La Ley Micaela establece la capacitación obligatoria en género para todas las personas que integran los tres poderes del Estado nacional, así como para los distritos e instituciones que adhieran. Sancionada en 2018, lleva el nombre de Micaela García, una joven entrerriana que fue víctima de femicidio en 2017.
Junto a la Fundación Micaela García “La Negra”, Contraeditorial presenta una serie de artículos con un recorrido por los antecedentes históricos y normativos, los conceptos centrales y las preguntas urgentes que hacen a la capacitación y sensibilización en materia de género.

Con nombre propio
El primero de abril de 2017, en la localidad entrerriana de Gualeguay, Micaela García, una joven de 21 años, fue secuestrada, violada y asesinada por Sebastián Wagner, quien tenía antecedentes penales por abuso sexual pero gozaba de libertad condicional. Micaela era militante del Movimiento Evita y del Ni Una Menos. Una chica llena de vitalidad, de ideas y de compromiso cotidiano con sus convicciones.
Carlos Rossi, el juez de Entre Ríos que liberó a Wagner, desoyó varios informes técnicos que lo desaconsejaban. Y un día antes del femicidio de Micaela, la policía de Gualeguay no había tomado la denuncia que el padre de una menor quiso radicar contra Wagner por intento de abuso a su hija.
Las imágenes de Micaela, que luego se multiplicaron en pancartas, remeras y pintadas, la muestran sonriente y militando, dos aspectos esenciales de su personalidad. Cuando las circunstancias de su asesinato tomaran estado público, el pedido de justicia de su familia y sus amistades se transformó en una consigna que puso en primer plano el profundo déficit en perspectiva de género de quienes integran los diversos estamentos del Estado, y las consecuencias que eso acarrea.
Como suelen decir Andrea Lescano y Néstor “Yuyo” García, la mamá y el papá de Micaela: “Estamos convencidos de que hubo al menos tres instancias en el proceso previo de lo que le sucedió a nuestra hija que podrían haber evitado su muerte”.
Las cifras de femicidios en el país hablan de una mujer asesinada por esta razón cada 31 horas.
Por eso la ley 27.499, sancionada por el Congreso nacional el 19 de diciembre de 2018, lleva el nombre de esta joven, como símbolo y recordatorio. Establece la capacitación obligatoria en temas de género y de violencia por motivos de género para todas las personas que integran los tres poderes del Estado nacional: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Alcanza a todo el personal, cualquiera sea su nivel, jerarquía o tipo de contratación. En poco tiempo, adhirieron las 23 provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, además de municipios, universidades y otras entidades públicas y privadas.
Las cifras de femicidios en la Argentina, donde una mujer es asesinada por esta razón cada 31 horas, y el 68% de las veces en su propio domicilio, remarcan una y otra vez que la capacitación en género aparece como una necesidad de toda la sociedad, donde corresponde al Estado y a quienes lo integran dar el primer paso.
Capacitar al Estado
La Ley Micaela vino a sumarse a una larga tradición de luchas por la conquista y la ampliación de derechos para sectores postergados de la sociedad, donde se inserta un movimiento feminista que, junto a una rica y extensa historia, muestra un presente de gran potencia en países como la Argentina.
Es una ley que busca, a su vez, hacer cumplir otras leyes. Es decir, al capacitar a quienes diseñan y aplican las políticas públicas, crea las condiciones para que el corpus normativo en materia de género y derechos humanos se vuelva una realidad efectiva, partiendo de la certeza de que no alcanza con la sanción de un instrumento jurídico, sino que hace falta vencer los obstáculos, desigualdades y prejuicios que en la práctica instaura el patriarcado.
Para eso, la Ley Micaela trabaja sobre quienes deben hacer valer las garantías tuteladas por normas –tanto locales como regionales e internacionales– cuya misión es lograr una sociedad más justa, para reducir la desigualdad de género y salvar vidas, en un proceso que implica incorporar conceptos así como desarrollar una sensibilidad. Su abordaje propone y permite desmontar costumbres impuestas y naturalizadas por el sistema heteronormativo, que están en la base de las violencias hacia las mujeres y las disidencias sexo-genéricas.
Aunque mucho se destaque su carácter obligatorio, esta norma también constituye un derecho, una invitación a hacerse preguntas y repensar hábitos sobre los que se asienta el mundo patriarcal. Un espacio desde el cual volver a mirarnos con una distancia que ponga en cuestión nuestras conductas. Es decir, adquiriendo una perspectiva de género.
La Ley Micaela vino a decirles a todos quienes integran el Estado, sin importar el escritorio que ocupan o el estamento donde se desempeñan, que deben volverse agentes de un cambio en pos de los derechos humanos, para dejar de ser parte y sostén de un círculo que repite la injusticia contra las mujeres y las diversidades.
A continuación, proponemos un breve recorrido por tres tratados internacionales considerados fundamentales en materia de género y que en su momento fueron incorporados por la legislación Argentina. Están en el origen mismo de una herramienta tan estratégica como la Ley Micaela, que a su vez llegó para recordarles al Estado y a sus integrantes los compromisos asumidos a través de esos instrumentos.
Tres pilares: CEDAW, Belém do Pará y Yogyakarta
Fue en la década del 70 cuando la histórica lucha de los movimientos feministas comenzó a ganar centralidad en el debate de los organismos multilaterales. Un hito de ese proceso, por el cual la temática de la violencia de género se puso en la agenda global, fue la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés).
Sancionada por la ONU en 1979, esta Convención constituye una pieza central en el reconocimiento de derechos de género, así como de las obligaciones estatales al respecto. La Argentina suscribió este tratado en 1980, lo aprobó en 1985 y, con la reforma de 1994, le dio rango constitucional.
La CEDAW inscribe a la violencia dentro de las formas de discriminación por motivos de género y la entiende como resultado de relaciones desiguales de poder. Así se refiere a “toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil”, sobre la base de su igualdad con el hombre, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra.
Este tratado obliga a los Estados Partes a “seguir, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, una política encaminada a eliminar” estas prácticas, con una perspectiva transversal a todos los ámbitos, a la vez que les pide “modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas”. Es decir, la CEDAW espera de los países normas como la Ley Micaela.
Otro instrumento basal es la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará), adoptada en 1994 por la Asamblea de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Aprobada por la Argentina en 1996, su relevancia radica en haber sido el primer tratado de este rango en ocuparse de manera puntual de la violencia contra las mujeres, a la que define como “una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales” que “limita total o parcialmente a la mujer el reconocimiento, goce y ejercicio” de esas garantías, en lo que constituye “una ofensa a la dignidad humana y una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres”.
Incluye en esa categoría “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”, alcanzando la “perpetrada o tolerada por el Estado o sus agentes, donde quiera que ocurra”. Entre otros puntos destacados, precisa que el agresor puede compartir domicilio con la mujer en situación de víctima o haberlo hecho en el pasado.
La Convención de Belém do Pará obliga a los Estados Partes a “adoptar, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, políticas orientadas a prevenir, sancionar y erradicar dicha violencia”, en el entendimiento de que eliminar estas prácticas contra la mujer “es condición indispensable para su desarrollo individual y social y su plena e igualitaria participación en todas las esferas de vida”.
Al igual que la CEDAW, también estimula herramientas como la Ley Micaela, ya que pide a los países adherentes “fomentar la educación y capacitación del personal en la administración de justicia, policial y demás funcionarios encargados de la aplicación de la ley, así como del personal a cuyo cargo esté la aplicación de las políticas de prevención, sanción y eliminación de la violencia contra la mujer”.
En la década del 70, la lucha del feminismo ganó centralidad en los organismos multilaterales.
La tríada de instrumentos internacionales que obligan a la Argentina a desarrollar su política de género se completa con los Principios de Yogyakarta, un documento elaborado en 2007 por un comité de expertos y expertas a pedido de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos.
Se trata de un decálogo de 29 nociones y recomendaciones sobre cómo aplicar la normativa en materia de derechos humanos en lo referido a la orientación sexual y la identidad de género, así como a la expresión de género y la diversidad corporal, a partir de estándares que los Estados deben seguir.
Los Principios de Yogyakarta señalan que “los seres humanos de todas las orientaciones sexuales e identidades de género tienen derecho al pleno disfrute de todos los derechos humanos”, y pide a los Estados adherentes reflejar ese criterio en sus instrumentos jurídicos, así como impulsar “programas de educación y sensibilización para promover y mejorar” su aplicación.
El documento sostiene que “la ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva” ante situaciones de vulneración que incluyen “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en la orientación sexual o la identidad de género que tenga por objeto o por resultado la anulación o el menoscabo del reconocimiento, goce o ejercicio, en igualdad de condiciones, de los derechos humanos y las libertades fundamentales”.
Desde una perspectiva interseccional, se reconoce que estas vulneraciones pueden verse agravadas por la discriminación basada en otras causas, “incluyendo el género, raza, edad, religión, discapacidad, estado de salud y posición económica”. También se indica que quien sufra esta violencia “tiene derecho a que a las personas directa o indirectamente responsables, sean funcionarios o funcionarias públicas o no, se les responsabilice por sus actos de manera proporcional a la gravedad de la violación”. De esta forma, primero la CEDAW y luego la Convención de Belém do Pará y los Principios de Yogyakarta sentaron las bases, fruto de su incorporación al corpus legislativo nacional, para la emergencia de una norma como la Ley Micaela.
Recursario
Dónde obtener información, pedir ayuda y denunciar
- Línea 144: atención a víctimas de violencia de género
- Línea 137: atención a víctimas de violencia familiar y sexual
- Línea 911: emergencias
- Fundación Micaela García “La Negra”: (03442) 15-64-8744, fundacionmicaelagarcia@gmail.com.
- Unidad Fiscal Especializada de Violencia Contra las Mujeres:
(+54 11) 6089-9074/9000, interno 9259. Mail: ufem@mpf.gov.ar. - Oficina de Violencia Doméstica (OVD): (+54 11) 4123-4510 al 4514.
- Centros de Atención para Mujeres y LGBTI+: en todo el país, se pueden buscar los centros en www.argentina.gob.ar/generos/centros-de-atencion-para-mujeres-y-lgbti.