La semana pasada, en un medio digital de amplia difusión, se publicó una nota que me sorprendió. Las falacias, mentiras y confusiones al servicio de la discriminación que había en ese artículo hacía mucho que no las veía en un medio tan leído. Probablemente, me había perdido las notas que esa misma autora había publicado antes, algunas de las que leí no con menos estupor. Me hizo acordar a las editoriales del diario La Nación en pleno debate de Matrimonio Igualitario en Argentina.
La autora presenta al reciente censo nacional como si hubiera sido un plebiscito sobre teoría de género, lenguaje inclusivo, educación sexual integral e identidad. Para ella, quienes no se identificaron con la X estamos en contra de todo eso. Lamento decirle que alguien –como yo– puede no elegir la categoría X como identidad de sexo y aún así estar de acuerdo en que esta sea incluida en el censo. Presenta la autora como hallazgo a favor de sus argumentos contra todos estos temas el que solo el 0.12 % utilizara la X para identificarse en esta oportunidad. Sin embargo, las organizaciones de diversidad pensamos que es una cifra enorme, en la que se expresaron casi 60 mil personas que consideran que su sexo es distinto al de “hombre” o “mujer”.
A pesar de que consideramos que hay un subregistro importante producto de la discriminación, dado que en muchas ciudades y pueblos la persona que realiza el censo puede ser tu vecina, el docente de tu hija, un familiar cercano o lejano, y entonces podría tener algún temor de identificarse con la X, y también que quienes preferimos categorizarnos con un sexo determinado sabemos que ubicarnos en una de las categorías asignadas al nacer señala otras realizades que queremos visibilizar… La verdad es que el que casi 60 mil personas hayan elegido la categoría X nos sorprendió gratamente. Y reitero, esa cifra no refleja la cantidad de personas LGBT+ ya que todas esas personas suelen identificarse dentro de las categorías binarias, ni mucho menos refleja la cantidad de personas que están de acuerdo todo lo que la autora menciona como refutado por esta cifra. Es solo la cantidad de personas que no se sienten expresadas por el binomio “hombre” o “mujer”.
La semana pasada, en un medio digital de amplia difusión, se publicó una nota que me sorprendió. Las falacias, mentiras y confusiones al servicio de la discriminación que había en ese artículo hacía mucho que no las veía en un medio tan leído.
No se nos preguntó en el censo qué opinamos sobre todos los temas que la autora decide discutir con este número, sino solo si nos identificamos como “hombres”, “mujeres” o de alguna otra forma. Yo, por ejemplo, estoy de acuerdo con la teoría de género, el lenguaje inclusivo, la educación sexual integral y el respeto por el derecho a la identidad, y contesté que me identifico con la categoría “mujer”. Mi formulario le hubiera gustado a la autora quizás, si no fuera porque mi pareja también se identificó como “mujer”.
El motivo por el que contesté que me identifico con esa categoría no es porque piense que es una categoría biológica, sino porque creo que es una categoría construida por un sistema de opresión que debemos deconstruir pero que todavía existe. Como existe todavía, a pesar de los avances en igualdad jurídica de las mujeres, siento que aún necesitamos señalar el lugar que ocupamos en esa opresión, y también visibilizar que mi “hogar” fue construido por dos personas ubicadas en el mismo lugar en ese sistema de opresión.
Esto no niega la biología. Las personas nacemos con cuerpos distintos, obviamente. Pero lo que hemos construido culturalmente como categoría “hombre” y “mujer”, los valores, funciones, expectativas que hay en esos dos conceptos, ya no tienen nada que ver con la biología ni con los cuerpos. Y no se trata solo de la construcción de “género” sino de las mismas categorías de “sexo”, “mujer/hombre”, las que se han despegado de su relación con la biología desde su nacimiento.
Las personas nacemos con cuerpos distintos. Pero lo que hemos construido culturalmente como categoría “hombre” y “mujer”, los valores, funciones, expectativas que hay en esos dos conceptos, ya no tienen nada que ver con la biología ni con los cuerpos.
En la historia de la humanidad, hay otros antecedentes en la construcción de categorías sociales, de opresión, relacionándolas a categorías biológicas. La raza es un ejemplo de esto. Se convenció a gran parte de la humanidad, en algún momento, que a partir de algunas características biológicas y étnicas las personas teníamos distintos roles, funciones y misiones en la vida. Cuando esto sucede, siempre hay un grupo que tiene la misión de servir y otro de ser servido. Así es que la raza también era una categoría que estaba en el documento nacional de identidad, porque servía para identificar –también desde lo jurídico– quiénes accedían a determinados derechos y quiénes no. Por ejemplo, quiénes podían ser esclavos y quiénes no. Quiénes podían ser vendidos y quiénes no. Todavía hoy se puede escuchar en televisión –probablemente por error– el discurso del repudio a la “trata de blancas”. Se decía así porque la trata de “negras” no era trata, era comercio legal.
¿Los seres humanos tenemos distintos cuerpos, colores, caracteres físicos, incluso distintas etnias? Sí. Nadie lo niega. Lo que negamos es una categoría que nos ordene tomando eso como la base para determinar distintos roles, funciones, misiones, expectativas, para determinar quiénes y cómo debemos ser e incluso a quiénes debemos desear o amar. Y acá es donde la categoría de sexo –que sí continúa en el DNI a pesar de la igualdad jurídica con la que ya contamos las mujeres– se parece a la categoría de raza.
Aquí les detractores de la “teoría de género” (tengo que decir que ese nombre me resulta bastante antiguo a la luz de los debates actuales pero me refiero a su contenido) también pueden decir que “hombres” y “mujeres” (si pensáramos solo en esas dos categorías) somos culturalmente distintos en base a la estadística, para llegar a la conclusión de que esas diferencias culturales en la “mayoría” de las personas son –otra vez– producto de la naturaleza. Cita la autora declaraciones de un tal Emmanuel Todd, quien habría dicho que “la monogomia, la pareja heterosexual, el eje varón mujer, es la estructura dominante estadísticamente en la especie Homo sapiens desde su aparición hace 200, 300 mil años: la familia nuclear es casi tan vieja como la Humanidad”.
¿Los seres humanos tenemos distintos cuerpos, colores, caracteres físicos, incluso distintas etnias? Sí. Lo que negamos es una categoría que nos ordene tomando eso como la base para determinar distintos roles, funciones, misiones, expectativas.
Más allá del debate que puede generar considerar la “naturaleza” dominante de la “monogamia”, si todo esto fuera producto de la naturaleza humana, me pregunto por qué desplegamos una maquinaria tan estricta y muchas veces violenta para que los “hombres” y las “mujeres” sean como “deben ser”. Basta con entrar a una juguetería y ver el sector rosa versus el sector de colores. El rosa va a estar lleno de cocinitas, planchitas, escobitas, cochecitos y otros elementos para “servir”, mientras que el de colores va a estar lleno de elementos para ejercitar la fuerza y la razón. ¿Por qué le hemos repetido tanto a los niños que “los hombres no lloran”, al punto de convertirlo casi en una frase célebre? Considero que cuando hay que machacar tanto, pero tanto, con una idea es porque esta está muy lejos de nuestros instintos o de nuestra naturaleza.
Como otro ejemplo de esto podemos decir también que la palabra “familia” proviene del latín “famulus”, que era el conjunto de esclavos pertenecientes a un solo hombre. Por lo tanto, si bien la “familia” existe hace muchos años, no podemos decir que la idea de familia hace 300 mil años, como dice el autor citado, era la misma que la de ahora.
Ese mandato que pretende instalarse como la “estructura dominante”, lo que nosotres llamamos la “norma de la cisheterosexualidad obligatoria”, se impone violentamente. Y quienes, a pesar de haber sido adoctrinados a fuerza de colores, juguetes y frases célebres, nos distanciamos de alguno de sus mandatos, sufrimos las consecuencias. Desde el acoso escolar, el insulto discriminatorio, hasta los suicidios en la adolescencia, los femicidios y los crímenes de odio son producto de esta violencia. ¿Cuál es la visión “artificial e implantada” de la que habla la autora cuando se refiere a la “teoría de género”? La que requiere de toda esta violencia o la que propone dejarla de lado y darle lugar a la libertad de cada persona para definirse e identificarse como quiera. Al final, como decía Bidart Campos, el derecho a la identidad es “el derecho a ser uno mismo y no otro”.
Ese mandato que pretende instalarse como la “estructura dominante”, lo que nosotres llamamos la “norma de la cisheterosexualidad obligatoria”, se impone violentamente.
¿Entonces, por qué elegí la categoría “mujer”? Porque decidí visibilizar dos cosas. Mi pertenencia a una mayoría oprimida por este sistema que describo, el sistema cisheteropatriarcal, y mi disidencia con uno de los aspectos de esta norma: me asignaron la categoría “mujer” al nacer, cumplo con algunos de los mandatos que eso implica aunque no puedo decir que es por “elección”, porque el deseo también se construye culturalmente, pero estoy casada con otra persona a la que también le asignaron la categoría “mujer” al nacer y también cumple con algunos de esos mandato. Visibilizar esta realidad también deconstruye el mandato de la heterosexualidad obligatoria. Vale acá aclarar –producto de la profunda confusión que tiene la autora de la nota a la que me refiero– que cuestionar una norma jurídica o cultural que impone como obligatoria a la heterosexualidad nada tiene que ver con cuestionar a la heterosexualidad en sí y mucho menos a las personas que eligen ser heterosexuales.
Entonces, lo que se asigna al nacer no es un cuerpo o una característica biológica, sino categorías que van más allá de la biología: ser hombre o ser mujer. “Una mujer debe ser soñadora, coqueta y ardiente, debe darse al amor con frenético ardor, para ser… una mujer”. No encuentro nada de biológico en esa definición. Podríamos citar miles de las definiciones que nos ofrece nuestra cultura para mostrar que nada tienen que ver con la biología o la naturaleza.
Más adelante, la autora habla de “tiranía de la perspectiva de género”, pero es ella quien se indigna porque el Estado decidió darle la libertad de expresarse a quienes no se sentían expresades. Lo que no generó mayor erogación presupuestaria que la tinta de una letra más, la X. En definitiva, es a esta pequeña concesión a la libertad de las personas lo que la autora define como tiranía. Qué paradoja.
Saber que hay 60 mil personas que no se identifican con el binomio hombre-mujer nos permite generar políticas públicas para un sector que se encuentra excluido de formularios, documentos, mensajes y políticas binarias que atraviesan todos los ámbitos de nuestras vidas. ¿Qué cifra es necesaria para generar políticas públicas para una población que se encuentra invisibilizada y vive situaciones de violencia y discriminación?
Las personas con ELA son 3000 en Argentina. De acuerdo a los argumentos de la autora de la nota, es evidente que no merecen de la atención del Estado.
Por supuesto, no considero que quienes eligieron la X padezcan ningún tipo de enfermedad, pero con el fin de comparar poblaciones que podrían requerir políticas públicas específicas, podríamos mencionar que las personas con ELA son 3000 en Argentina. De acuerdo a los argumentos de la autora de la nota, es evidente que no merecen de la atención del Estado. Son 100 mil aproximadamente las personas con Parkinson. ¿Serán suficientes para pensar en políticas públicas para elles? La diferencia, además de que una situación no describe una enfermedad sino tan solo una parte de la identidad de las personas, es que en el caso de las enfermedades los centros de salud generan registros que nos permiten saber cuántas personas son en nuestro país. En el caso de las personas que eligieron la X como categoría de sexo, tenemos el censo.
Así y todo, en un artículo lleno de desinformación, confusiones y falacias, la autora dice: “de nada sirvió: parece que los argentinos, casi por unanimidad, se definen mujeres o varones. No hacía falta un censo para saberlo”. Y en eso también estamos de acuerdo, pero el censo no era para saber que una gran mayoría de personas en Argentina se identificarían con el binomio “hombre/mujer”. Eso, como dice la autora, ya lo sabíamos todes. Lo que podemos saber con el censo es cuántas son las personas que no (más allá del subregistro que genera la discriminación) y conocer sus condiciones de vida. Para eso también es el censo. Se incluyó a un sector invisibilizado, sin ninguna erogación presupuestaria extra. ¿Qué es lo que le indigna tanto a la autora?
Por otro lado, los pedidos de identificarse con categorías por afuera del binomio comenzaron mucho antes del 2018 (dato que señala la autora por error, entre tantos otros). Desde la Federación Argentina LGBT+ hemos hecho presentaciones sobre esto en los Registros Civiles, organismos del Estado y hasta elaboramos proyectos de ley en el mismo sentido, mucho antes de haberse aprobado la Ley de Identidad de Género, en el 2012. Y es por eso que esa ley garantiza el respeto del derecho a la identidad de género “tal y como cada uno lo siente”, sin establecer categorías específicas. Por lo tanto, aunque no contempla la posibilidad de “obviar el sexo”, como dice la autora, sí contempla la posibilidad de establecer tantas categorías como las personas lo deseen. Y es en este sentido que se expresa el Decreto de DNI no binario. La X es la expresión de muchas otras categorías posibles, limitadas por sistemas de seguridad internacional que solo permiten –por ahora– esa tercera opción.
La Ley de Identidad de Género garantiza el respeto del derecho a la identidad de género “tal y como cada uno lo siente”, sin establecer categorías específicas.
También aprovecha la autora algunas dudas que se expresan dentro del feminismo citando a la feminista Lidia Falcón cuando dijo: “Si desaparece la categoría biológica de mujer, ¿para qué sirve el feminismo?”. El feminismo sirve para señalar que hay una categoría construida desde la cultura, que nos asignan al nacer, para que pensemos que debemos servir a otros. Decidir identificarnos con esa categoría puede ser una estrategia necesaria para constituirnos como grupo político para transformar la realidad. Pero relacionar eso con la biología solo le hace un favor al sistema que la construyó. También podemos identificarnos como “trabajadores precarizadxs” sin tener que aceptar que es una categoría biológica o permanente. Podemos utilizar la identidad como categoría política, ubicándonos en ese lugar para señalar y visibilizar las opresiones que recaen sobre nosotras, sin pretender hacer de esa categoría una característica esencial, natural, biológica ni permanente. Estas categorías identitarias son una forma de ordenarnos, primero, para ubicarnos en las relaciones de poder, y después, en las luchas para liberarnos. Una vez que lo primero se haya terminado y ya no tenga sentido lo segundo, estas categorías se volverán obsoletas.
Es cierto que no hay que confundir a quienes piensan como Lidia Falcón en el feminismo con el enemigo. Puede que sean, en nuestra opinión, víctimas de los procesos de naturalización que requiere una opresión sobre una mayoría. ¿Cómo justificar que la mayoría de mujeres deben servir a los hombres sin presentarlo como algo “natural” y “biológico”… o una cuestión de fe? Imposible. También podemos tener una diferencia táctica. Hay quienes consideramos que esa categoría todavía es necesaria porque está fuertemente presente en la sociedad, y quienes piensan que lo mejor es salirse de esa categoría, como expresa Monique Witting cuando dice que las lesbianas no somos mujeres. Podemos discutir apasionadamente estas diferencias, pero no confundamos quién es el enemigo, que es un sistema de opresión y quienes conscientemente lo sostienen porque se ven privilegiados por él. Lejos están de ser el enemigo las personas a las que se les asignó la categoría “mujer” al nacer, y todas las demás personas, hombres, no binaries, etcétera que, conscientes de sus privilegios (al menos respecto de este sistema de opresión), quieren deconstruirlo también.
En este mismo sentido, dice la autora, mintiendo una vez más, que la “mayoría de los argentinos, quedó demostrado, comparte la lógica de Debbie Hayton”, una mujer trans que considera que siempre será biológicamente un hombre. Lamento informarle que no, la mayoría, como yo, solo expresamos que no nos sentimos, esta vez, contemplades en la categoría X, y no por eso compartimos la lógica de Debbie Hayton. Respecto de esa lógica, la mayoría de las personas en Argentina se expresaron a través de sus representantes cuando se votó la Ley de Identidad de Género, primero, en la Cámara de Diputades de la Nación, y después, casi por unanimidad, en el Senado de la Nación.
Podemos utilizar la identidad como categoría política, ubicándonos en ese lugar para señalar y visibilizar las opresiones que recaen sobre nosotras, sin pretender hacer de esa categoría una característica esencial, natural, biológica ni permanente.
Para terminar, dice la autora que “cabe esperar ahora, los políticos tomen nota de los números y gobiernen para quienes los votaron”. Y acá estamos nuevamente de acuerdo. Quienes les votamos hemos elegido representantes que respetan la identidad de género de las personas y la libertad de decidir sobre nuestra propia identidad, sobre el derecho a ser nosotres mismes y no otres. Así, con lenguaje inclusivo. Por suerte o, mejor dicho, producto del trabajo de las organizaciones sociales, quienes piensan como la autora siguen siendo una minoría en Argentina. Así lo hemos expresado en las urnas hasta la última vez que votamos, al menos. Así que, sí, tomen nota y gobiernen para quienes les votaron.
Pero tengamos cuidado, los discursos como los de esta periodista siguen siendo una minoría pero tienen cada día más espacio en la política y los medios de comunicación. Evidentemente, son funcionales a quienes aún quieren darle batalla a la idea de una sociedad inclusiva, igualitaria y justa.