Con su reciente profecía golpista, al afirmar que no habrá elecciones el año próximo, Eduardo Duhalde sigue siendo coherente con su trayectoria política. De la “Maldita Policía” de los crímenes de Cabezas, y de Kosteki y Santillán a sus deseos destituyentes de hoy, el vínculo del ex presidente provisional con los uniformados es una constante en su historia. Aquel oculto acto en su juventud no deja lugar a dudas.
El primer día de septiembre trajo 10.504 nuevos casos de coronavirus y 259 muertos, ascendiendo a 428.239 la cifra de contagios y a 8.919 los fallecidos en todo el país desde el inicio de la pandemia. Tal era el marco sanitario donde transcurría la gesta del bloque de Juntos por el Cambio (JxC) para imponer en la Cámara Baja sesiones presenciales con 257 legisladores que se apretujarían en el recinto parlamentario. Y afuera, ya bajo la lluvia de la madrugada, una gran escena: la fantasmagórica figura del comediante Alfredo Casero al revivir de modo involuntario algún sketch de su programa De la cabeza ante un grupo de opositores tan escasos como belicosos, con el propósito de arengarlos sobre el carácter totalitario del protocolo de aislamiento.
¿Acaso lo más atroz de la tragedia argentina es su estructura de chiste?
De ser así, el ex presidente interino Eduardo Duhalde deslumbró en este show con su papel de telonero.
“Esto puede terminar en una guerra civil”, vaticinó Duhalde tras poner en duda las próximas elecciones.
Fue días antes, al sorprender a los televidentes con su visita al programa Animales sueltos, de América TV; allí soltó: “Es ridículo que piensen que el año que viene habrá elecciones. ¿Por qué habría elecciones?”.
Y seguidamente, dijo: “Hay un record. La gente no lo sabe o lo olvida, pero entre 1930 y 1983 hubo 14 dictaduras militares” (En realidad fueron seis los derrocamientos de gobiernos constitucionales, y él engordó tal cifra con ocho recambios de cúpula en dictaduras).
Muy fastidiado por la incredulidad del conductor Luis Novaresio, y con la boca más ladeada que nunca, ese hombre de 78 años vaticinó: “Esto puede terminar en una guerra civil”.
Quiso el destino que, en aquel preciso momento, el flogger Javier Milei expresara un vaticinio idéntico al ser entrevistado en otro canal. Y no fue un hecho menor que ambos coincidieran con el artífice de la santa alianza entre la UCR y el PRO, Ernesto Sanz, quien el 21 de agosto, en un encuentro virtual con Patricia Bullrich, dijo que “ya le estamos soplando la nuca al peronismo”, para después permitirse una pregunta retórica: “¿Cuánto tiempo más demora esto en explotar?”

Pero quizás por una injusticia distributiva, los dichos del “Cabezón” –tal como sus allegados lo llaman a Duhalde– tuvieron más resonancia que los de sus colegas de parecer. Lo cierto es que fue él quien capitalizó el repudio del arco político y social, incluyendo muchos funcionarios de primer nivel, todos los organismos de derechos humanos y hasta algunos dirigentes opositores.
¿Es posible que en realidad incurriera en uno de sus célebres “globos de ensayo”, en sintonía con el viejo hábito que supo cultivar cuando gobernaba la provincia para así medir la reacción de la gente ante sus decisiones?
Sea como fuere, su reciente profecía fue tan desafortunada que terminó por reconocer que estaba “muy afectado psicológicamente por la cuarentena”, para luego agregar: “No estoy exento de temas psicóticos”.
Moraleja: mucho peor que la soledad del poder es la soledad de quienes ya no lo tienen.
“No estoy exento de temas psicóticos”, terminó reconociendo después de su profecía golpista.
Una inmejorable ocasión para repasar ciertos hitos de su trayectoria, la cual en sus orígenes contiene un episodio que él siempre intentó ocultar. Pero dejemos aquello para el final.
El bombero
Durante el alba del 25 de enero de 1997, el cuerpo aún humeante del reportero gráfico de la revista Noticias, José Luis Cabezas, fue hallado por un paisano en una cava situada a tres kilómetros de Pinamar, junto al camino de tierra que desemboca en la laguna Salada Grande.
El gobernador Duhalde pasó poco después por allí, en tránsito hacia su jornada de pesca. Y exclamó: “¡Me lo tiraron a mí!”.
A esa hora, policías y peritos habían convertido el escenario del crimen en un confuso predio sin acordonar, pisoteado y ofrecido a los turistas.

Los noticieros ya difundían los primeros datos de lo sucedido. Y en la opinión pública corría una mezcla de estupor y furia, de desconcierto y mala espina a medida que afloraba el horror de aquella muerte: la cava, el auto, las esposas, el disparo y el fuego.
El nombre del magnate postal Alfredo Yabrán acudió de una forma casi pavloviana a la mente de quienes conocían el trabajo del fotógrafo. Es que las amenazas veladas, los neumáticos cortados, los vidrios rotos, los aprietes y los balas eran la manera de comunicación del empresario con la prensa. Y para Cabezas, casi un lugar común debido a las imágenes que había logrado sacarle unas semanas atrás, al salir con su señora del mar.
Pero también estaba la animosidad de La Bonaerense hacia él; al fin y al cabo, una foto suya del emblemático comisario Pedro Klodczyk ilustró la tapa de la revista sobre la “Maldita Policía”.
Por lo tanto, la investigación derivó en una auténtica puja de hipótesis: la “pista policial” y la “pista Yabrán”. En medio de un rebuscado repertorio de operaciones cruzadas, Duhalde se jugó a fondo por esta última creencia.
La Masacre de Ramallo sepultó sus aspiraciones presidenciales. De la Rúa le ganó las elecciones por más de 10 puntos.
No tuvo otra alternativa; durante el año anterior una serie de escándalos protagonizados por los “patas negras” –como se los llama a los efectivos de la mazorca provincial– habían enturbiado su gestión. Y no podía darse el lujo de que La Bonaerense fuera la culpable del asesinato que conmovía al país.
Al final la correlación de fuerzas lo favoreció. Ya se sabe que una banda de lúmpenes (Los Horneros) y cuatro policías al servicio del empresario fueron condenados por el crimen, junto a su jefe de seguridad, en tanto que Yabrán se voló la cara de un escopetazo antes de ser arrestado. Pero aún hoy se sospecha que el rol de La Bonaerense en el asunto fue más orgánico y extendido.
Desde entonces Duhalde masticó una certeza: si no saneaba a la Maldita sus aspiraciones presidenciales se irían a pique.
Estaba en lo cierto: en septiembre de 1999 la denominada Masacre de Ramallo –tal como se bautizó el asesinato policial de pistoleros y rehenes del asalto al Banco Nación en esa ciudad– lo privó de ese honor, dado que en las elecciones del 24 de octubre el radical Fernando de la Rúa le ganó por más de 10 puntos, y él tuvo que conformarse, luego, con una banca en el Senado.

Claro que la vida le dio una revancha en la crisis de 2001, cuando –tras huir De la Rúa de la Casa Rosada en helicóptero– le toco reemplazar a sus tres fugaces sucesores, Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Caamaño, en la presidencia provisional del país.
En el palacio de la calle Balcarce 50 se sentía a sus anchas, al igual que en su rol de bombero nacional.
Pero para la fatalidad él era una pieza de caza mayor.
Duhalde sabía mejor que nadie la malquerencia que los “porongas” de La Bonaerense son capaces de profesar hacia una conducción política con la que están indispuestos. Y es muy probable que él haya decidido abandonar la administración provincial y afincarse en la Quinta de Olivos justamente con el ilusorio objetivo de olvidar a esos seres. Pero el largo brazo de La Bonaerense lo siguió acechando. Tanto es así que la masacre del 26 de junio de 2002 en el Puente Pueyrredón, de Avellaneda, truncó definitivamente su destino.
Aquel día, la incompetencia brutal de quienes debían vigilar los cortes en la zona derivó en el asesinato de dos piqueteros desarmados –Maximiliano Kosteki y Darío Santillán– ante un número impreciso de testigos, algunos con cámaras fotográficas y de TV. Los Patas Negras habían dado la nota otra vez.
Después de los asesinatos de Kosteki y Santillán, Duhalde optó por anticipar las elecciones de 2003.
Duhalde estuvo a punto de abdicar ese mismo miércoles. Finalmente optó por anticipar las elecciones para el 27 de abril de 2003.
Veintiocho días después, Néstor Kirchner asumió la presidencia.
Y Duhalde regresó a Banfield con su secreto a cuestas.
El informante
En este punto es necesario retroceder al turbulento diciembre de 1975. Por ese entonces el gobernador bonaerense era don Victorio Calabró, un sindicalista ideológicamente situado a la derecha de Atila.

Corría una mañana próxima a la Navidad cuando recibió la inesperada visita en su despacho del joven intendente de Lomas de Zamora, no era otro que Duhalde, quien por saludo le soltó:
– El ERP planea copar el Batallón de Arsenales de Monte Chingolo.
Había pronunciado aquella frase con una ansiedad casi canina.
Su interlocutor, entonces, quiso saber la fuente de tal información. Y el Cabezón, simplemente, dijo:
– Me llegó por un muchacho que anda en la joda.
De esa manera se atribuyó el mérito del dato. Pero no fue exactamente así. En realidad, el asunto había llegado a sus oídos por Rodolfo Illescas, un gremialista del peronismo ultraortodoxo que por entonces encabezaba la filial en Lomas de las 62 organizaciones.
En 1975 alertó a Calabró sobre el ataque al Batallón de Monte Chingolo. “Me llegó por un muchacho que anda en la joda”, dijo sobre su fuente.
Él, a su vez, se había enterado del plan guerrillero por la infidencia de un amigote suyo: Rafael de Jesús Ranier (a) “El Oso”, un agente inorgánico del Batallón 601 del Ejército infiltrado en la organización liderada por Mario Roberto Santucho. Desde su estructura logística, el soplón simulaba un activo papel en los preparativos del ataque.
Lo cierto es que Illescas, tras meditar sobre la trascendencia de lo que acababa de oír, corrió con premura a la casa del intendente para comunicarle la novedad. Ambos, entonces, acordaron que Duhalde transmitiría la cuestión a Calabró, quien por entonces operaba junto a los militares en su inexorable desfile hacia el 24 de marzo de 1976. La idea era que éste le fuera con el cuento al coronel Carlos Martínez, quien por entonces dirigía la poderosísima Jefatura II de Inteligencia del Ejército.
– No te olvides de aclararle a don Victorio que fui yo el que te pasó la información– le pidió Illescas a Duhalde, antes de que éste partiera hacia la residencia del gobernador.
Ahora, mientras sopesaba el asombro de Calabró, el Cabezón insistió:
– Esto me llegó por un muchacho que está en la joda.
Y tras una pausa, dijo:
– No le quepa duda, don Victorio, de que esto va en serio.
Esa frase bastó para que Calabró estirara la mano hacia un teléfono para comunicarse con el coronel Martínez. Minutos después ascendió a un vehículo oficial para dirigirse al Edificio Libertador.
En ese instante, Duhalde se despidió de él con un pedido:
– No se olvide de aclarar que fui yo el que le pasó la información.
Cuatro décadas y media después, Eduardo Duhalde se vería atrapado en una ensoñación golpista. La historia siempre se repite en forma de farsa.