Fragmento de “Profanar la cosa pública: la dimensión plebeya del populismo republicano”, capítulo IV de Siete ensayos sobre el populismo, de Paula Biglieri y Luciana Cadahia (Herder, 2021).
¿Es el populismo antiinstitucionalista?
Pensar la dimensión republicana del populismo implica revertir uno de los prejuicios más arraigados en el ámbito del pensamiento político actual: la afirmación de que el populismo se encontraría en las antípodas de las instituciones y del derecho. Más aún, esta afirmación suele venir acompañada de la acusación de que el populismo sería el responsable de destruir las instituciones al reemplazarlas por la figura decisionista de un líder demagogo y manipulador. Se crea así, entonces, una oposición maniquea entre una dimensión que vendría a ser puramente decisional (líder) y otra puramente institucional (procedimiento), como si el ámbito decisional del populismo excluyera de manera constitutiva la dimensión institucional de las repúblicas.
En este ensayo nos interesa demostrar el carácter abstracto de esta clase de afirmaciones, puesto que, si prestamos atención a los populismos realmente existentes, se corroboran diferentes tipos de experiencias institucionalistas conviviendo con instancias decisionales. De manera que establecer a priori una relación de exterioridad entre la decisión y la institucionalidad no nos ayuda a comprender el vínculo existente entre ambas. Esto implica ir más allá de las lecturas antiinstitucionalistas del populismo; incluso más allá del mismo Ernesto Laclau, puesto que al poner más énfasis en la dimensión instituyente del populismo (momento rupturista por fuera de las instituciones) Laclau relegó la dimensión instituida (cuando el populismo llega a las instituciones) a un segundo plano. ¿Qué sucede si empezamos a pensar que quizá la lógica rupturista (o instituyente) del populismo es capaz de instituir otras formas de institucionalidad? ¿De qué tipo de instituciones se trataría aquí? ¿Acaso podríamos hablar de formas institucionales alternativas al neoliberalismo?
Se crea una oposición maniquea entre una dimensión que vendría a ser puramente decisional (líder) y otra puramente institucional (procedimiento), como si el ámbito decisional del populismo excluyera de manera constitutiva la dimensión institucional de las repúblicas.
Antes de explorar estas preguntas resulta necesario adentrarnos mejor en las lecturas antiinstitucionalistas del populismo, con objeto de mostrar las dificultades asociadas a las mismas. A ese respecto, la distinción entre la dimensión óntica y ontológica del populismo nos puede servir ahora para entender mejor la cuestión. La mayoría de los estudios ónticos del populismo están más interesados en determinar los «contenidos populistas» en determinadas experiencias históricas y en sus coyunturas políticas que en revisar los presupuestos sobre los que basan esas creencias. El problema es que desde esta lectura se combina de un modo confuso el nivel descriptivo y el nivel normativo. Es decir, se busca estudiar las situaciones «concretas» del populismo para poder determinar, en el nivel de lo dado, una serie de características que deberían servir normativamente para todos los casos.
La ambivalencia de esta actitud radica en que, aunque se parte del supuesto de considerar a lo dado como lugar privilegiado para poder construir un modelo explicativo, existe una serie de presupuestos que determinan la forma en que se va a llevar a cabo esa descripción. Preexiste así, de manera invisibilizada, un modelo comprensivo y valorativo desde el cual tratar el «hecho populista». Podríamos decir que esta forma de pensar el populismo, aunque no sería extensiva a todos los casos, hereda los prejuicios del positivismo, a saber: hacer del «hecho» un espacio neutral que invisibiliza la posición política de quien está configurando la forma misma de describir la cosa —y por ende, construir ese mismo hecho—. A fin de cuentas, pareciera que se busca elaborar un «catálogo» de prácticas populistas para luego «aplicarlo» a una realidad determinada y comprobar si cumple con los requisitos preestablecidos. De manera que el carácter antiinstitucionalista, preestablecido en la mayoría de los estudios sobre el populismo, funcionaría como un a priori constitutivo a la espera de ser demostrado en todos los casos estudiados dentro del ámbito de lo empírico. Lo que no siempre se problematiza aquí es qué tipo de rol y qué características se espera que cumplan las instituciones como para llegar a decir que el populismo no sería capaz de asumirlas. Por tanto, detrás de la afirmación del carácter antiinstitucionalista del populismo se esconde toda una vaguedad acerca de lo que entendemos por instituciones y por lo que sería legítimo e ilegítimo en ellas. Es decir, se invisibiliza el lugar de enunciación que determina previamente cómo debemos comprender las instituciones.
Esta forma de pensar el populismo hereda los prejuicios del positivismo, a saber: hacer del «hecho» un espacio neutral que invisibiliza la posición política de quien está configurando la forma misma de describir la cosa —y por ende, construir ese mismo hecho—.
Desde el punto de vista ontológico, por su parte, también parece haber algunas dificultades para pensar la dimensión institucional del populismo. Lo primero a rescatar aquí es el interés por pensar más la forma en que se articula la lógica populista que en su contenido empírico. Esto no significa desatender la dimensión óntica, sino ser conscientes de su dependencia con lo ontológico. Ahora bien, aunque Laclau ha sido uno de los primeros pensadores en plantear esta diferencia, no nos ha dado suficientes herramientas para pensar ontológicamente la dimensión institucional del populismo, lo que nos deja atrapadas muchas veces en un punto de vista liberal propio de la democracia procedimental o de la desafección política. Es decir, un punto de vista que pareciera hacer de las instituciones un mecanismo procedimental en manos de expertos y ajeno a la conflictividad, los liderazgos y las pasiones o afectos propios de la vida política. Por eso resulta importante, entonces, explorar qué le sucede a la lógica de articulación de lo político cuando hace la experiencia de una gubernamentalidad populista, más que nada cuando ella se encuentra atravesada por los afectos y los liderazgos. La primera pregunta que podemos hacernos es: ¿el papel de los afectos y los liderazgos supondría necesariamente una ausencia de racionalidad o ciudadanía y un desprecio por las instituciones? ¿O resulta que es el lente a través del cual observamos lo que nos hace creer que sí? Incluso si vamos más lejos y pensamos por qué produce rechazo la explicitación de los afectos y los liderazgos, descubrimos que estas dos dimensiones visibilizan no solo el carácter conflictivo de la política, sino el hecho de que la politicidad de las instituciones está asociada con un exceso incalculable.
Nos parece, entonces, que se vuelve necesario poner en evidencia la posición política desde la que se construyen y sostienen estas falsas dicotomías y se vuelve reactiva a la dimensión conflictiva de lo social. En esa dirección, Mouffe es una de las pensadoras contemporáneas que con mayor lucidez ha intentado desarmar este nudo de prejuicios. Sus tempranas reflexiones sobre la ideología y sus escritos sobre la democracia señalan claramente el papel que desempeñan los afectos en la construcción de las identificaciones y de los proyectos hegemónicos en la democracia. Siguiendo a esta autora, es fácil detectar que existe toda una matriz consensual (nosotras la llamaremos «liberal») en el rechazo o concepción peyorativa del populismo, que corre el riesgo de asumir el discurso de la pospolítica al momento de pensar las instituciones. Por otra parte, al ser la teoría populista un ejercicio que visibiliza la decisión inherente a la praxis política, pone en evidencia la estrechez de miras de los politólogos que reducen las instituciones democráticas a dos variables: el voto de los ciudadanos y el procedimiento de los expertos. Esta visión simplificada de las instituciones, como una regla a seguir por una serie de procedimientos previamente regulados, hace que cualquier dimensión decisional sea considerada como un agravio contra la democracia. Por eso, nos parece importante advertir que el populismo, lejos de rechazar las instituciones y el juego democrático, los asume de un modo más complejo, a saber: sin dejar de visibilizar la dimensión decisional y afectiva de toda praxis política (ya sea dentro o fuera de las instituciones). Y esto pareciera mermar la visión elevada de la democracia de quienes priorizan la dimensión consensual y procedimental.
Se vuelve necesario poner en evidencia la posición política desde la que se construyen y sostienen estas falsas dicotomías y se vuelve reactiva a la dimensión conflictiva de lo social.
Si algo nos permite pensar la teoría populista es que el momento de la decisión es inerradicable, algo que el discurso pospolítico, a través de una concepción restringida de las instituciones, la razón y el pluralismo busca ocultar. Lo que resulta inquietante es: ¿por qué la explicitación de la dimensión decisional y conflictiva supondría una debilidad institucional? ¿La automatización del procedimiento institucional sería su contraparte saludable? ¿Pero no es el procedimiento una forma invisibilizada de decisión? ¿No ha sido acaso la crisis de la socialdemocracia europea el mejor ejemplo de la falacia sobre la que estaba montada la creencia de una democracia procedimental supuestamente ajena al decisionismo? ¿No ha sido esta crisis el reflejo de toda la cadena de arbitrariedades decididas en nombre de las democracias procedimentales?

La institucionalidad rupturista
Una vez problematizados los argumentos antiinstitucionalistas del populismo nos es posible afirmar que una dimensión no liberal de las instituciones nos puede ayudar a conceptualizar una institucionalidad populista, abandonando así el corsé desde el cual suelen pensarse las formas de institucionalidad contemporáneas. Pero también nos obliga a entender dos cosas. Por un lado, que los estudios ónticos que ofrecen algunas herramientas para pensar la relación entre instituciones y populismo —asociados sobre todo a la vertiente sociológica— pierden de vista que el proceso de institucionalización debe ser tratado mediante el vínculo entre las demandas de las organizaciones sociales y el Estado. No tener en cuenta esta articulación entre las demandas sociales y el Estado condiciona los hallazgos que puedan hacerse sobre la institucionalidad populista, a la vez que orienta una lectura negativa sobre el papel que el populismo le otorga a las instituciones, asumiendo a estas desde una vertiente autoritaria o antidemocrática. Y, por otro, que las teorizaciones ontológicas que vinculan el papel democratizador del populismo con la dimensión antagonista y rupturista suelen poner el acento en la capacidad organizativa de la movilización social arraigada exclusivamente por fuera de las instituciones.
Para poder salir de este impasse se trataría de revisar la identificación casi mecánica que se hace entre las instituciones con «los de arriba» (lógica diferencial) y el populismo con «los de abajo» (lógica de equivalencia). No olvidemos que Laclau identificó la lógica diferencial con el statu quo y la satisfacción de las demandas mediante procedimientos institucionales, alentando la idea de que el ámbito institucional no estaría vinculado con la lógica equivalencial de articulación populista. Si tomamos en consideración los problemas planteados tanto a nivel óntico como ontológico, podemos decir que estamos ante una disyuntiva teórica. Por un lado, tenemos estudios sociológicos dedicados a pensar las experiencias institucionales del populismo en los términos de un autoritarismo antidemocrático y, por otro, tenemos teorizaciones democratizadoras del populismo en una vertiente antiinstitucionalista. El desafío, entonces, es cómo pensar una institucionalidad populista de corte democrático.
No tener en cuenta la articulación entre las demandas sociales y el Estado condiciona los hallazgos que puedan hacerse sobre la institucionalidad populista, a la vez que orienta una lectura negativa sobre el papel que el populismo le otorga a las instituciones.
En esa dirección, nosotras consideramos la posibilidad de una institucionalidad populista construida por «los de abajo» en los términos de un tipo de articulación institucional muy poco explorada hasta ahora, a saber: como el momento de institución de derechos (y sus respectivos usos populares). Este tipo de articulación es el que ha caracterizado a los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015), Rafael Correa (2008-2017), Evo Morales (2006-2019) o Lula da Silva (2003- 2010). Se trata de un tipo de articulación que permite pensar un vínculo entre las demandas populares y las instituciones que, aun pudiendo tener una dimensión decisional, escapa a la lógica de inmediatez antiinstitucionalista. Esta instancia hace inteligible una forma de articulación entre los liderazgos políticos y las demandas populares que toma como objeto de indagación la dimensión institucional en su aspecto igualitario.
Según este esquema, las instituciones (el Estado) no deben ser entendidas como un dispositivo que segmenta y ordena las demandas para su satisfacción particularizada, sino que incorpora la dimensión contenciosa de la lógica equivalencial para disputarle a los de arriba la configuración de las mismas formas estatales (oligárquicas o populares). Dicho de otra manera, el Estado (y las instituciones) se convierte en un espacio antagónico más dentro de la disputa entre los de abajo y los de arriba. A la vez que nos obliga a replantearnos una serie de cuestiones alrededor de la movilización social, de las instituciones y del vínculo entre ambas.
Es muy común concebir la movilización social desde su capacidad para articularse alrededor de una «insatisfacción» y configurarla en la forma de una demanda popular. Los estudios sobre movimientos sociales han puesto el acento en cómo se positiviza un vínculo social (la exigencia) a partir de una negatividad (el incumplimiento por parte del Estado). Pero si se trata de un gobierno populista que se apropia de la demanda (o, incluso, ayuda a construirla) y la introduce a través del antagonismo en las instituciones hasta convertirla en un derecho: ¿estaríamos hablando simplemente de una lógica diferencial en términos de Laclau? ¿O se trata de otro tipo de lógica diferencial específica que aún no ha sido trabajada con el rigor que exige el caso? ¿Acaso la lógica práctica del populismo no saca a relucir la dimensión decisional, antagonista y contenciosa inherente a toda práctica institucional? Por todo esto, quizá es momento de abandonar el punto de vista liberal —por el cual se asume que las instituciones estarían en las antípodas del decisionismo y el conflicto— y adentrarnos en aquella otra tradición que ha pensado la institucionalidad de otra manera. Nos referimos al viejo legado del republicanismo.