La marcha opositora del pasado 27 de febrero, donde se colocaron bolsas mortuorias en las rejas que separan a la Casa de Gobierno de la Plaza de Mayo, fue un punto de inflexión para Juntos por el Cambio y para la oposición de derecha en general, por el rechazo unánime recibido. Poco importa si la intención de los que hicieron la performance fuese otra que la que finalmente entendieron sus detractores. Porque lo que buscaba Jóvenes Republicanos, la agrupación que lo pergeñó, era dar cuenta de que una serie de “vacunados VIP” le habían quitado la posibilidad de vacunarse a muchas personas que por eso habían muerto. Esa fue la razón de las bolsas, representando sus cadáveres, por el oprobio del robo de vacunas. Pero digo que esto es poco relevante porque lo que importa es cómo eso fue leído y no cómo se debería leer. En ese sentido, cabe preguntarse por qué se vio a esas bolsas como un símbolo de dirigentes que debían estar muertos y por qué quienes lo repudiaron no detectaron el supuesto mensaje que sus autores buscaban transmitir.
No fue la primera vez que la oposición más recalcitrante al peronismo hacia manifestaciones donde se instigaba a la tortura, la cárcel o a la muerte de sus dirigentes.
Una posible respuesta puede estar en el hecho de que no era la primera vez que la oposición más recalcitrante al peronismo hacia manifestaciones donde se instigaba a la tortura, la cárcel o directamente a la muerte de sus dirigentes. De hecho, esas actitudes habían tenido mucho éxito en muchas manifestaciones, en algunos casos, multitudinarias y con la aprobación de propios y ajenos. Allí están, como muestra, los feroces cacerolazos contra los últimos años del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Es que la oposición viene haciendo esto mismo desde hace varios años y con distinto grado de virulencia.
Pero, ¿cuáles son los motivos que explican una política puramente negativa y violenta? También podríamos preguntarnos cuándo comenzó a manifestarse ese grado de violencia y qué lo motivo. Para avanzar en posibles respuestas parece claro que hay que remontarse a la crisis que sufre el radicalismo y al paso al frente que esa crisis le ha permitido al PRO. En efecto, es desde la caída de La Alianza, cuando Fernando de La Rúa dejó la presidencia envuelto en un caos de saqueos y muerte, que el centenario partido de Alem e Yrigoyen no hizo más que deambular perdido en la política argentina, hasta la conformación de Juntos por el Cambio, que llevó a la presidencia a Mauricio Macri. Debemos anotar, asimismo, que Macri no es otra cosa que el producto del colapso de La Alianza y del sistema de partidos que el 2001 cristalizó.
El PRO impuso a la política el golpear al adversario, tratarlo como un enemigo y apelar a las maneras más ruines para desbancar y querer hacer desaparecer al peronismo.
Como sea, el radicalismo fungió como furgón de cola de aquella coalición de gobierno, luego pagó el desprestigio de su fracaso y ahora se mimetizó aún más con las formas que el PRO le impuso a la política argentina. ¿Cuáles son esas formas? Golpear al adversario, tratarlo como un enemigo y apelar a las maneras más ruines para desbancar y querer hacer desaparecer al peronismo. Su ascendente carrera puede demostrarlo. Primero, se montó sobre la noche fatídica de Cromañón para destituir al jefe de gobierno porteño de entonces. Después, la tragedia de Once los tuvo saltando sobre los cadáveres y gritando que todo fue culpa de la corrupción kirchnerista. Más tarde, la muerte del fiscal Alberto Nisman les sirvió a muchos de sus dirigentes para acusar al entonces gobierno nacional de perpetrar un homicidio que nadie pudo probar. Y por último, las marchas opositoras a la gestión de Cristina Fernández de Kirchner siempre los tuvieron ahí para aportar su cuota de violencia y anti peronismo exacerbado.
Ese cuadro de situación es el drama que hoy vive la Argentina en su sistema de partidos. El radicalismo, y toda su complejidad de movimiento de masas, ha sido reemplazado por un espacio al que no le interesa la democracia sino el poder a como dé lugar, que practica un darwinismo social sin tapujos y desprecia a los adversarios.
El radicalismo ha sido reemplazado por un espacio al que no le interesa la democracia, que practica un darwinismo social sin tapujos y desprecia a los adversarios.
Por eso el radicalismo puede y debe ser reemplazado, porque el lugar vacío que dejó lo ha ocupado un partido que apela a lo peor de los sentimientos sociales para avalar sus prácticas. Y por eso es necesario que emerja de la sociedad una fuerza que tenga un proyecto político distinto al del peronismo, para que aquellos que no se identifican con él puedan ser representados. Un proyecto que el PRO no tiene y esa es la razón por la cual la pura negatividad es su bandera, y la violencia desnuda es parte de su práctica. Allí no hay proyecto alternativo para un país al cual muchos de sus dirigentes menosprecian.
Por eso no puede resultar extraña la manifestación del 27 de febrero, con las bolsas mortuorias colgadas en las rejas de la Casas Rosada, porque ese es el modo terrible en que se expresa la crisis del sistema de partidos cuando en el escenario uno de sus principales espacios es el del PRO.
* Sociólogo, docente e investigador (UBA/UNSAM), becario post doctoral Conicet.