El 23 de enero se cumplió el trigésimo segundo aniversario del trágico ataque guerrillero al Regimiento de Infantería Mecanizada (RIM) 3, en La Tablada. Una ocasión propicia para evocar una historia conexa.
Doce días después del asunto, un caluroso sábado de 1989, yo ocupaba una mesa del bar Ramos, junto a un ventanal abierto sobre la calle Rodríguez Peña. De pronto se asomó un empleado de la librería Ghandi llamado Nicolás.
“Tengo que hablar con vos”, soltó a modo de saludo, para luego añadir: “Es por un amigo”. Y tras una pausa, reveló su identidad: Giovanni Ventura.
A metros, alguien observaba la escena; se trataba de un sujeto alto, de contextura atlética y cabello castaño.
Poco antes había salido el último número de la revista El Porteño –de la cual yo era uno de sus editores–, que incluía un pequeño artículo titulado “La infiltración neofascista al MTP”. Y mencionaba el nombre del supuesto topo: “Giovanni Ventura”.

El texto había sido publicado luego del intento de copamiento al RIM 3 por parte del MTP (Movimiento Todos por la Patria). En consecuencia, el solo hecho de que se lo vinculara a Ventura con aquella organización –aún como espía– debía ser para él lo menos oportuno del mundo.
Esa nota estaba firmada por Iaio Fausto; era el seudónimo usado por el corresponsal en Argentina del diario Il Giorno, de Milán, Rubén Oliva, para quien, por cierto, Ventura no era un desconocido.
Le seguía los pasos desde 1979, cuando fue detectado en Buenos Aires por la Policía Federal. Es que sobre aquel sujeto pesaba una orden de captura internacional expedida por la justicia italiana.
En este punto conviene empezar por el principio.
El fascista irreductible
Ventura fue en Italia una pieza clave de la llamada “estrategia de la tensión”, tal como se denominó la compleja trama de operaciones manipuladas por los servicios de inteligencia, la mafia y ciertas organizaciones de ultraderecha. Tal alianza pretendía instaurar, a través de la construcción del miedo, una remake de la República de Saló.
Nacido a fines de 1944 en Padua, e hijo de un antiguo “camisa negra”, el joven Giovanni despertó a la política en la rama estudiantil del Movimento Sociale Italiano (MSI), un partido mussoliniano de posguerra, para después llegar a las filas de Ordine Nuovo, donde se haría inseparable de Franco Freda, otra promesa del fascismo.
El nutrido historial de ambos registra profusos contactos con grupos del comunismo extraparlamentario por razones tácticas: articular una cobertura de extrema izquierda para la provocación.
En semejante contexto, ambos muchachos llegaron a perpetrar unos 22 atentados dinamiteros. El más resonante –nunca mejor utilizada esta palabra– fue la detonación de una bomba en el hall principal de la Banca Nazionalle della Agrucuoltura, en Milán, durante la mañana del 12 de diciembre de 1969. Tal acción –cuyo saldo fue de 16 muertos y 102 heridos– pasó a la posteridad como La Masacre de Piazza Fontana.

Resultó notable el empeño del gobierno presidido Giuseppe Saragat por vincular el atentado con células de ultraizquierda.
Tanto es así que a uno de sus referentes, Giuseppe Pinelli, se lo silenció para siempre al ser arrojado por una ventana de la oficina del comisario Luigi Calabresi, a cargo de la pesquisa.
En este crimen está basada la obra Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo, estrenada en 1970.
Al poco tiempo saltó a la luz la identidad de los autores del bombazo, junto a su verdadera filiación política.
Detenido y procesado por esa y otras acciones terroristas, Ventura huyó del arresto domiciliario que cumplía en su residencia de Cattanzaro, cuando el juicio en su contra ya se encontraba al borde de la sentencia.
Ya se sabe que a fines de los ’70 reapareció en Buenos Aires. Eran los años dorados de la última dictadura. Pero en los primeros meses de 1980 fue capturado a bordo de un colectivo.
Los buenos oficios del abogado Pedro Bianchi –cuya gran amistad con el almirante Emilio Massera fue notoria–, junto a la influencia ejercida por la logia Propaganda Due (P2) en los círculos locales del poder, supo evitarle al afortunado Giovanni el engorroso trámite de la extradición, a cambio de un módico procesamiento por tener un pasaporte falsificado.
Aún así permaneció cuatro años y medio en la cárcel de Caseros.
En una oportunidad, Oliva quiso entrevistarlo allí, y a tal efecto tramitó la solicitud ante el director del penal. Pero la respuesta fue: “A Giovanni no le interesa salir en los diarios”. El tipo se comportaba como su agente de prensa.

En 1984, ya bajo el gobierno de Raúl Alfonsín, el juez federal Nicasio Dibur –célebre por su fervor al jurar por las Actas del Proceso– le concedió el beneficio de la excarcelación.
Por un tiempo nada se supo de él. Pero se cree que seguía reportando a los servicios de inteligencia italianos y que, al recuperar la libertad, comenzó a colaborar con los de este país.
El falso brigadista
A fines de 1988, Oliva acudió al auditorio de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) para cubrir una conferencia de prensa ofrecida por la plana mayor del MTP. Grande fue su sorpresa al cruzarse allí con Ventura.
El antiguo militante fascista no se despegaba del cura Antonio Puigjané, uno de los expositores del evento. Hasta parecía su secretario.
En esa ocasión, Oliva y él mantuvieron un diálogo muy tenso.
– ¡Nunca fui fascista! ¡Soy de izquierda! –aseguró Ventura una y otra vez., sin que se le moviera un solo músculo del rostro.
Y, a boca de jarro, también vaticinó:
– Aquí está por suceder algo muy grave.
– ¿A qué te refieres? –quiso saber Oliva.
Por toda respuesta, Ventura susurró:
– No olvides lo que te dije
Oliva se fue del lugar sin que el otro especificara sus dichos.

Después supo que Ventura había instalado la versión de que en su país fue perseguido por pertenecer a las Brigadas Rojas. Los del MTP le creían.
El corresponsal, entonces, se encargó de advertirles que no era así
Cuando habló del tema con Puigjané, éste asimiló la novedad con una sonrisa piadosa. Y Oliva insistió:
– Miré, padre, Ventura no era brigadista; perteneció al terrorismo negro; era de Ordine Nuovo, ¿entiende?
Pero Puigjané, tal vez persuadido de la salvación anticipada del alma de aquel tipo, no expresó asombro, enojo o temor.
Oliva se despidió de él con un pedido: absoluta reserva de lo hablado.
Al respecto se podría decir que Puigjané incurrió en el incumplimiento del secreto de confesión, al abordar a Ventura con las siguientes palabras:
– ¿Es verdad, Giovanni, lo que dice Rubén Oliva de ti?
La pregunta tomó a Ventura por sorpresa. Pero, con una elocuencia, por demás, encomiable, supo convencer al cura de su pureza ideológica. Aunque admitió haber abrevado durante su primera juventud en el fascismo, antes de evolucionar hacia un pensamiento de izquierda.

El argumento tranquilizó al padre Antonio. Al punto de que el bueno de Giovanni pudo seguir circulando alegremente entre las filas del MTP.
También solía mostrarse en la librería Ghandi, situada en aquella época sobre la calle Montevideo. Allí era adorado por los habitués del lugar, una fauna variopinta de especímenes progresistas, con quienes departía hasta altas horas de la noche sobre tácticas para transitar hacia el socialismo.
Y en el pequeño bar del local, durante alguna velada a fines de 1988, no faltó quien le escuchara decir: “Aquí está por suceder algo muy grave”.
Mientras tanto, Oliva, el primer depositario de esa frase, se devanaba el cerebro en sus intentos por encontrarle algún sentido.
Aquella incógnita lo intranquilizaba más que la furia de Ventura hacia él –expresada con advertencias telefónicas y mensajes enviados por terceros–, tras enterarse de lo que el periodista le había referido al padre Antonio.
Lo cierto es que en la mañana del 23 de enero de 1989 el significado de tal enigma vino hacia él como un baldazo de agua fría. Ese lunes tuvo lugar el ataque del MTP al cuartel de La Tablada.

El siguiente paso de Oliva fue publicar su artículo en El Porteño.
El buen anfitrión
Ahora, en el bar Ramos, el tal Nicolás repetía: “Giovanni es un amigo”.
A continuación alegó su hombría de bien, no sin hacer hincapié sobre el enorme perjuicio que, en semejante coyuntura, aquel artículo le ocasionaba.
Desde la vereda, el tipo de cabello castaño nos seguía observando.
Nicolás, ya con un tono plañidero, insistía con el asunto. Hasta que, de pronto, agitó una mano. Y el tipo vino hacia la mesa. Era Ventura.
Su talante oscilaba entre la ofuscación y la pesadumbre. En esa ocasión fue pactado su derecho a réplica. Y él quedó en llevar el correspondiente texto a la redacción. Luego, con pasos lentos, se perdió entre la gente.
Dos días después, su visita a El Porteño estuvo cargada de tensión.
En su escrito, lejos de refutar el artículo sobre él, pretendía exculparse hasta de sus travesuras escolares. De modo que no fue publicado.
Eso derivó en una demanda judicial contra la publicación, que Ventura tuvo el tino de retirar antes de que dicho expediente abordara su pasado.
A partir de 1990 comenzó a dejarse ver en Filô, un restaurante de culto a metros de la Plaza San Martín, frecuentado por yuppies y altos dignatarios del menemismo. Ventura era el anfitrión del lugar.
Costaba creer que aquel hombre agradable, culto y refinado haya sido una figura relevante del fascismo. También impresionaba su versatilidad para enmascararse. Tal vez por esa razón nunca reaccionaba igual cuando alguien aludía su condición de terrorista: a veces se excusaba con una frase de ocasión o, simplemente, reía.
Al concluir la primera década del siglo XXI, Ventura recorría las mesas de Filò en silla de ruedas. Una esclerosis múltiple devastaba su cuerpo.
El 6 de agosto de 2010 exhaló su último suspiro.