Las muertes mediatizadas
La muerte, ese fenómeno definitivo que se intenta mantener en el olvido, se vuelve una presencia absoluta en una pandemia: el virus no solo mata sino que visibiliza al extremo sus víctimas. En la Argentina, según un informe de Nora Bar en La Nación, mueren anualmente unas 340.000 personas, o sea alrededor de 930 por día. Actualmente, 200 de esas muertes son por Covid 19, es decir, un 21 por ciento del total. Tal como decíamos, estos decesos adquieren una visibilidad extrema. Son muertes mediatizadas. En una pandemia, el virus transforma a sus difuntos en difuntos públicos. Todos los días, la voz televisiva del Estado anuncia cuántos argentinos y argentinas han fallecido y, esa mediatización de la muerte, es a la vez, la construcción de una paradoja: un colectivo que se hace presente en el mismo momento en el que sus miembros han dejado de existir. Así de tenebroso es el escenario global de la hegemonía del virus.
El Estado trabaja, de este modo, en el límite de lo irreparable: tratando de que los ciudadanos no se enfermen y de que los enfermos no se mueran. Pero, si tomamos esta última semana, algunos medios parecen más preocupados por otra cuestión: más que en cómo evitar las muertes en cómo acompañar a los que mueren.
Algunos medios plantean que estamos ante un Estado totalitario que condena a los enfermos terminales a morir en soledad.
Una nota aparecida en el portal de noticias de Clarín nos cuenta la historia de Stella Carrá, una médica dermatóloga de 63 años, y de Norberto Landolfi, su marido de 77, comerciante jubilado. Han quedado varados desde hace varios meses en San Martín de los Andes. No pueden volver a la ciudad de Buenos Aires, donde viven, porque Aerolíneas Argentinas, según dicen, les canceló varias veces su vuelo de retorno. Sostiene Carrá: “Prohibir que un padre pueda acompañar y despedirse de su hija que estaba en estado terminal, como fue el caso de Solange, en Córdoba, es totalmente inhumano. Yo perdí a mi mejor amiga en medio de esta pandemia y no murió por Covid. Estuvo internada cinco semanas en terapia intensiva y ni su esposo ni sus hijos pudieron siquiera tomarla de la mano en sus últimos días (…) “Aunque suene una pavada, tengo una perrita de 17 años, caniche, que se llama Winnie, que es muy viejita y no puede estar sola -se quiebra-. Es parte de mi vida, de mi familia, aunque para muchos les parezca ridículo”. La paradoja es clara: el aislamiento protege de la muerte pero, ese mismo aislamiento, deja a los que mueren en soledad.
¿Qué es, entonces, lo que implícitamente se le cuestiona al gobierno en este caso? Que interrumpa los vínculos afectivos y las relaciones amorosas allí donde ellos son imprescindibles: por ejemplo, en la despedida final a un familiar o en la asistencia a seres queridos, sea éste un padre, una amiga o una perrita anciana. Según esta perspectiva, la intervención del Estado, cuando impone el aislamiento social, atenta contra derechos humanos básicos. Es un Estado totalitario que condena a los enfermos terminales a morir en soledad. Es ese mismo Estado que no le permitió al periodista Nicolás Wiñazki conocer a su sobrina recién nacida.
Acusan al gobierno de ejercer un keynesianismo rústico, en el que se distribuyen alimentos pero se interrumpen los contactos afectivos.
En paralelo, en otras notas del mismo medio, se deja en claro que el gobierno nacional se ocupa de responder demandas básicas como la alimentación de la población. Según datos del Ministerio de Desarrollo Social, se distribuyen alimentos por 14 millones de pesos diarios que llegan a 11 millones de personas. Pero, en simultáneo, se deja entrever que ese mismo gobierno no se ocupa de demandas emocionales también básicas como las vinculadas a la soledad de las personas y sus necesidades de restablecer vínculos sociales, el contacto con seres queridos en situaciones extremas o la necesidad de esparcimiento y salidas a bares y restaurantes.
Los sentimientos de las clases medias
Por eso, el gobierno nacional, desde el punto de vista de los medios hegemónicos, ejerce una especie de keynesianismo rústico: distribuye alimentos al mismo tiempo que interrumpe los contactos afectivos. Es decir: reparte al mismo tiempo que restringe. Por suerte, según parecen insinuar, en el sistema político hay otros actores que pueden detectar y responder a esas demandas emotivas. Es el neoliberalismo sensible de Horacio Rodríguez Larreta.

Parece claro: la crisis producida por la pandemia es el escenario donde la versión porteña de Juntos por el Cambio intenta gestionar los sentimientos de las clases medias urbanas y apropiarse de los valores de “lo humano”, entre otras cuestiones. En la gran metrópoli, donde administran las emociones ciudadanas cientos de psicólogos, terapistas alternativos y religiones orientales, el Estado porteño está especialmente atento a las posibles rebeliones del Palermo sensible. En la provincia de Buenos Aires toman tierras, en los barrios sofisticados de la ciudad invaden cervecerías. Enfrente, del otro lado de la avenida General Paz, está quien funciona como contraste: Axel Kicillof y su retórica de “padre despótico”. Dice Clarín: “Cuarentena en Buenos Aires: Axel Kicillof vuelve a diferenciarse de Horacio Rodríguez Larreta y aumenta las restricciones en 10 municipios”. Hay, entonces, dos relatos en la pandemia: con uno de ellos nos cuidamos del virus a través del aislamiento y distanciamiento social; con el otro, nos cuidamos del aislamiento social exponiéndonos al virus. De ese modo, vamos y venimos. La misma medida que nos cuida nos oprime.
El emprendedurismo sanitario
La consigna sigue siendo la misma: mientras no podamos inmunizarnos contra el virus mantengámonos a distancia de él. Las medidas de aislamiento y distanciamiento son las únicas disponibles hasta el momento. Sin embargo, los medios hegemónicos oscilan entre deslegitimarlas o delegar su implementación en el individuo. Recurren a una privatización del cuidado. El Estado tiende a retirarse y, en su lugar, el individuo emprendedor debe hacerse cargo de mantener al virus a distancia. Estamos en una nueva fase: en el emprendedurismo sanitario. En el marco de ese neoliberalismo sensible el Estado no interrumpe los vínculos afectivos y, en su lugar, un individuo autosuficiente se cuida a sí mismo. Es la ciudad que dejó de aplaudir a sus médicos y médicas, a sus enfermeras y enfermeros, a sus camilleros y camilleras: seguramente, porque de su salud ahora se ocupan ellos mismos y el aplauso autodirigido resulta insosteniblemente incómodo. Dios ha sido creado a imagen y semejanza de este individuo emprendedor.
Horacio Rodríguez Larreta es presentado como el máximo exponente de un supuesto neoliberalismo sensible.
La ofensiva final
Mientras tanto, los principales columnistas de los grandes medios lanzan la ofensiva final contra las medidas de cuidado.
Dice Jorge Fernández Díaz en La Nación: “Y después de someter a la sociedad al confinamiento más largo del mundo, metió al país en el top ten del contagio y en el número 16 por cantidad de muertos (…) Esta cosecha de errores y desgracias, una combinación letal entre pandemia y negligencia (…)
Dice Pablo Sirven, también en La Nación: “Es que el presidente Fernández se la pasó meses jactándose de que el mundo nos miraba como un ejemplo a seguir. La cruda realidad lo hizo abandonar ese sueño que sólo se podía sustentar con la gente encerrada en sus casas para siempre”.
Dice Eduardo Van der Kooy en Clarín: “La geografía de la Argentina representa ahora una inmensa crisis. Sobresale la gravedad de la situación económico-social, que orilla el estado de descomposición. Está espoleada por una pandemia y una cuarentena cuya gestión empieza a sembrar muchas dudas. No existe ningún horizonte que ofrezca expectativas”.
La maniobra final busca instalar la idea que el gobierno es el responsable del debilitamiento de la cuarentena.
¿Qué lograron? Que tienda a coincidir el pico de la pandemia con la deslegitimación del principal instrumento contra la pandemia: la cuarentena y el distanciamiento social. Que allí donde había Estado haya un supuesto emprendedor sanitario sin memoria de sus tareas de cuidado. Que donde había pandemia haya más pandemia.
La estocada final es de manual: es la idea de que el gobierno es responsable del debilitamiento del aislamiento social. En una nota en Clarín titulada “Cuarentena “irracional”: Argentina, entre los países con mayor movilidad en las calles en pleno pico de casos de coronavirus”, Pablo Sigal dice:
“Eso queda expresamente graficado en los países en los que hubo un claro correlato entre el pico de la pandemia y el momento de menor movilidad de la gente. Es decir, cuando el peligro más acechó fue cuando la gente más eligió quedarse puertas adentro”. “Eso, que ha sucedido en la mayoría de los países que han atravesado el pico de casos no es lo que ocurre ahora en Argentina. Y por varios motivos. Uno de ellos, que el momento para estar confinado para muchos ya pasó”.
Es decir: la cuarentena empezó antes y, por lo tanto, terminó antes. Por eso, el mayor pico de contagios coincide con la debilidad de las medidas para intentar evitarlos: el recluirse en casa. El culpable es el gobierno. Ese keynesianismo rústico, según esa perspectiva, tiene un mal diagnóstico del ser humano: no entiende, entre otras cosas, la pulsión natural de lo humano hacia la libertad. El neoliberalismo sensible, en cambio, posee la fórmula de acceso al mundo emocional de los argentinos y las argentinas. El primero, según esa perspectiva, termina siendo inhumano. El segundo, una gerencia eficiente de los afectos superficiales.