Los casos de Carlos Blaquier y Jaime Smart permiten desentrañar cómo la justicia de Macri protegió, mientras pudo, a los cómplices civiles de la dictadura.
Un gran sector de la justicia federal no solo fue (y es) garante de la impunidad del régimen macrista frente a sus trapisondas (delitos económicos, espionaje y abusos de poder, entre otros deslices), sino que también benefició a represores de la última dictadura, especialmente a sus cómplices civiles. Lo prueban los casos del empresario Carlos Pedro Tadeo Blaquier (dueño de la agroindustrial Ledesma) y el del abogado Jaime Lamont Smart (ex funcionario de facto).
Tanto es así que, en 2015, al primero le fue revocado su procesamiento por delitos de lesa humanidad cometidos en Jujuy, sobre cuyo territorio sigue ejerciendo una suerte de poder feudal. Y al otro, condenado a perpetuidad por secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones en el denominado “Circuito Camps”, le fue concedido, en 2018, el arresto domiciliario.
En ambos casos intervinieron los siguientes integrantes de la Cámara
Federal de Casación: Gustavo Hornos, Juan Carlos Gemignani, Eduardo Riggi y Mariano Borinsky. Un notable cuarteto.
En 2015 le revocaron el procesamiento a Carlos Blaquier por delitos de lesa humanidad.
Ahora, sin embargo, sendos fallos de la Corte Suprema –rubricados en forma tardía y no sin un forzado espíritu de adecuación a los nuevos tiempos– dieron por concluidas semejantes indulgencias. De modo que Blaquier quedó nuevamente a centímetros del banquillo de los acusados. Y Lamont Smart ya ha regresado a la cárcel.
He aquí dos símbolos vivientes del rol civil en el terrorismo de Estado.
El Rey Sol
El 8 de agosto de 2012 aún no terminaba de clarear, y el anciano ya estaba en el tercer piso del Consejo de la Magistratura. Había llegado con anticipación para eludir la jauría de movileros. Su porte exhibía cierto parecido con la del simpático Mister Magoo. Era don Blaquier. Lo escoltaban tres abogados, dos hijos, un médico y el prensero de Ledesma. Es que el “Rey del Azúcar” estaba a punto de ser indagado –mediante una videoconferencia enlazada al despacho del juez federal de Jujuy, Fernando Poviña– por algunas situaciones sucedidas en aquella provincia durante la última dictadura.
Entre estas resalta un hecho que pasó a la historia como “La noche del apagón: el secuestro de 113 trabajadores del Ingenio Ledesma –38 continúan desaparecidos–, ocurrido entre el 2 y el 27 de julio de 1976 en la localidad de Libertador General San Martín, también conocida como “Ciudad Ledesma”. Y siete ejecuciones previas, una de cuyas víctimas fue el intendente del lugar, Luis Arédez.
Smart fue condenado a perpetua por 60 desapariciones. En 2018, le dieron arresto domiciliario.
A las nueve en punto, se abrió la conexión con San Salvador de Jujuy. Aquella ceremonia judicial culminó con el procesamiento de Blaquier. Ya se sabe que, tres años más tarde, Hornos Gemignani y Riggi le sacaron las papas de fuego.
Ahora, el juez Esteban Hansen acaba de enviar a este tipo –ya con 94 felices primaveras– a juicio oral, después de que cuatro integrantes de la Corte Suprema revocaran el fallo de Casación. Pero su entonces presidente, Carlos Rosenkrantz, votó en disidencia en vez de apartarse. Tenía sus motivos.
De hecho, antes de saltar hacia el despacho más importante del Palacio de Tribunales, ese magistrado tuvo el honor de recibir una millonaria donación para la Universidad de San Andrés –de la cual era rector–, realizada por la (ya difunta) esposa del imputado, Nelly Arrieta de Blaquier.
El propio Rosenkrantz lo reconoció en 2016, durante la defensa de su pliego en el Senado, al aclarar que desde la Corte no se excusaría de intervenir en esa causa contra Blaquier con un argumento impecable: la donación no era para él sino para la casa de altos estudios.
Sin embargo, en aquella ocasión no mencionó que su esposa, Agustina Cavanagh, era la directora ejecutiva de la Fundación Cimientos –que, según su home page, promueve la “equidad educativa” a cambio de jugosos contratos con el Estado–, mientras que su presidencia la ocupaba Miguel Blaquier, un ex abogado de la azucarera y sobrino de Carlos Pedro. El mundo es un pañuelo.

Más allá de estas desprolijidades mundanas, este magnate es un hombre múltiple. En algunas librerías de saldos todavía se pueden encontrar al menos tres obras ensayísticas suyas; a saber: Pensamientos para pensar, El milagro griego y Los amores de Luis XIV. El título del primero lo dice todo. En el segundo, el autor vuelca su mirada sobre el mundo helénico, destacando que dicha civilización se erigió en “la gran conveniencia de limitar la cantidad de ciudadanos”, y sostiene aquella tesitura con un dato de suma utilidad para las sociedades contemporáneas: “En la antigua Grecia, los esclavos del Estado cumplían funciones de vigilancia y de policía”. El libro sobre el penúltimo monarca francés es, sin duda, su texto más íntimo. En parte, porque hace eje en el tórrido amor con su favorita, Françoise d’Aubigné, más conocida como Madame de Maintenon, con quien se unió en matrimonio morganático sin haberse separado de la reina María Teresa de Austria, en una clara alusión al vínculo simultáneo que él mismo mantenía con sus esposas, doña Nelly, y con Cristina Khallouf. Es que el bueno de Blaquier se cree la reencarnación misma del Rey Sol.
Es muy posible que por ello, su mansión porteña, La Torcaza, sobre la Avenida Sucre, en las barrancas de San Isidro, sea una versión desmejorada, casi naïf, del Palacio de Versalles. Sobrecargada con estatuas, mármoles de Carrara y un sauce llorón –obsequio del paisajista Carlos Thays–, este reyezuelo de cabotaje, atesora bajo su techo, entre visitas de embajadores, altos dignatarios de la Iglesia y baluartes de las finanzas, la ilusión de hacer propia aquella máxima acuñada por su ídolo: “El Estado soy yo”.
Carlos Rosenkranz recibió una millonaria donación de parte de la esposa de Blaquier.
“En el fondo, soy muy romántico”, le diría, al concluir el siglo XX, a su amigo, el marchand Nacho Gutiérrez Zaldívar, en un programa televisivo que éste animaba en la ATC del menemismo. También confesó: “La filosofía me resultó de gran utilidad en mi vida empresarial”.
Beneficiado por la dictadura del general Onganía con el monopolio de la industria azucarera a raíz del cierre compulsivo de los ingenios tucumanos, Blaquier anudó fructíferos lazos con todos los gobiernos de facto.
Lo confirma su intercambio epistolar con el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz. En una carta fechada a fines de 1978 se dirige a él con un efusivo “Querido Joe”, y no duda en expresar su “profunda admiración por la recuperación de la Argentina”. Hay un hecho que pinta a Blaquier por entero.
Durante un allanamiento efectuado tras su imputación en la sede central de la empresa, junto a legajos sobre trabajadores desaparecidos, también había un escrito que describe todos los trabajos de inteligencia efectuados por orden suya en 2005.
En “La noche del apagón” secuestraron a 113 trabajadores de Ledesma. 38 siguen desaparecidos.
Es que este sujeto no fue un simple colaborador de la dictadura, ya que –a diferencia del final de otros civiles bendecidos por el terrorismo de Estado– su poder continúa intacto.
A casi 38 años de la restauración democrática, Ciudad Ledesma perdura como un santuario de la etapa más ominosa de la Argentina. Porque aquella republiqueta privada es el único territorio del país en el cual la dictadura no terminó. La impunidad que hasta ahora supo acariciar a la figura espectral de Blaquier da cuenta de ello. Recién ahora debería responder por sus crímenes.
El nuevo Torquemada
El ex jefe de la Policía Bonaerense, general Ramón Camps, solía alternar sus tareas estrictamente represivas con la escritura de sus andanzas. Lo atestigua su libro Caso Timerman, punto final (editorial Roca, 1982). Allí agradecía al entonces gobernador provincial Ibérico Saint-Jean, a su ministro de Gobierno, Jaime Lamont Smart, y a otros funcionarios, por la asistencia brindada en “la investigación y los interrogatorios tendientes a establecer el trasfondo del diario La Opinión”. Dos décadas y media después, esa frase fue nada menos que el punto de partida del procesamiento de Lamont Smart, quien en mayo de 2008 tuvo el calamitoso mérito de ser el primer civil detenido por crímenes de lesa humanidad. Transcurrido casi un lustro, fue condenado a prisión perpetua por 60 desapariciones cometidas en los chupaderos controlados por Camps.
Es al respecto necesario situarnos en una mañana invernal de 1976. Fue cuando, durante un acto en la jefatura policial de La Plata, un individuo esmirriado que lucía traje gris arengaba a la tropa. De tanto en tanto, su mirada buscaba la aprobación Saint-Jean, mientras sacudía la mandíbula al compás de sus dichos. De pronto, soltó:

–La subversión, señores, es ideológica. Sus infiltrados están agazapados en el ámbito cultural. Todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.
Desde el palco, Camps lo escuchaba con deleite.
El orador no era otro que Lamont Smart, un abogado de familia patricia, al cual, en 1966, un decreto del dictador Onganía convirtió en magistrado de la temible Cámara Federal en lo Penal –conocida como el “Camarón”– cuya tarea era condenar –en base a confesiones bajo tortura–a opositores políticos.
Ahora, envalentonado por los aplausos de Saint Jean y Camps, remató sus dichos con una frase cargada de malos augurios:
–Hay mucho que averiguar en el país.
Pocos entonces comprendieron que aquella declaración de guerra tenía un destinatario excluyente: Jacobo Timerman.
Su gran inquina hacia el director del diario La Opinión se debía a que, en realidad, los hombres del gobernador soñaban con apropiarse del dinero de David Graiver, el principal accionista de aquel matutino, que acababa de morir en un accidente aéreo. En eso estaba Camps y también Lamont Smart.
En 2008, el abogado James Smart fue el primer civil detenido por delitos de lesa humanidad.
Timerman fue secuestrado en su casa durante la noche del 15 de abril de 1977. Idéntica suerte corrieron otras 20 personas vinculadas con Graiver. El director de La Opinión fue llevado primero a Campo de Mayo, antes de pasar por otros centros clandestinos. Y fue torturado con particular saña debido a su condición de judío, mientras Camps le inquiría sobre temas tan variados como la relación entre el diario y la guerrilla, el sionismo, la teoría marxista y, desde luego, el dinero de Graiver.
Ahora se sabe que Lamont Smart no fue ajeno a tales preguntas. Y que visitaba con frecuencia las mazmorras de la Bonaerense, por donde pasaron miles de secuestrados. De tal circunstancia fue testigo Mariano Montemayor, un periodista amigo del almirante Emilio Eduardo Massera, en oportunidad de ser arrestado por los esbirros de Camps debido a un lamentable malentendido que el general no tardó en remediar con una ronda de whisky.
La escena tuvo lugar en una oficina de Puesto Vasco, un chupadero bajo su mando. Y refiriéndose a las personas allí alojadas, dijo:
–Quiero que vea con sus propios ojos la peligrosidad de esta gente.
Entonces, con el fervor de un coleccionista, hizo desfilar ante ellos a los detenidos por el caso Graiver; entre otros, el padre del financista, Isidoro, y su viuda, Lidia Papaleo.
Montemayor no salía de su asombro. Lamont Smart estaba allí. El tipo se movía con la misma familiaridad que Camps.
Smart era habitué de las mazmorras de Camps, por donde pasaron miles de desaparecidos.
También tuvo que ver con otros hechos no menos escabrosos. En marzo de 1978 fue secuestrado el abogado Rodolfo Gutiérrez, quien solía jugar al polo con el ministro del Interior, Albano Harguindeguy.
Días después, alguien que no quiso identificarse le entregó a su esposa una carta escrita por él en su lugar de cautiverio. La misiva decía: “Yo sé que Lamont Smart me odia. Ignoro la razón. Y sé que yo, libre, soy para él un problema. Por eso temo que me mande a matar. Estamos sólo vos, las nenas y yo ante Lamont Smart y su ejército de policías.”
Gutiérrez integra desde entonces la nómina de personas desaparecidas.Ese fue otro de los hechos por los que Lamont Smart fue juzgado.
En 2012, ya poco quedaba de aquel hombre vehemente y furibundo; en ese momento solo era un anciano de aspecto quebradizo que tartamudeó unas palabras a un micrófono, antes de que el Tribunal Oral Federal 1 (TOF 1) lo condenara a pasar el resto de sus días tras las rejas.
No fue así. En 2018, los jueces Hornos, Gemignani y Mariano Borinsky le concedieron la bendición del arresto domiciliario.
Chapado a la antigua y, como tal, con hábitos de lectura pre-digitales, el tipo es un ávido lector de la edición en papel del diario La Nación. Tal vez, en la mañana del 15 de octubre se haya topado en sus páginas con la anulación de la falta de mérito a Blaquier. De ser así, es posible que aquella noticia le haya dado mala espina. No se equivocó. Una semana después, otro fallo de la Corte lo devolvió, a los 85 años, al penal de Ezeiza.