Introducción al libro de Viviana Beigel, publicado por la Universidad Nacional de Quilmes. Para Dora Barrancos, hubo “un plan sistemático cuya clave se encuentra en el dominio patriarcal”.
Durante la dictadura cívico-militar hubo un proceso de “maximización en la aplicación de torturas a las mujeres”, producto de “un plan sistemático cuya clave se encuentra en el dominio patriarcal”, afirma la investigadora, socióloga e historiadora Dora Barrancos.
Barrancos escribió el prólogo de “La violencia de género en los delitos de lesa humanidad en la Argentina”, el libro de Viviana Beigel que acaba de publicar la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ).
En la presentación del libro, la investigadora destaca el “detallado relevamiento concerniente a los padecimientos de un conjunto de prisioneras, focalizando especialmente el área cuyana”, y elogia el empeño de la autora “en evidenciar que la situación de cautiverio en buena medida aumentó la venia legitimante para poseer los cuerpos, que los torturadores creían les pertenecían”.

A continuación, el prólogo completo de Dora Barrancos:
Los horrores del terrorismo de Estado en nuestro país resultan incontables. El ciclo siniestro del apagón de los derechos humanos dejó huellas inmarcesibles, pero ciertos acontecimientos condujeron, paradójicamente, a la indecibilidad inicial o a la incuria de los magistrados en el ciclo inaugural de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Así ocurrió con los tormentos infligidos a las mujeres, sobre lo que alguna vez dije que no cabía decir que hubieran sufrido más, sino que su condición de género había maximizado la aplicación de torturas, toda vez que los verdugos, además, estaban investidos de autorizaciones patriarcales. Al momento en que se inició el Juicio a las Juntas, algunas víctimas manifestaron en el tribunal que habrían sufrido violaciones de sus represores, y se ha tornado clave cierta negligente apreciación de aquel tribunal. No puede olvidarse que cuando una testimoniante inició la narración de la dolorosa experiencia del sometimiento sexual, uno de los jueces la interrumpió llevándola a otro aspecto que deseaba dilucidar. Esa interrupción marca un período y un contexto que han sido ya examinados: se balbuceaba entonces sobre la violencia específica sufrida por las mujeres en situación de cautiverio a merced de depredadores que actuaban, en todo caso, dentro de las prerrogativas otorgadas a los machos en nuestros marcos sociales.

Se han descripto dos fenómenos sinergiales referidos al mutismo o a la desconsideración inicial relacionada con la violencia sexual en la experiencia concentracionaria. Uno de ellos se refiere a la situación de las propias sometidas y sus contextos de inmediatez, refractarios a la comprensión del fenómeno. Sobrevolaba –como han mostrado Miriam Lewin y Olga Wornat (2014)– la actitud condenatoria, la implacable señal de la excomunión por haber colaborado con el agresor. Quienes se entregaban –decía el coro– lo hacían con una cuota de adhesión, actuaba el principio del consentimiento porque de otro modo era imposible mantener relaciones sexuales con el victimario. El desprecio fue un expediente áspero pero casi de sentido común en las formas vinculares de las y los chupados en el averno. Por lo tanto, para las sobrevivientes, reclamar por ese suplicio contaba de inicio con una mengua de calificación moral en el campo propio, por lo que hubo que hacerse de especial entereza para sortear sobre todo el juzgamiento interno. El segundo aspecto se situaba del otro lado, en la esfera de los estrados judiciales. Al momento del Juicio a las Juntas no había indicios de una comprensión en clave de género de las violaciones perpetradas por quienes actuaban en fuerzas estatales y paraestatales; no se había producido la transformación interpretativa que se abrió paso a inicios de la década de 1990. Tal como lo hace este libro, conviene recordar que la nueva conceptualización vino a tono a propósito de las agresiones sexuales sufridas por las mujeres africanas. La jurisprudencia sentada por el Tribunal Penal Internacional, que actuó en los crímenes de Ruanda, se hizo cargo centralmente de la perspectiva innovadora de la jueza Navanethem Pillay, que por su sensibilidad permitió captar la violación como otra expresión del genocidio en ese país. Nacida en Sudáfrica, militante contra el apartheid, con manifiestos sentimientos feministas, entendía bien que la violación no era un ingrediente más de la secuencia de tormentos. Así fue histórica la sentencia por los crímenes contra la sexualidad cometidos por JeanPaul Akayesu, en septiembre de 1998: “La violación y la violencia –dice la sentencia– constituyen genocidio de la misma manera que cualquier otro acto realizado con la intención específica de destruir […] a un grupo humano”. Fue ese antecedente el que proyectó una profunda modificación de las percepciones de las y los agentes de justicia. Tal como sostiene María Sonderéguer (2012, p. 15):
Ha sido necesaria una transformación de los marcos sociales de la memoria. […] Los y las testigos hablan entonces en su doble condición de la palabra testigo: quien es tercero ante un litigio y quien da fe de un hecho […]. La incorporación de la perspectiva de género en la indagación sobre los crímenes del terrorismo de Estado incide en el presente: por un lado, en la conceptualización legal de las conductas, por otra, en las políticas de justicia, memoria y reparación; pero también en las múltiples situaciones de detención y encierro en las cuales la lógica de la dominación a través de los intercambios sexuales se produce en la actualidad.

Este libro se sitúa en la línea de las singulares contribuciones para comprender el significado de las afrentas sexuales a prisioneras y también de los caminos abiertos por la perspectiva generizada en el ámbito de la administración de justicia, que vivió un momento fundamental con el juicio llevado adelante por Marta Candeloro de García. Debe evocarse que su demanda consiguió la condena de su agresor sexual por parte del Tribunal Oral de Mar del Plata, fallo pionero en nuestro país. La autora ha hecho un detallado relevamiento concerniente a los padecimientos de un conjunto de prisioneras focalizando especialmente el área cuyana, lo que aumenta el valor del aporte. Se ha empeñado en evidenciar que la situación de cautiverio en buena medida aumentó la venia legitimante para poseer los cuerpos que los torturadores creían les pertenecían. Como asegura Viviana Beigel, se trató de un plan sistemático cuya clave se encuentra en el dominio patriarcal que confirió, hasta época reciente, la salvaguarda de impunidad. Debemos agradecer el puntilloso tratamiento de cada uno de los testimonios y el agudo recorrido por las sentencias que permitieron una nueva urdimbre de significados, y no solo relativas a las funestas prácticas de las violaciones en circunstancias de lesa humanidad. Este libro, si entendemos bien, abre aún más la puerta sobre las condiciones del sometimiento sexual en contextos no excepcionales. Si los acontecimientos brutales del pasado constituyen la savia de esta rigurosa investigación, deben hallarse incitantes retos para seguir reflexionando sobre la necesidad de extinguir las agresiones a la sexualidad de las mujeres en tiempos de democracia y estado de derecho.