y afectó ciudades de Estados Unidos, México y sur de Canadá. El tercero de ellos (1841-1863) siguió el mismo curso, y adicionó zonas de Centroamérica como Cuba, Jamaica, Haití y Santo Domingo, también Colombia y partes de Ecuador. La cuarta pandemia (1865-1875) es particularmente importante, ya que además de cubrir todas las regiones y continentes mencionados, aparece con virulencia en Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, entre 1866-1868. La quinta (1881-1896) tuvo un efecto mucho más limitado en las regiones de Europa y América del Norte, aunque llegó a generar serios problemas en ciudades puertos importantes de América del Sur, sobre todo en la Argentina (1886) y Chile (1888). Hacia 1894-1895 reaparece en esta zona. La sexta y última pandemia (18991926) casi no tuvo impacto en Europa y América, y quedó localizada fundamentalmente en las regiones de India, Medio Oriente y Rusia. Estas pandemias mundiales de cólera fueron cubriendo de manera progresiva (de este a oeste) todas las regiones y países del mundo, y dejó tasas de mortalidad muy significativas en América Latina durante la cuarta y quinta.

Por su parte, la fiebre amarilla, mucho más localizada geográficamente, incidió con violencia en puertos y ciudades vinculados con el comercio atlántico, sobre todo en el mar Caribe y las Antillas. El primer registro de una epidemia de fiebre amarilla data de 1495-1496, en el segundo viaje de Cristóbal Colón a América. En los siglos posteriores, el área epidémica residió en el Caribe y en las principales ciudades puertos de España, Portugal y los Estados Unidos. Para el siglo XVIII se hace presente en ciudades del sur de los Estados Unidos como Charleston, New Haven, Filadelfia y también en Nueva York, así como en España, Portugal y las islas del Caribe. La expansión hacia la zona continental de América Central y del Sur tuvo lugar en oleadas: México, Venezuela, Colombia, Honduras, San Salvador, Nicaragua, entre otras. En Brasil la enfermedad se hizo endémica entre los años 1849 y 1902, con tasas de mortalidad muy altas en grandes centros urbanos como Río de Janeiro y Salvador de Bahía.
A pesar del temor que generaban en las grandes ciudades del mundo, Buenos Aires atravesó con relativo éxito las primeras visitas de ambas enfermedades. El arribo del cólera se produjo en 1856, pero ocurrió en el puerto de Bahía Blanca, un pueblo con pocos habitantes y lejos de la ciudad de Buenos Aires, donde produjo un número muy acotado de casos (no hay cifras estadísticas pero se estima que los difuntos no pasaron del centenar). La fiebre amarilla llegó en dos oportunidades, en los veranos de 1857 y 1858; ambos brotes produjeron víctimas, aunque segregadas en las parroquias del sur de la ciudad como San Telmo y Concepción. El brote de 1858 fue el más significativo, y se extendió desde el mes de abril hasta los primeros días de mayo. Se calculan entre 150 y 300 muertos; esta cantidad generó un estado de alarma general en la población, que en su mayoría se alejó de la ciudad para refugiarse en las quintas o pueblos de los alrededores hasta que pasó el peligro. De manera que, hasta entonces, Buenos Aires parecía haber evitado el destino de ciudades como Nueva York, México, Río de Janeiro o París, que sufrieron por miles las defunciones producidas sobre todo por el cólera. Sin embargo, la tan temida crisis ocurrirá entre los años 1867 y 1871, recortando un período de incesante recurrencia de estos males mundiales.

La mortalidad que cada una de estas epidemias generó fue enorme. En el caso del cólera, apareció en dos oleadas, la primera desde marzo a mayo de 1867, la segunda (y más violenta) de noviembre de 1867 a marzo de 1868. Pero además no solo se extendió por la ciudad y sus pueblos vecinos sino también por toda la campaña bonae rense y todas las provincias argentinas. Se estima que la provincia de Buenos Aires tuvo alrededor de 15 000 víctimas, de una pobla ción total de 495 107 habitantes (no hay cifras para la ciudad). Solo en la ciudad de Rosario hubo 1576 muertes (de un total de 23.169 habitantes). La fiebre amarilla, mucho más localizada en las ciudades portuarias del litoral argentino, apareció durante el verano de 1870, y dejó decenas de casos. Fue en 1871 cuando alcanzó una cifra inusitada y desproporcionada de 13.614 fallecidos en la ciudad de Buenos Aires, ya que para entonces el promedio de muertes anuales oscilaba entre las 4500 y 5000 defunciones. Otras ciudades como Corrientes (de 11.218 habitantes) reportaron 2.000 decesos; no hay cifras para Santa Fe ni Entre Ríos. Esta epidemia comenzó en los últimos días de enero, con algunos casos aislados nuevamente en la parroquia de San Telmo, y luego se expandió hacia parroquias vecinas como Balvanera, Concepción y Monserrat. Al iniciarse el mes de marzo se dio un fuerte aumento de las defunciones (durante todo febrero se registraron 290, el mes de marzo contará 4703), que se expandió a todas las parroquias. Por fin, el pico máximo ocurrió durante el mes de abril con 7174 defunciones, que incluyen la terrible Semana Santa, con 500 muertes diarias. Luego, hacia el 25 comienza un declive también pronunciado (de las 503 defunciones del 10 de abril se pasa a un promedio diario de 140 en la segunda mitad del mes, con picos máximos de 250). Los meses de mayo y junio fueron de un progresivo regreso a las tasas de defunción habituales.
A las altas cifras de mortalidad, debemos agregar que estas enfermedades poseían síntomas y dolencias aterradores para la población. ¿Cómo era, entonces, morir por cólera o fiebre amarilla? En el caso de esta última se iniciaba con fuertes dolores de cabeza y articulaciones, cansancio y fiebre. Posteriormente, en su fase más avanzada, se caracterizaba por atacar el hígado, y debido a que este órgano interviene en la coagulación de la sangre, su falla generaba hemorragias en la nariz, la boca, el estómago y el recto. La sangre en el estómago se tornaba negra por la acción de los ácidos gástricos, y de allí el particular seudónimo con que se conoce a dicha enfermedad: “vómito negro”. La falla hepática también mostraba el característico color amarillo en la piel y las pupilas, además de períodos de fiebre alta, delirios y estertores. La duración era de entre 3 a 7 días, y alternaba períodos de remisión de la enfermedad con otros de fuertes dolores.

El cólera, por su parte, se caracterizaba por diarrea y vómitos agudos, que en su momento más álgido acarreaban una rápida deshidratación del cuerpo, acompañada de fiebre, calambres muy intensos en la región abdominal, presión arterial baja y derrumbe de temperatura corporal. Como consecuencia de la pérdida de lí quidos, la sangre se tornaba más viscosa, disminuían los niveles de potasio y se producía una insuficiencia renal aguda. Debido a que el fluido vital ya no estaba suministrando suficiente oxígeno, era habitual que el enfermo tuviese la sensación de asfixia. Además, la sangre espesa podía producir una falla cardíaca. La manifesta ción física de este colapso se expresaba a través de la coloración azul cianótica de la piel y el hundimiento de las cuencas oculares. Debido a la postración y el decaimiento severo del cuerpo por la deshidratación, el enfermo cobraba un aspecto severamente lívi do, como si ya estuviera muerto. Sin embargo, y a diferencia de la fiebre amarilla, durante buena parte de la enfermedad el sujeto permanecía consciente, sin episodios de delirios, lo que otorgaba un tono más dramático a este cuadro, pues mostraba una imagen cadavérica del enfermo, pero a la vez con plena conciencia de ello. Asimismo, todos estos síntomas se manifestaban enseguida, y el enfermo podía morir en el transcurso de un día.
De esta manera, resulta destacable la dimensión sintomatológica del cólera y la fiebre amarilla. Ambas fueron enfermedades nuevas en Buenos Aires pero, además, profundamente deshumanizantes, debido a que producían cambios físicos muy rápidos y drásticos…
Epidemias y representaciones
Las epidemias suelen estar acompañadas de un compendio de escritos y obras de arte en referencia a ellas, con descripciones similares de la crisis y metáforas semejantes que resumen el colapso social que ellas provocan. Así, desde los escritos de Tucídides sobre la epidemia en Atenas del siglo IV a.C, hasta el Diario del año de la peste de Daniel Defoe (que reconstruye la epidemia de peste bubónica de Londres en 1665), se repiten imágenes y situaciones: la imposibilidad de enterrar los cadáveres, que yacen tirados en la vía pública; el terror y el pánico de la comunidad, que huye despavorida hacia las afueras de la ciudad; la relajación de todos los vínculos morales y de civilidad que da lugar a robos, saqueos, avaricia, alcoholismo y suicidio. Muchas de estas imágenes, que muestran el fin de la sociedad tal cual existía hasta entonces, aparecieron durante las epidemias que atacaron Buenos Aires. Todo un conjunto de representaciones brotó en diferentes registros, con el objetivo no solo de narrar la crisis, sino, y sobre todo, de otorgar sentido al evento, transitar el período crítico.

La presencia de figuras, elementos, acciones y descripciones que se han venido repitiendo por siglos ha llevado a que algunos autores encuentren una forma de narrar lo acontecido que es compartida por nuestra cultura occidental. Charles Rosenberg propuso pensar dicha narración con un modelo “dramatúrgico”, es decir, como si estuviéramos viendo una pieza teatral, dividida en cuatro actos. En el primero, la comunidad que comienza a tener casos de la enfermedad se muestra reticente a aceptarlos; no aparecen medidas o movilizaciones hasta que las muertes masivas hacen imposible ocultar lo que está aconteciendo. Una vez que la epidemia es aceptada, comienzan a crecer los temores de un colapso social, y se producen huidas masivas a las afueras de la ciudad. En el segundo acto, el motivo principal es el manejo de lo intempestivo, caótico y letal de la epidemia. Así, surgen explicaciones para esclarecer sus causas y también por qué algunos enferman y otros no. El argumento más repetido es el religioso (la epidemia como un castigo divino), pero desde el siglo XVIII cobra fuerza un modelo explicativo que excede lo espiritual. Ambos, sin embargo, comparten la particularidad de ser modelos con fuertes connotaciones morales, donde la voluntad de los individuos, la responsabilidad hacia la comunidad y un comportamiento que predispone al contagio constituyen un marco explicativo central. En el tercer acto se despliegan las medidas para combatir el flagelo. Si en el segundo acto el foco estaba puesto en entender la epidemia, en el tercer acto estará en cómo terminarla. Así apare cen medidas públicas y rituales colectivos e individuales que buscan acabar con ella. Por último, el acto final está marcado por las reflexiones que se suscitan una vez terminada la epidemia. Su fin abre un epílogo, siempre en clave moral, que mira en retrospectiva cómo la comunidad enfrentó la crisis. Este modelo nos permite pensar en una estructura narrativa (visual, oral y escrita) que proporciona sentido a una de las experiencias más traumáticas que individuos y comunidades puedan atravesar. Así como la guerra u otras catástrofes naturales, las epidemias necesitan dotarse de una lógica que no solo explique cuáles fueron las causas que la desataron, sino que le otorgue sentido a la propia experiencia de la muerte masiva. Como menciona Sergio Visacovsky, quienes viven un estado crítico son conscientes de que algo se ha perdido, que diferentes modos de padecimiento han irrumpido y que se ha producido una discontinuidad con el pasado, que a su vez condicionará el futuro inmediato. Así, este guion cultural no solo sirve para entender las epidemias sino que conecta ese hecho con la historia de la sociedad en que acontece.
Epidemias, funerales y rituales
En períodos no epidémicos, el velorio funcionaba tanto como un mecanismo que daba certeza sobre la defunción –despertarse enterrado vivo era un temor recurrente en la época–, como una ceremonia prescripta por la religión. Además, la concurrencia al evento era esencial, tanto para las élites como para los sectores populares. José Antonio Wilde, en su libro Buenos Aires desde setenta años atrás rememora: “Era común colocar el cadáver en el ataúd rodeado de cirios o velas, según las posibilidades de los deudos, en la sala o pieza a la calle, abriendo las ventanas o, cuando menos, entornándolas, pero de modo que pudiera verse de la calle. Gran número pasaba la noche de velada en la casa mortuoria, y lo más particular es que muchos de los concurrentes ni siquiera conocían a los deudos del finado. […] nada de extraño tiene que un individuo en cuentre a otro en la calle y lo invite a ir a un velorio, aun cuando ninguno de los dos les haya visto jamás la cara a los dueños de casa”.
Durante períodos epidémicos, podemos observar cómo el proceso ritual sufría drásticas modificaciones. Al igual que con los enfermos en su lecho de muerte, también los fallecidos tenían un destino singular, al margen de las prácticas fúnebres habituales. Sin embargo, existió una diferencia muy importante entre ambas epidemias, ya que durante la de cólera no se realizaron velorios pero sí funerales y misas en las iglesias y templos. Se impuso la inhumación rápida, el uso de cal y el sellado de bóvedas y cajones. Para fines de 1867, cuando reapareció el cólera, nuevamente se activaron algunas medidas tomadas en abril, como el redireccionamiento de los cortejos fúnebres, prohibidos en las calles Florida y Perú. Durante la epidemia de 1871, en cambio, crecieron las prohibiciones relativas al acompañamiento del cadáver, el momento para inhumarlo y la aglomeración de personas en espacios públicos (incluidos los templos). En concreto, la Municipalidad dispuso que los cadáveres de las personas cuyo fallecimiento hubiese sido causado por la fiebre amarilla debían ser conducidos al cementerio en las seis horas posteriores al deceso. Más tarde también se limitarán –y luego se prohibirán– los acompañamientos al cementerio.