Un joven sociólogo me dijo que me gustaban los autores heterodoxos. Le respondí que la realidad social es heterodoxa y que no se puede resolver con la ciencia, porque no es científica ya que se construye con razones y pasiones.
Tampoco parece que la justicia se pueda analizar desde la supuesta ciencia del derecho. El jurista italiano Gustavo Zagrebelsky, en su famoso libro El derecho dúctil, contrapone la juris prudentia con la scientia juris para expresar su rechazo a la idea de tratar científicamente al derecho actual, al estilo de una disciplina lógica formal, como las matemáticas.
La doxa en griego significa opinión, pero la episteme significa ciencia. Muchas veces las ciencias sociales pretenden ser epistémicas positivistas como si no tuvieran ideología ni valores, ni pasiones y creencias.
Las ciencias sociales reflexionan desde sus creencias, su ideología y su afán para predecir el futuro, como si fuera la ley de la gravedad que se puede descubrir o como el relato que a Newton se le cayó una manzana en la cabeza. Pero muchos ahora, en tiempos de pandemia, se enteraron que se acabaron las certezas sobre el devenir histórico.
Mientras estamos en plena pandemia – en la que desconocemos el por qué y, sobre todo, el cómo se resuelve – observamos al poder político que consulta a los científicos de la salud, pero las personas reaccionan con protestas porque reclaman por su libertad de salir del aislamiento y volver a su vida “normal”. Esto ocurre cuando no sabemos cuál será la futura normalidad.
Quienes quieren desconocer que estamos en situación de emergencia pública opinan que no les va a tocar el contagio, ni que ellos mismos pueden contagiar.
Pero el que ejerce el poder, tiene la responsabilidad de decidir. Algunos, como los presidentes de Estados Unidos o Brasil, decidieron privilegiar la libertad económica frente a la salud de su pueblo y así lideran la lista de fallecidos en el mundo. En este contexto, algunos opinan y otros reflexionan.
Pero esta discusión entre políticos, sociólogos y politólogos hace tiempo que se estableció. Cuando ponemos el sufijo logos, que también viene de la palabra griega, nos olvidamos que puede traducirse como razonamiento, palabra, expresión, pensamiento, discurso, habla, verbo, inteligencia[1], argumentación, sentido o discurso. No es una ciencia exacta como las matemáticas, no es episteme.
El artículo 76 de nuestra Constitución plantea el Estado de emergencia pública, estableciendo que “se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública”.
Quienes quieren desconocer que estamos en situación de emergencia pública opinan que no les va a tocar el contagio, ni que ellos mismos pueden contagiar.
Las personas reaccionan con protestas porque reclaman por su libertad de salir del aislamiento y volver a su vida “normal”. Esto ocurre cuando no sabemos cuál será la futura normalidad.
Quizás sea bueno recordar al premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, cuando escribió en este diálogo en su novela El amor en tiempos de cólera:
– Capitán, el niño está preocupado y muy incómodo debido a la cuarentena que el puerto nos impuso.
– ¿Qué te preocupa, muchacho? ¿No tienes suficiente comida? ¿No duermes lo suficiente?
– No es eso, Capitán. No puedo soportar no poder desembarcar y abrazar a mi familia.
– Y si te dejan salir del barco y se contaminan, ¿cargarías con la culpa de infectar a alguien que no puede soportar la enfermedad?
– Nunca me lo perdonaría, pero para mí inventaron esta plaga.
– Puede ser, pero ¿y si no fue inventado?
– Entiendo lo que quiere decir, pero me siento privado de mi libertad, Capitán, me privaron de algo.
– Y tú te privas aún más de algo.
-¿Está jugando conmigo?
– De alguna forma.
– Si te privas de algo sin responder adecuadamente, habrás perdido.
– ¿Entonces quieres decir, como dices, que si me quitan algo, para ganar debo privarme de otra cosa?
– Exactamente, yo hice cuarentena hace 7 años atrás
– ¿Y de qué te tuviste que privar?
– Tuve que esperar más de 20 días en el barco. Había meses en que ansiaba llegar al puerto y disfrutar de la primavera en tierra. Hubo una epidemia. En Porto Abril, se nos prohibió bajar. Los primeros días fueron duros. Me sentí como tú. Pronto comencé a enfrentar esas imposiciones usando la lógica. Sabía que después de 21 días de este comportamiento se crea un hábito, y en lugar de quejarme y crear hábitos desastrosos, comencé a comportarme de manera diferente a los demás. Empecé con la comida. Me propuse comer la mitad de lo habitual. Luego comencé a seleccionar los alimentos más digeribles, para no sobrecargar el cuerpo. Comencé a nutrirme con alimentos que, por tradición histórica, habían mantenido al hombre sano.
El siguiente paso fue agregar a esto una purificación de pensamientos no saludables y tener pensamientos cada vez más elevados y nobles. Me propuse leer al menos una página cada día de una discusión que no conocía.Me puse a hacer ejercicios en el puente del barco.
Un viejo hindú me había dicho hace años que el cuerpo mejoraba al retener la respiración. Me puse a respirar profundamente cada mañana. Creo que mis pulmones nunca habían alcanzado tal capacidad y fuerza.
La tarde fue la hora de la oración, el momento de agradecer a una entidad por no haberme dado, como destino, privaciones graves durante toda mi vida.
El hindú también me había aconsejado que tuviera la costumbre de imaginar que la luz entraba en mí y me hacía más fuerte. También podría funcionar para los seres queridos que estaban lejos, por lo que también integré esta práctica en mi rutina diaria en el barco.
En lugar de pensar en todo lo que no podía hacer, estaba pensando en lo que haría una vez que llegara a tierra firme. Visualizando las escenas de cada día, las vivía intensamente y disfrutaba de la espera.
Todo lo que podemos obtener en seguida, rápido, no es interesante. Esperar sirve para sublimar el deseo y hacerlo más poderoso. Me privé de comidas ricas, botellas de ron y otras delicias. Me habían privado de jugar a las cartas, de dormir mucho, de practicar el ocio, de pensar solamente en lo que me estaban privando.
– ¿Cómo terminó, Capitán?
– Adquirí todos esos nuevos hábitos. Me dejaron bajar del bote mucho más tarde de lo esperado.
-¿Te privó de la primavera, entonces?
– Sí, ese año me privaron de la primavera y muchas otras cosas, pero aún así florecí, llevé la primavera dentro de mí y nadie me la puede quitar.
El político y el científico: de Weber a Bobbio
Una de las primeras y clásicas distinciones entre el político y el científico es la que realiza Max Weber en el libro El político y el científico[2].
En dicho texto, entiende por política “la dirección o la influencia sobre la trayectoria de una entidad política, esto es, en nuestros tiempos: el Estado”[3] y aquel que se dedica a ella anhela el poder, por egoísmo, por un ideal o por el poder en sí mismo, para disfrutar de una sensación de valimiento.
El principal instrumento de poder ideológico es la palabra, a través de la cual se expresan las ideas y en el mundo contemporáneo, el creciente uso de la imagen.
Para Weber, la diferencia entre el caudillo y el funcionario es que el primero se define por la parcialidad, la lucha y la pasión que parte de un principio de responsabilidad opuesto al del funcionario, que se ennoblece al cumplimentar con precisión las prescripciones de la autoridad. Las cualidades del caudillo o el político son la pasión, el sentido de responsabilidad y la mesura. Es allí donde distingue dos formas de ética a través de las cuales se orienta la acción, la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. La primera ordena tener presente las consecuencias de la acción, la segunda, la coherencia interna con sus ideales o convicciones. Ambas deberían estar presentes en quien tiene vocación política.
En cambio, al abordar el tema del científico, si bien para el hombre en cuanto hombre, “nada tiene valor si no puede lograrlo con pasión”[4], ésta es sólo una condición preliminar de la inspiración. Tampoco el trabajo científico es simplemente un problema de cálculo frío. Es necesario el trabajo y la pasión para provocar la idea. Tanto en el científico como en el artista, está presente la inspiración y su personalidad deviene de entregarse pura y simplemente al servicio de una causa, con la diferencia de que el sentido del progreso está presente en el trabajo científico y no en el artístico. El sentido de la ciencia no es buscar el sentido del mundo, éste se interpretará según nuestra postura ante la existencia.
Para Weber, los profesores no deben hacer política en las aulas porque, según su criterio, sería una herejía. El verdadero maestro no debe aprovechar su autoridad para con los alumnos y transmitirles sus juicios de valor, ya que no debe ser ni un profeta ni un demagogo. Debe, por lo tanto, enseñar que acepten hechos incómodos para su propia corriente de opinión, suministrar normas para razonar, instrumentos y disciplina para efectuar lo ideado, así como obligar al individuo a que “de suyo perciba el sentido último de sus propias acciones”[5]. Así prestará su servicio ético de esclarecer y despertar el sentido de la responsabilidad.
En su libro “La duda y la elección”[6], Norberto Bobbio nos advierte sobre las investigaciones que realizan falsas generalizaciones sobre “los intelectuales”, como si fueran una categoría homogénea y constituyesen una masa indistinta, cuya definición se da como presupuesto. También nos señala acerca de la habitual confusión entre el análisis descriptivo y el normativo, entre el plano del ser con el del deber ser, que la mayoría de las veces inconscientemente hace que sea más difícil generalizar, ya que tanto en el plano descriptivo como en el normativo existen diferencias claras de acuerdo al modelo ideal con que lo observamos o con el que nos identificamos.
Para el filósofo italiano, los que hoy se llaman intelectuales son lo que en otros tiempos se llamaban “sabios, eruditos, philosophes, literatos o gens de lettre”[7]. Ellos han existido siempre dado que en toda sociedad coexistieron con distintos nombres junto al poder ideológico junto al político y el económico. Su función cambia con la sociedad y la época a que se refiere, y que con distintos nombres se ejerce a través de la “producción y trasmisión de ideas, símbolos, de visiones del mundo y de enseñanzas prácticas mediante el uso de la palabra”[8].
Bobbio define el quehacer del intelectual como aquel que “no hace cosas, sino que reflexiona acerca de las cosas, que no maneja objetos, sino símbolos y cuyos instrumentos de trabajo no son máquinas, sino ideas”.
A su vez, también nos plantea que en el proceso de democratización de las sociedades pluralistas modernas, el poder ideológico está fragmentado, por lo cual la generalización sobre su función es objetivamente falsa al existir direcciones e ideas que se contraponen en distintos grupos e individuos.
El principal instrumento de poder ideológico es la palabra, a través de la cual se expresan las ideas y en el mundo contemporáneo, el creciente uso de la imagen.
Para Bobbio hay que distinguir entonces entre el intelectual ideológico y el experto como técnico del saber humano.
Según el autor, se da siempre un conflicto de valores entre el valor de la libertad de los individuos y grupos y el del orden público, o el de la legalidad y el del bien común (ya que los valores últimos del individuo y los valores últimos del Estado son valores antinómicos). O quizás, al decir de Max Weber, entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La primera es la que generalmente sigue el intelectual y la segunda, el político realista.
Bobbio define el quehacer del intelectual como aquel que “no hace cosas, sino que reflexiona acerca de las cosas, que no maneja objetos, sino símbolos y cuyos instrumentos de trabajo no son máquinas, sino ideas”[9]. Por eso al investigar sobre los intelectuales es fundamental delimitar el campo de la discusión, “de quién y sobre qué queremos discutir y de qué modo”[10].
Distingue entre dos modos de abordar el problema: el sociológico que trata de los intelectuales como clase o como grupo en relación con otras clases o grupos, y el histórico que se ocupa de esta clase o grupo en un periodo histórico o en un determinado país.
El intelectual como ideólogo finalmente se define como aquel que proporciona principios-guía que podrían llamarse valores, ideales o concepciones del mundo.
Su objetivo es, sin embargo, analizar la ética o la política de los intelectuales, o sea un discurso proyectivo, normativo o prescriptivo de lo que ellos deberían ser y no de lo que son.
Aclara explícitamente que su problema no es “saber si los intelectuales son rebeldes o conformistas, libres o serviles, independientes o dependientes, sino intercambiar algunas ideas sobre lo que los intelectuales, que se reconocen en un determinado sector político, querrían o deberían ser”, sobre la política de los intelectuales o el de los intelectuales en la política o sobre la relación entre teoría y praxis o sobre el mundo de las ideas y el mundo de las acciones. De esta manera restringe el campo de su investigación a la tarea de los intelectuales en la vida civil y política para la cual los tipos relevantes que analiza son los del ideólogo y el del experto.
El intelectual como ideólogo finalmente se define como aquel que proporciona principios-guía que podrían llamarse valores, ideales o concepciones del mundo a partir de los cuales una acción queda legitimada por haber aceptado estos valores-guía. El experto es quien proporciona principios-medio o conocimientos técnicos, útiles en campos particulares necesarios para resolver problemas.
De esta forma asume que se asemeja a la distinción weberiana entre acciones racionales según el valor y acciones racionales según el fin.
En ese sentido, Bobbio plantea como consigna la independencia pero no la indiferencia del intelectual. El intelectual debe intentar trascender permanentemente la política. Reconociendo la función política como indispensable, la primer tarea del intelectual debe ser “la de impedir que el monopolio de la fuerza se convierta también en monopolio de la verdad”[11]. Como creador o manipulador de ideas, el intelectual en la política debe persuadir o disuadir, animar o desanimar, expresar juicios, dar consejos, hacer propuestas, inducir a personas a formarse una opinión propia frente al político que debe tomar decisiones.
Siguiendo su razonamiento, y la diferencia entre ideólogos y expertos, la responsabilidad que le cabe a cada uno se determina a partir de las dos éticas que lo definen, donde a los primeros les cabe la ética de la convicción y a los segundos la ética de la responsabilidad, prefiriendo hablar de responsabilidad más que de compromiso ya que éste significaría tomar partido. Debe defender la política de la cultura, lo cual quiere significar que la cultura no debe ser apolítica pero sin embargo, no se identifica con la política de los políticos.
Bobbio plantea como consigna la independencia pero no la indiferencia del intelectual. El intelectual debe intentar trascender permanentemente la política.
Sostiene finalmente que de las tipologías sobre las relaciones entre los intelectuales y el poder, la más útil es la de Cose en “Men of ideas”, que los agrupa según si:
1. Los intelectuales están en el poder y pone por ejemplo a los jacobinos y a los bolcheviques
2. Los intelectuales ejercen influencia sobre el poder y pone por ejemplo a los que como Chomsky llama los nuevos mandarines proporcionando informaciones históricas, económicas y técnicas a los políticos
3. Los intelectuales cumplen la función de legitimar el poder que es como usar la razón para demostrar que ésta no sirve para nada
4. Los intelectuales adoptan una actitud crítica permanente frente al poder.
También agrega al intelectual que considera que no tiene nada que ver con los asuntos políticos, y sostiene que esta tipología está limitada ya que considera que la relación con la política se refiere sólo al poder político y prefiere hablar de una concepción amplia de la política entendida como “actividad dirigida a la formación y transformación de la vida de los hombres”.[12]
El autor, recogiendo las diversas tipologías que se han delineado para analizar la función, así como el quehacer del intelectual y el deber ser del mismo, se refiere a la de Raymond Aron en El opio de los intelectuales.
La controversia permanente sobre la tarea del intelectual, con sus diversas definiciones, entre la fidelidad a los valores últimos y la exigencia de cambiar el mundo, es lo que para Bobbio muestra la ambigüedad del problema y la dificultad de la solución, ya que corresponden a la presencia simultánea de dos ciudades, la de Dios y la de los hombres, la de los seres racionales y el Estado que no puede prescindir de la coacción para conseguir la obediencia que deben conseguir para convivir.
Concluye que generalmente que el enfrentamiento se supera, porque una exigencia olvida la otra y quien vive según sus principios, se olvida de las consecuencias por lo cual su acción noble puede ser estéril mientras que el que actúa según las consecuencias no se preocupa por los principios. “Por ello, el enfrentamiento se puede solucionar cada vez, pero nunca superar definitivamente. Y mientras el enfrentamiento exista, se seguirá discutiendo sobre el problema de los intelectuales”.[13]
La bárbara civilización
La dificultad no consiste en saber cómo pagar la deuda, sino en cómo hacer para no aumentarla (…) En los países nuevos en que la habilidad abunda más que el juicio, se da frecuentemente el nombre de empréstitos para obras públicas a lo que en realidad son obras públicas para empréstitos. Así tan ´pronto como el empréstito es conseguido, la obra pública queda sin objeto. Cuanto más irrealizable, mejor sirve la obra a su objeto, que es el empréstito en sí mismo y no la obra.
Juan Bautista Alberdi[14]
Si bien Alberdi escribió El crimen de la guerra en 1872, por ser antibelicista y por su oposición a la guerra de la Triple Alianza, también llamada de Triple Infamia, podríamos trasladar sus dichos al siglo XX y XXI a las guerras que desataron los poderosos países hegemónicos contra países como Vietnam, Siria, Libia, Irak, Afganistán, Irán o Palestina, así como a Cuba o Bolivia y tantas otras injerencias en Nuestra América en la búsqueda permanente de empréstitos o préstamos para la reconstrucción de lo destruido con la excusa de “civilizar” o de lograr el “déficit cero”, como en Grecia y ahora en plena pandemia a Venezuela.
Continuaba Alberdi sosteniendo que la guerra es en nombre de la civilización y que “de la guerra es nacido el gobierno militar, que es gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte se ha hecho que lo que es fuerte sea justo…Estos actos son crímenes por las leyes de todos los países del mundo. La guerra los sanciona y los convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser la guerra el derecho del crimen…”[15]
Jauretche acertó al descubrir que el gaucho de ayer tenía el mismo fuego reivindicatorio de lo nacional y popular, y se proyectó hacia el futuro en el obrero de hoy.
Ya vivimos esta disyuntiva muchas veces con la polémica sarmientina entre civilización ajena o barbarie propia. En esa cruzada bárbara, para civilizarnos, Sarmiento proclamaba en una carta a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla, incivil, bárbara y ruda es lo único que tienen de seres humanos”.
Sin embargo, el historiador Rodolfo Puiggrós[16] nos enseñaba en su artículo Elogio del gaucho, publicado en México en 1975, que a pesar de la soberbia de los gobernadores coloniales que los llamaban a los gauchos “mozos perdidos”, los jesuitas “los presentaron en sus cartas anuas como gentes maravillosamente hábiles en las tareas rurales, afectos a la vida familiar y social”
Rodolfo Puiggrós, que repetía incansablemente que no había que “conceptuar conceptos” y que teníamos que conceptuar la realidad para transformarla, continuaba su elogio al gaucho mientras otros, desde la izquierda, polemizaban con categorías europeas discutiendo si nuestro modo de producción era feudal o pre capitalista. Rodolfo sostenía que era un “modo de producción gauchesco”.
En el mismo artículo afirmaba que los gauchos habían sido los soldados del ejército libertador de San Martín, que cruzaron la cordillera de los Andes uniéndose a sus hermanos para liberar a Chile y Perú. También acompañaron en defensa de las fronteras “a sus más de cien caudillos (el uruguayo Artigas, el salteño Güemes, los altoperuanos, hoy bolivianos, y a muchos otros)…Los “pestíferos gauchos de las montoneras y republiquetas hicieron morder el polvo a los perfumados generales godos, servidores del rey de España”[17]
Citaba la Description Geógraphique et Statique de la Confederation Argentine de 1860, donde Martín de Moussy sostenía que los gauchos eran “prodigios de fuerza, de sobriedad, de paciencia y agilidad… preferibles a los jornaleros europeos para los trabajos que practicaban desde la infancia”.
Concluye que Arturo Jauretche acertó al descubrir que el gaucho de ayer tenía el mismo fuego reivindicatorio de lo nacional y popular, y se proyectó hacia el futuro en el obrero de hoy. A partir de la metamorfosis del gaucho en obrero, el Estatuto del Peón, establecido por Perón en 1945, fue la primera conquista de los trabajadores rurales.
¿Por qué ahora, en pleno siglo XXI, se realizan las guerras mediáticas o judiciales cambiando de nombres la warfare por lawfare? ¿Sólo para mantener la hegemonía geopolítica?
El malinchismo porteño no se enteró que el comunismo no existe más
El castigo de los gobernantes que han provocado y comenzado la guerra, como reparación de su crimen de lesa humanidad, sería más justo y más eficaz como medio de prevenir su repetición, que lo serán jamás las indemnizaciones pecuniarias que, debilitando al pueblo, afirman y robustecen el poder de los opresores.
Juan Bautista Alberdi[18]
El malinchismo, o la Maldición de Malinche, se refiere a la admiración al conquistador, ya que la Malinche era la indígena que tuvo un hijo de Hernán Cortés, que había conquistado México. Sostiene el malinchismo que admira a la raza blanca, a los rubios, pero desprecia a su raza.
En tiempos contemporáneos admiran a los países hegemónicos y en nuestro país a los sajones, ya que las invasiones inglesas fueron rechazados por los criollos. En esta época, quienes admiran a los sajones, como a los ingleses o quizás a los europeos, desprecian a su pueblo y parecen desconocer que tanto Estados Unidos como Europa han tenido y siguen teniendo no sólo miles de fallecidos sino también de infectados por no cuidar a su pueblo.
Las guerras, aparte de utilizar o gastar en armamento bélico de todo tipo para multiplicar los millones de los productores de parafernalia bélica, causan problemas políticos entre o dentro de diversos países. Pero la parafernalia bélica también expira como los alimentos o medicamentos. El armamento se consume tirando misiles, balas, bombas (que también expiran) y si no se consumen, la industria armamentística no podría seguir con la ampliación de su capital y sus beneficios.
¿Por qué ahora, en pleno siglo XXI, se realizan las guerras mediáticas o judiciales cambiando de nombres la warfare por lawfare? ¿Sólo para mantener la hegemonía geopolítica? ¿O también para enriquecimiento propio y a su vez endeudar a los países en pleno desarrollo del capital financiero? Si bien en inglés war quiere decir guerra y se sostiene que el warfare son los modos o tipos de guerras química, bacteriológica y otras, fare significa tarifa o precio o costo.
Por eso podríamos plantear que no se refiere solamente a los tipos de guerras, sino también a su costo o precio. El costo es la destrucción de vidas humanas, de préstamos ulteriores para reconstruir lo destruido, de asesinar líderes u opositores políticos, así como los costos políticos de los procesos judiciales a los líderes políticos de los modelos nacionales y populares de América Latina, y otros sectores como la industria nacional o los trabajadores jaqueados y echados por el capital financiero para obtener más ganancias.
Así como los gauchos no eran bárbaros, nos preguntamos sobre la barbarie que desatan las cruzadas civilizatorias actuales.
Así logran someter a más del 90 por ciento de la población mundial en la pobreza, y así pueden acrecentar la riqueza del 1% de los ganadores a través de la judicialización, la acusación de corrupción y el consecuente desprestigio a través de los medios que bien se podría llamar mediafare.
Por todos los medios, la warfare, el lawfare o el mediafare, los poderes hegemónicos del capital financiero derrocan gobiernos y desprestigian a quienes creemos que la cultura y la civilización tienen la ley de la gravedad que nos ata a la tierra, a pesar de la transnacionalización mediática de la globocolonización de pautas culturales y sobretodo de las mercancías o simplemente para imponer ciertas modas.
Kusch[19] planteaba que se trata de un pensamiento geocultural, condicionado por el lugar donde se entrecruzan lo geográfico con lo cultural, con las costumbres, las tradiciones o las creencias. Y no hay una “razón pura” universal de las costumbres.
Por eso el historicismo ya nos alertaba, como se preguntaba Vico, que si lo humano tiene algo de significado, debe haber algo en común que, con imaginación y esfuerzo, logre “comprender” otras culturas. Para Berlin, que plantea que fue Giambattista Vico el padre del concepto moderno de cultura y de lo que podríamos llamar pluralismo cultural[20], el método viquiano es el mismo que el de los antropólogos sociales modernos intentando comprender las “elaboraciones imaginativas” que podríamos llamar construcciones simbólicas de otros pueblos y otras épocas sin rechazarlas por bárbaras o irracionales.
Así como los gauchos no eran bárbaros, nos preguntamos sobre la barbarie que desatan las cruzadas civilizatorias actuales. Y nos volvemos a preguntar ¿quiénes son los bárbaros?, ¿son aquellos que creen que el tenedor es mejor que los palillos chinos, o los que desatan guerras con la excusa de liberar del uso del velo a las mujeres musulmanas? Las tradiciones, las costumbres, las religiones y la cultura surgen del proceso histórico de los pueblos en cada época y en cada lugar, y no surgen de la razón pura universal. ¿No les bastó destruir la civilización y cultura maya, incaica o azteca en Nuestra América durante el colonialismo español entre otras?
Kusch también planteaba que la objetividad depende en gran medida del sujeto, y por lo tanto la objetividad “no hace sino cumplir con el modo de ver que tiene el sujeto”[21]. Es así que para el autor es un “problema categorial” o sea desde dónde pensamos y las categorías que utilizamos. Concluye que no se trata de haber visto sino del “modo de ver” la realidad. Se trata entonces de invertir la relación, en vez de ir del “pensamiento a la realidad”, hay que penetrar la realidad y luego inferir lo que hay que hacer.
O nos sometemos a la cruzada bárbara civilizatoria o defendemos la dignidad, la cultura y la soberanía de nuestros pueblos.
Como sostenía Puiggrós, en vez de conceptuar conceptos hay que conceptuar la realidad. Desde la asunción de López Obrador ante los representantes indígenas, algunos se preguntan ¿por qué se respeta y continúa con ese ritual? Parecen no reparar que los mismos colonizadores que conquistaron el territorio de Nuestra América en el siglo XV, continúan en pleno siglo XXI teniendo reyes y reinas y monarquías sustentadas por los ciudadanos ingleses, españoles u holandeses, aceptando la sangre azul para heredar el poder. No se cuestionan los cuentos de princesas pero sí se cuestionan las muñecas indígenas que sobrevivieron a la masacre desde el siglo XV. ¿Habría que civilizar a aquellos países que siguen con monarquías?
Volvemos a preguntarnos, si no se cuestionan los impuestos para sostener una “realeza” con sus ceremonias y sus oropeles, ¿por qué se cuestiona en nuestros países que los impuestos se utilicen para sustentar la educación pública, las universidades, la salud pública o las pensiones a la vejez?
En 1888, en Santo Domingo, Eugenio María de Hostos decía que la “civilización es más que racionalización”. Para él la civilización es conscifacción[22] que sería el conjunto de actos voluntarios para hacerse más conscientes. Porque todo “proceder de la razón de menos a más, es proceder de menos conciencia a más conciencia, y en vez de hacerse más consciente a medida que se hace más racional, el hombre de nuestra civilización se hace más malo cuanto más conoce el mal, o se hace menos bueno cuanto más conoce el bien, ó se hace más indiferente al bien cuanto mejor sabe que el destino de los seres de razón consciente es practicar el bien para armonizar los medios con los fines de la vida”.
Hostos afirma que “civilizar no es desolar”, pero su país, Puerto Rico, terminó como una estrella más en la bandera estadounidense, el país que sigue asolando el planeta entero con la racionalidad del capitalismo financiero, pero sin conciencia y menos aún moral.
Por eso seguimos creyendo que continúa la barbarie civilizatoria que padece Nuestra América. Pero también sobrevive la “Maldición de Malinche”, y por eso parecería que seguimos en la encrucijada del siglo XIX: o nos sometemos a la cruzada bárbara civilizatoria o defendemos la dignidad, la cultura y la soberanía de nuestros pueblos.
Dignidad de los seres humanos y soberanía nacional y popular
El 10 de diciembre de 1948, después de la Segunda Guerra Mundial, la Organización de las Naciones Unidas hizo la Declaración Universal de Derechos Humanos donde establecen que todos los seres humanos nacemos libres e iguales, en dignidad y derechos, sin distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, nacionalidad, opinión política, posición económica o cualquier otra distinción.
La primera Constitución emanada después de dicha Declaración fue la de 1949, donde se establece la dignidad de los trabajadores. Sin embargo, dicha carta magna fue derogada por la dictadura de Aramburu, por una proclama militar en 1956, después de un golpe de Estado contra el gobierno democrático, por lo que se volvió a la Constitución de 1853, casi un siglo atrás.
Cuando hablamos de dignidad de las personas y de soberanía nacional creemos que la mejor definición es la posibilidad de decidir autónomamente su propio destino.
Sin embargo, aún existe el artículo 14 bis de 1957 que establece: El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador: condiciones dignas y equitativas de labor; jornada limitada; descanso y vacaciones pagados; retribución justa; salario mínimo vital móvil; igual remuneración por igual tarea; participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; protección contra el despido arbitrario; estabilidad del empleado público; organización sindical libre y democrática reconocida por la simple inscripción en un registro especial.
El Estado otorgará los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter de integral e irrenunciable. En especial, la ley establecerá: el seguro social obligatorio, que estará a cargo de entidades nacionales o provinciales con autonomía financiera y económica, administradas por los interesados con participación del Estado, sin que pueda existir superposición de aportes; jubilaciones y pensiones móviles; la protección integral de la familia; la defensa del bien de familia; la compensación económica familiar y el acceso a una vivienda digna.
La actual Constitución también sostiene el principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno, así como ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional.
Recordamos la Declaración Universal de Derechos Humanos después de la Segunda Guerra Mundial y la Constitución Argentina vigente, para qué sepamos que propone y establece sobre la dignidad de todos los seres humanos, así como sobre la soberanía nacional y popular.
Cuando hablamos de dignidad de las personas y de soberanía nacional creemos que la mejor definición es la de capacidad de decisión individual o de un Estado Nacional. O sea la posibilidad de decidir autónomamente su propio destino.
Pero se puede definir, por su contrario, cuando una persona no tiene posibilidades económicas, sociales o familiares y por lo tanto no tiene autonomía, o cuando un Estado no es independiente y le fijan el rumbo que debe seguir en su modelo económico y social, porque está endeudado y los acreedores creen que pueden doblegar al Estado para imponerle un modelo económico y social.
¿Qué sucede con los Estados Nacionales para que sean soberanos, si los atan con cadenas financieras y exigen que paguen deudas contraídas en forma ilegítima?
Así sucedió desde que se crearon los Estados nacionales y así decidieron a partir de los Estados imperiales o hegemónicos, o como quieran llamarlos. Así se creó la desigualdad de las riquezas internas y también a través de diversas guerras y colonizaciones, la sujeción de los países y la expoliación de territorios.
La democracia en América Latina está jaqueada ahora por la instrumentalidad del poder judicial y del poder mediático. Para algunos es un nuevo Plan Cóndor para reimplantar el neoliberalismo y retrotraer las conquistas de los derechos civiles y sociales ampliados por los anteriores gobiernos democráticos.
Y ¿qué sucede con los Estados Nacionales para que sean soberanos, si los atan con cadenas financieras y exigen que paguen deudas que contrajeron otros sin el aval del Congreso Nacional que reúne a todos y todas los representantes de todos los sectores políticos?
A modo de conclusión
Nosotros y nosotras sabemos nuestras pasiones por la justicia social y la soberanía nacional, y la explicitamos frente al neoliberalismo, ya que la pandemia también es racista e injusta y por el momento la única solución posible, no científica. Pero aceptamos que no sabemos siquiera, cómo el mundo entero, cuál será el futuro.
Los gobiernos deciden cuidar o no cuidar a los más vulnerados por la distribución de la riqueza. Nuestro gobierno nacional ha decidido cuidar al pueblo, mientras otros en vez de cuidar, deciden abstenerse con las consecuencias sabidas. Mientras nuestro malinchismo porteño hace cacerolazos y opina sin saber, otros intelectuales y periodistas reflexionan, pero no deciden ni tienen posibilidad ni responsabilidad de decidir.
Algunos gobiernos tienen la ética de la convicción de seguir priorizando la economía y no se hacen responsables por las muertes de su pueblo, sin certezas de que la economía se restablezca. Nuestro gobierno tiene la ética de la convicción que la salud del pueblo es más importante que la economía y la ética de la responsabilidad sigue siendo continuar con la cuarentena, aunque no haya certezas de lo que vendrá.
Por el momento los opinólogos y los reflexivos o intelectuales según su incomodidad y su posición política, seguirán con sus convicciones. Se olvidaron, parece, de los 30.000 desaparecidos que perdieron la vida durante la última dictadura, y quienes perdimos años de estudio, de trabajo y de aislamiento de nuestras familias por estar en otros generosos países sin poder regresar a la Patria. Ahora no quieren estar aislados diciendo que es la cuarentena más larga del mundo, cuando sabemos que muchos países europeos empezaron mucho antes.
Mientras tanto, los y las científicas trabajan para descubrir una vacuna y producir lo necesario para atacar el virus; el gobierno argentino cuida la salud del pueblo más vulnerado y más vulnerable; y los y las trabajadores de la salud trabajan incansablemente en el cuidado de todas las personas. Nos guste o no, estamos en estado de emergencia pública y eso significa que nadie se salva solo.
Creemos que ni la ciencia médica es la salud, ni la ciencia del derecho significa la justicia, ya que la realidad no es científica, que hay hombres y mujeres en nuestro país que trabajan para cuidar y mejorar la salud y la justicia.
Pero también sabemos que no tenemos la responsabilidad de gobernar, y como poetizó Zitarrosa, no hay adivino ni rey que nos pueda marcar el camino. Por eso, como nos dijo García Márquez, concluimos parafraseando al que se quejaba de no poder desembarcar por la peste: podemos perder una primavera y muchas otras cosas, pero aún así floreceremos y llevaremos la primavera dentro nuestro y nadie nos la podrá quitar.
[1] Ferrater Mora: Diccionario de filosofía, Alianza, Madrid, 1984
[2] Weber, Max: El político y el científico, Coyoacán, México, 2000.
[3] ibidem
[4] ibidem
[5] ibidem
[6] Bobbio, Norberto: La duda y la elección, Paidós, Barcelona, 1998.
[7] ibidem
[8] ibidem
[9] ibidem
[10] ibidem
[11] op.cit
[12] op.cit
[13] ibidem
[14] Alberdi, Juan Bautista: El crimen de la guerra, Bs. As, Sopena, Argentina, 1957
[15] Juan B.Alberdi/: Cartas Quillotanas, Domingo F. Sarmiento/ Las ciento y una, dirigido por Felipe Pigna, Buenos Aires, Emecé, 2011
[16] Puiggrós, Rodolfo: Elogio del gaucho, homenaje al Martín Fierro en su 103 aniversario, Diario “El Día”, 12 de abril, 1975, México
[17] ibidem
[18] Op.cit
[19] Kusch, Rodolfo: Esbozo de una antropología filosófica americana, Fundación Ross, Rosario, 2012
[20] Berlin, Isaiah: El fuste torcido de la humanidad, Península, Barcelona, 2002
[21] Op.cit
[22] Eugenio María Hostos: Moral Social, Bailly Balliere e hijos, Madrid, 1906
El autor se excusa por el neologismo por no haber encontrado vocablos más eufónicos