La sonrisa distendida de Horacio González se destaca como el mate en su mano izquierda. Se trata de la tapa de “Gonzalianas. Conversaciones sin Apuro”. Es la misma sonrisa que tiene en la portada de “Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres”, aunque en esta oportunidad, delante de un ecléctico collage con imágenes de Antonio Gramsci, el Che Guevara, Michel Montaigne, José Lezama Lima, Claude Levi Strauss, Franz Fanon y Ernesto Grassi, entre otros.
Siempre la sonrisa y la mirada profunda de González.
Son los dos libros que Horacio González dejó preparados antes de morir, el 22 de junio pasado. El legado de uno de los grandes pensadores argentinos de todos los tiempos, publicados ambos por Editorial Colihue.
Gonzalianas reúne una amplia y muy seductora nómina de nombres de quienes mantuvieron conversaciones con él: Diego Tatián, Esteban Rodríguez Alzueta, Fernando Alfón, Matías Manuele, Ezequiel Grimson, Cecilia Calandria, Guillermo Korn, Javier Trìmboli, Eduardo Rinesi, Gisela Catanzaro, Diego Sztulark, María Pía López, Christian Ferrer, Cecilia Abdo Pérez, Mariana Gainza, Mauricio Kartún y Guillermo Wierzba. Se abordan allí, en forma distendida, a la vez con mucha lucidez, temas como la política, el compromiso, el arte, la lucha del feminismo y la experiencia de Carta Abierta.
Como broche, la edición se completa con una entrevista de Horacio González a Diego Tatián y con el texto El pañuelo, que el propio sociólogo, filósofo, historiador, escritor, investigador y docente había leído el 7 de noviembre de 2019 al recibir el pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo.
Son los dos libros que Horacio González dejó preparados antes de morir, el 22 de junio pasado
Las conversaciones fueron propiciadas y compiladas por Mariano Molina, quien coordinó un acto de presentación realizado en la explanada de la Biblioteca Nacional, de la que González fue uno de sus directores más destacados. Participaron Diego Sztulark, Mariana Gainza, Darío Capelli, María Pía López y Eduardo Rinesi.
Allí también se presentó “Humanismo… ”. Se trata de una mirada profunda de nuestro presente, atravesado por la pandemia y la crisis económica global, y un llamado a pensar nuevas utopías que nos lleven a producir cambios para un futuro mejor. Fue escrito por González durante la pandemia que finalmente se llevó su vida. A través de más de 400 páginas el autor rescata el concepto de humanismo desechado por las corrientes filosóficas de la segunda mitad del siglo XX.
Contraeditorial, por gentileza de Colihue Ediciones, presenta a continuación una de las “conversaciones sin apuro”, la que González sostuvo con dramaturgo y director Mauricio Kartun.

VIVIR EL RITUAL: La revalorización de la palabra y el mito (Abril de 2019)
El aula y la teatralidad
Mauricio Kartun: Estoy recuperando fotos de aquella época. Tengo algunas fotos mezcladas. Incluso fotos que yo no sabía de dónde eran y me di cuenta de que eran de una salita que había adentro, como si fuera entre cajas del escenario del Aula Magna de Medicina[1].
Horacio González: Para mí es un recuerdo muy importante, porque en el fondo trasunta un ideal nunca consumado en la vida profesoral, que es ligarse con los antecedentes teatrales que tiene una clase, cualquiera que sea.
M.K.: Absolutamente. Y por el otro lado, eso de poner en práctica literalmente lo de pedagogía de masas. ¿Cómo es dirigirse a un auditorio?
H.G.: Eran tres mil personas, diez mil personas un día.
M.K.: Era muy loco.
H.G.: Lo recuerdo como un acontecimiento que me marcó mucho. Después siempre intenté tener algún tipo de acompañamiento, correlato, atmósfera, un clima teatral en las clases. Y además la profunda desazón de no poder llegar enteramente al teatro.
La condición del espectador no es un límite –el espectador es fundamental– pero hay algo en el espectador al que todo director de teatro, todo dramaturgo, todo actor, agradece como un par, y sin embargo hay una misteriosa asimetría entre el espectador y la obra teatral.
M.K.: Por supuesto. En principio hay una pasividad, una especie de condena de pasividad, de punto de vista único. El único que se mueve, que cambia el punto de vista es el que está arriba. Ve todo desde un solo lugar.
Lo asumí mucho tiempo después, pero para mí aquellas clases fueron muy marcadoras. Nunca sospeché que podía llegar a dar clases, porque me había ido muy mal en el colegio, no había logrado siquiera terminar el colegio secundario y entonces, para mí dar clase era una cosa casi impensable. Cuando empecé ese modelo de la clase espectacular, de trabajar para un grupo grande, fue el modelo que me dio confianza.
Empezar a laburar la teatralidad de la clase y hasta el día de hoy yo laburo con eso. Siempre cuando voy al origen, el origen estaba ahí. Vincularse a través de una representación. Alguien toma algo de la representación y saca una conclusión sobre eso.
H.G.: Lo difícil era vincularlo al relator. Tenía algo de las viejas radios, donde había un relator, y después venía la interpretación. Y como no había visualización de la escena, estaba todo remitido a la imaginación, que siempre es muy poderosa.
M.K.: Sí. También me parece que cuando uno rompe ese punto, esa condena del alumno, del tipo en silencio frente al conocimiento y uno va y lo busca, le propone otra cosa, le propone una identificación, una conmoción y lo sacas de ese lugar, ahí me parece que se crea algo realmente interesante.
Recuerdo haber ido a alguna clase tuya, que me invitaste mucho tiempo después, creo que en los ochenta o en los noventa, y las clases tenían algo de eso.
H.G.: Para mí también fue una inspiración descubrir que había una teatralidad reducida en la palabra, porque necesariamente la palabra es portadora de imágenes, pero tiene como anclajes fijos. En sí misma no es una representación, puede aludir a representaciones, y el repertorio enorme de metáforas que tiene cualquier acción retórica te permite un pequeño juego. Pero no vamos a confundirlo con una representación teatral en lo que es todo su término.
M.K.: No. Pero yo me acuerdo aquella vez que te visité habías hecho algo. Lo habías llevado a Fito Páez disfrazado. Algo extraordinario.
H.G.: Fito se prestaba a eso.
M.K.: Eso es extraordinario. Eso es un campo de representación, un campo de sorpresas. Ese alumno frente a eso queda perturbado.
H.G.: Después vi muchos ejemplos de ese tipo de actividad. Porque es el temor del profesor de que el uso de la palabra no sea lo suficientemente adecuado para despertar interés y por lo tanto confía en la representación teatral. Después se transformó. Hubo la diapositiva primero, la proyección cinematográfica después, y luego la televisión y todas las redes. Hoy el profesor, ¿qué puede llegar a decir? El PowerPoint… Para mí eso significó una vuelta a la revalorización de la palabra como la creadora de tensiones. Por lo tanto, ahora sospecho también de si este método empleado de una manera así, sin demasiadas prevenciones, puede debilitar lo que tiene la clase. Las clases tienen 2500 años de antigüedad. Las sociedades se montaron sobre el acto de dar clase. Y clase y teatro estaban muy fusionadas.
Y ahora ejemplifico en el PowerPoint y otras tecnologías que hacen que “el profesor sea menos aburrido, que llegue más, que utilice imágenes” y que la propia palabra escrita sean conceptos como consignas. A mí me parece más un retroceso enorme eso.
M.K.: Sin duda. Porque lo que se debilita es el acto de elocuencia. En un campo analógico –justo ayer hablábamos en camarines con los actores en relación a decir– ¿qué es el trabajo del director? Y yo decía que el trabajo del director es el trabajo de la elocuencia. Creo que lo que desarrolla un director teatral es elocuencia. Si alcanza el grado máximo posible puede incidir sobre el actor con la palabra. El maestro hace exactamente lo mismo. Hay algo del acto de elocuencia que transforma. El acto de elocuencia que logra llegar adonde no llega otra cosa.
Coincido con vos. Estas clases ilustrativas, estos PowerPoint, en todo caso lo que hacen es que suplantan esa búsqueda, suplantan la búsqueda superior, la de la elocuencia simplemente por la ilustración, por la imagen. Se vuelve mucho más chico.
H.G.: Porque otra cosa es pasar una película. Si vos pasás Kilómetro 111 es otra cosa. Evidentemente hay analogías con la historia social efectiva de la Argentina y después hay imágenes que se pueden analizar. Y una vez que pasaste la película, o cualquier otra, El general Della Rovere de Rossellini, que a mí me gusta mucho, tenés que devolver algo con tu propia elocuencia. No podés decir “la clase es bárbara porque la dio un tal Rossellini”.
M.K.: Absolutamente. En relación con eso que vos decís sobre la teatralidad, por ejemplo, los mejores recuerdos que yo tengo de mi formación en el colegio secundario son esos maestros que uno siente como modificadores. Yo los recuerdo como en una actitud teatral. Lo que me queda era como esa presencia frente al personaje. Eran personajes. Lo que uno en el teatro llamaría el personaje, en términos de una singularidad, alguien que no quedaba atrás del conocimiento, sino que el conocimiento y su presencia era lo mismo. No puedo separar lo que me decía de cómo lo decía y desde dónde lo decía.
Tuve un profesor de secundario que era poeta y cada tanto venía con unos libritos a mimeógrafo que le comprábamos. Era un tipo que nos enseñó muchísimo de literatura. No puedo separarlo de eso. Hay algo como la propia teatralidad del personaje. Nunca lo veo con el conocimiento adelante y una presencia desafectada atrás. Siempre está lo teatral ahí.
H.G.: Te agregaría un tipo de presencialidad. Teatralidad es todo me parece. Una presencia fija, y de apariencia inerte, ¿no puede también ser poseedor de la elocuencia? Habría que verlo eso. Porque la elocuencia es la locución, un tipo especial de locución que tiene su pathos. Que no tiene que notarse como tal y tiene que ser una resonancia interna muy fuerte. Digo esto en mi defensa. Porque ahora estoy muy sentado en la silla.
(Se ríen).
M.K.: Aquello fue extraordinario…
Yo tengo esa sensación –además– de un público muy sorprendido, que no sabía qué era lo que iba a ver.
H.G.: Eran estudiantes, además. La diferencia entre espectador, público, estudiante, es sutil. Hay que mantenerla. Pero la sutileza puede crear un oleaje que vaya y venga respecto a lo que es un estudiante y un espectador.
M.K.: Es cierto. Creo que la gran sorpresa era justamente desde el rol del estudiante. Ese que se sentaba allí y que se transformaba en otra cosa. Que iba como estudiante y se transformaba en espectador, en alguien que veía algo, que seguía un hilo de representación, que se reía. Y que después venía ese otro, el maestro con micrófono, que es el que de alguna manera podía sintetizar qué pasó.
H.G.: Se podría decir que eso sería innecesario. He ahí el problema.
M.K.: Sería innecesario si fuera teatro. Siendo una clase me parece que es lo contrario. Es lo que decís vos: después de la película hay alguien que viene, toma esa película y desmenuza, propone, cuestiona.
A mí me parece que ahí se arma como una especie de refuerzo. Que por supuesto, no lo podes tener en todas las clases, no todos los contextos lo permiten. Creo que ahí se armaba muy bien.
H.G.: Hay que recorrer la época también. Había una reformulación de instituciones. Y la institución pedagógica es una institución central en toda sociedad, porque está en la familia, en el estado, la vida cotidiana, en el habla común.
M.K.: Y leíamos libros sobre pedagogía y nuevas pedagogías.
H.G.: Esos libros quizá quedaron muy atrás. Las nuevas pedagogías, Paulo Freire, Illich, pretendían un tipo de alumno participativo, finalmente comprometido con su época y militante también. Ahí hay un tema fuerte, ¿no?
Creo que las experiencias de esa época pretendían –también– llegar a un estudiante que diera el salto hacia la militancia. No sé si era una pretensión indebida respecto a las aspiraciones. Es decir, el militante político ya convencido y encaminado hacia un conjunto de certezas piensa que tiene que convertir a todos los demás en su propia figura. Eso encierra un problema. Pero dicho hoy, porque en esa época yo no pensaba que eso tuviera un problema.
Creo que encierra el problema de si no hay un abanico de posibilidades muy amplias en una persona más diáfana respecto a su conciencia. Y el militante, creyendo que su pedagogía es la superior, es un agente de cancelación de esa multiplicidad de opciones, ¿no? Es el mismo problema de los padres que dicen “tomá la comunión, o confesate cuando llegue tu madurez”. Y no es así, la Iglesia sabe que tiene que hacerlo cuando no está esa madurez, que tiene que poner el sello en el momento más temprano, cuando esté la conciencia en estado más abierto e ingenuo, que sea una cosa plástica. La tabula rasa, digamos.
M.K.: De todos modos, me parece que siempre en la pedagogía –en algún costado– hay una voluntad evangelizadora. Uno siempre quiere contagiar.
H.G.: Prefiero pensar eso al profesor que dice “después ustedes tomen”. El sacerdote dice “después hagan lo que quieran, pero yo te bautizo. No acepto que llegues a los 15 años ya maduro y digas me bautizo”. No está sometido a opción, está sometido a un llamado imperativo, que si te lo perdieras dejarías de ser alguien realmente creyente.
Ahora, al despertar la creencia en un acto ilustrado, argumental, vinculado a una razón argumentativa, al mismo tiempo con consecuencias emotivas, es lo más complicado. Porque en realidad, para mí la situación discipular, todo lo que eso implica, es problemática también. La relación maestro-discípulo es por supuesto una relación que viene de tiempos inmemoriales. Fundaron sociedades. Ahora, en este momento, me parece que es un uso rutinario y fuera de lugar eso, ¿no? Pero lo siento yo como viejo profesor por el cual han pasado treinta mil, cuarenta mil estudiantes… Y cuando alguien te recuerda sentís una ligera emoción. Muy ligera, porque por un lado ves que son vidas que se separan, ya lo que dijiste no pesa para nada en esa conciencia. Pero por otro lado tenés el ligero resquemor de si algo no habrás dejado. Y si algo dejaste, se produjo lo que los psicoanalistas llaman transmisión, concepto con el cual no estoy muy de acuerdo, porque entre lo que sale de un lado y se recibe de otro pasa algo que lo transforma. Entonces, una transmisión transfiguradora. Inquieta si no dejaste algo. Y si dejaste algo, ¿será un discípulo?, ¿qué será? ¿Será alguien que te recuerde, te respete, con todas las modalidades del tiempo que se te ocurran, incuso cuando ya no estés? Para decirlo con un terrible eufemismo…
M.K.: Yo soy más optimista…
(Se ríen).
H.G.: Menos mal.

M.K.: Soy más optimista. Creo en una especie de cadena, casi te diría como de mecanismo natural estimulado por una voluntad generosa, que es la de compartir con otro aquello que a uno le ha servido. Darle a otro aquello que uno utilizó para crear algo, para pensar algo y aceptar que el propio acto de que sea tomado y transformado ya es un acto trascendente.
Pienso, en todo caso, ¿qué es la trascendencia? En un maestro la trascendencia es justamente eso: esa posibilidad de transformación mínima que uno hace en el otro, que toma estas herramientas, que las toma de uno y no las podría tomar de otro, porque uno sabe cómo transmitirlas o porque uno las tiene y otro no.
Me parece que esa cadena, en cierto acto básico de humildad, sin querer darle a eso un carácter heroico, es justamente la trascendencia. Y me parece que eso también es lo que hace a la belleza del oficio del maestro. Eso pasa al otro…
H.G.: Sí. Uno se educó políticamente en las burlas tipo jauretcheanas al maestro de la juventud. Eso lo he revisado también, porque el típico ejemplar del maestro de la juventud era Alfredo Palacios, que creía en ese papel. Si creés en ese papel, es casi seguro que después motivás fuertes desvíos respecto a la figura que vos creíste construir bajo la forma de ser maestro. Palabra que parece inocente porque profesor universitario, etc., son palabras institucionales. El maestro alude a Platón y a Aristóteles. Entonces, hay una reacción quizá justificada ante el maestro de la juventud, y uno puede decir que pierde su juventud si escuchó demasiado al maestro de la juventud.
Con esto quiero decir que el maestro de algo tiene que ser algo subrepticio, tiene que serlo de una manera tácita, casi indiferente o casi aquella con lo cual no conviva o ni se dé cuenta de que existe, motivada por la casualidad de haber hecho un hallazgo –que puede no ser tan casual– debido a que el hallazgo se hace después de prácticas anteriores que suponen buscar algo infructuosamente. Y el hallazgo ocurre cuando no lo esperas, cuando ya te das por cumplido en tu fracaso respecto de que no hallaste nada y por ahí aparece inesperadamente.
M.K.: Ahí lo complicado es de dónde sacás vos, como maestro, la motivación. Desde ese lugar es difícil imaginarlo.
H.G.: Pero es importante qué se imagina uno cuando habla, cuando da una clase. Evidentemente en el teatro me parece que es diferente, porque tenes que emplear la voz de una manera específica. Incluso cuando la voz pueda ser quebradiza o inaudible, que también está trabajado en el teatro. En cambio, en una clase lo inaudible es tomado como una mala forma de la educación.
M.K.: Es cierto. En la clase está todo. Está presente la duda de un maestro frente a una pregunta también.
H.G.: Significa mucho eso. Para mí el alumno que pregunta siempre te toma examen. Es la verdadera retribución enconada del alumno, a veces sin saberlo, pero a veces no.
¿Qué hace un alumno cuando ve que el profesor sabe menos que él? Siempre hay alumnos que saben más. Comprobado efectivamente que puede haber malos datos, mala información, precariedad. ¿Qué hace ese alumno? ¿Se queda en el molde o revela ante todos que el profesor es un inútil? Es un problema ético muy grave el del alumno.
M.K.: Y de personalidad. Uno siempre va teniendo de los dos, va alternando las dos presencias.
H.G.: Porque si hace eso demuele una institución. Es un alumno y el otro debe tener más años, un título, etc. Y si no lo hace se queda con la duda de si no podría intervenir en mejorar esa institución.
M.K.: Casualmente también recordaba –en estos días– algo que es simplemente analógico, pero a mí me sirvió. Alguna vez me contó el negro Carlos Carella que, cuando él trabajaba en televisión, el gran problema que tenía es que él no podía revelar cuando sentía que estaba actuando mal. Él no podía cortar y pedirle al director hacer todo de nuevo, porque se supone que el que sabía era el director. Por lo tanto, el rol del actor era un rol pasivo, que si salía mal había que aguantar. Y un día me dijo: “Creo que el momento en el que alguna vez me di cuenta que tenía algún poder, fue el día que le pude parar una grabación a Stivel, que era como el rey del centímetro, el tipo que hacía todo, y decirle ¿la podemos hacer de nuevo? No me salió bien”.
Eso que me contó el Negro, en relación a la actuación, me sirvió mucho cuando empecé a dar clases, cuando descubrí que podía pasar, que no necesitaba seguir hablando cuando no sabía, que podía expresar la duda. Y que frente a una situación de duda podía parar la clase y decir “lo voy a estudiar y la semana que viene traigo”. Si yo rompía ese rol de no tener que saberlo todo, de no tener que resolver algo necesariamente en la clase, eso también era –en términos pedagógicos– interesante. Era pensar: estoy en un lugar donde cuando aparece la demanda, acepto la hipótesis de que esto no lo sé y salgo a buscarlo, porque ustedes me ponen en ese lugar para que yo lo resuelva.
H.G.: Eso está muy bien.
M.K.: Creo que cambia cuando uno puede aceptar esto. O cuando puede aceptar que alguien levante la mano en la clase y aclare algo que uno dijo algo mal, por ejemplo.
H.G.: Por supuesto. Yo me refiero a situaciones más extremas, donde efectivamente las clases son una lucha por el conocimiento. No es alguien que lo imparte o lo inculca, que sería peor, que es como darle una inyección a alguien en las nalgas. La clase es una creación artística, de segundo grado, pero es una creación artística.
Personalmente prefiero hablar con derivaciones que pueden ser insoportables y después volver al punto de inicio. Porque una pregunta tiene una responsabilidad si corto un flujo que se está armando, que se está amasando. La pregunta estudiantil pedagógica, ya no el estudiante que presume estar más en la riña del conocimiento avanzado que el profesor, sino el estudiante que de verdad quiere saber, el estudiante más ingenuo, ese también tiene una responsabilidad con su pregunta pedagógica. Te pone en el lugar de una desigualdad, donde tenés que explicar cosas que son el abc de una disciplina, por decir de algún modo. Ese tipo de explicación a mí me resulta más difícil que hablar de forma insustentable. Lo insustentable de una elocución, en mi caso, sería lo que llevaría a la elocuencia, lo que tiene un costo alto en barroquismo, en momentos oscuros y demás. El que te interrumpe diciendo “pero dígame bien qué quiso decir”, tiene razón absolutamente, pero también arruina algo, ¿no?
M.K.: Claro. Si a cada metáfora le preguntás qué quiere decir, la transformás en una comparación.
H.G.: Pero tiene razón. Para algo es un alumno, se toma el trabajo de tomar el colectivo, perder dos horas de su vida…
Una lucha de dos tiempos
M.K.: Volvemos a la teatralidad. El espectador que resopla, que se duerme, el que prende el telefonito. Eso también está hablando de que no hay comunicación.
H.G.: El teléfono que suena en medio de la obra… Eso es tremendo. Es el aviso del mundo contemporáneo hacia un viejo arte, que es milenario, diciendo “Ojo que estamos nosotros, no te hagas el vivo muchos siglos más porque…”.
M.K.: Tal cual. Es una batalla que casi te diría ha dejado de ser simbólica para ser absolutamente concreta. Ahí luchan dos tiempos. Cuando en el teatro irrumpe esto hay una lucha de dos tiempos. Por un lado, un tiempo más pedestre, más natural, que es el tiempo del teatro, a pie, con un solo punto de vista, recortado. Y de pronto el otro, ese tiempo aéreo, alguien que mientras está viendo la obra está contestando algo a otro lado remoto. Es una batalla.
H.G.: El teatro es el tiempo absoluto en sí mismo. Pero pasa lo mismo cuando varias personas hablan por teléfono en el subte. No es el tiempo del viaje. Hay otros tiempos remotos, indescifrables y con eso tenés que convivir. En el subte es interesante, porque te permite la pregunta ¿qué hay otra cosa de tu viaje? Pero en el teatro arruina algo.
M.K.: El subte tiene algo de tiempo abolido. Un no tiempo en el cual lo llenas con algo. Pero en el teatro está lleno. Y con el teléfono, en el teatro, lo estás rompiendo.
Hoy por hoy esa es la batalla. El teatro te propone dejar durante una hora, dos horas, ese otro tiempo y aceptar un tiempo realmente prehistórico. Y por eso hay gente que ya no lo banca al teatro. Que ya no lo banca o que no lo bancó nunca. Hay ciertas generaciones que nunca lo incorporaron. Y gente que se sorprenden con el teatro, que por ahí lo idealiza como algo más televisivo, en el sentido de más ritmo, y cuando se encuentra frente al hecho teatral, que es una especie de mole, no lo soporta y se dispersa. Y otros que no, que aceptan el ritual y lo viven como tenés que vivir un ritual, que es el tiempo abolido.
H.G.: Por otro lado, las fórmulas que encontró el teatro para dirigirse a distintos públicos es la misma que encontró la literatura también.
M.K.: Absolutamente. Pasando, en principio, por cierta hipótesis que comparten la literatura y el teatro de la miniaturización, ir cada vez a formatos más chicos simplemente porque se supone que el formato más chico es más tolerable. Porque la inyección chica duele menos. En un acto que es definitivamente su condena, porque el teatro más chico es el que no sucede. La literatura más chica es una letra.
H.G.: El miniaturista corre el peligro de reducirse tanto que…
M.K.: Que lo hace desaparecer…
Creo que –justamente– el teatro hace esto de alguna manera, inevitablemente concesiva a lo que le demandan, y la literatura también, y aparecen las microficciones y eso. Me parece que la salud de la literatura y del teatro está justamente en seguir sosteniendo los tiempos originales. Porque además son tiempos orgánicos, tiempos de la tierra, son los tiempos de un jardín.
H.G.: Me parece que el tiempo es el tiempo que inventaron los griegos. Ahora, es tan largo que te ocupa todo el día, ¿no?
M.K.: Claro.
H.G.: Pero creo que ese es el tiempo. El tiempo es el tiempo de mímesis, de reproducción de la vida bajo otras condiciones. Pero eso no se puede. Es cierto. Tiene que ser el tiempo de un viaje en subte, de algún modo, un viaje largo de subte. De la estación Virreyes a Catedral.
M.K.: En los últimos años redescubrí el caminar, que es una cosa que hice siempre. Pero lo redescubrí a la luz de la experiencia de la diferencia. Cómo se activa mi imaginación caminando versus cualquier otra alternativa. Y lo que me di cuenta es: ¿por qué no lo sentía antes? Bueno, simplemente porque era más natural caminar y no había con qué compararlo. Ahora sí lo puedo comparar. Y eso son los tiempos.
H.G.: Es difícil. Creo que el único filósofo que escribió sobre eso fue Nietzsche. Caminar filosofando. El caminar como una actitud filosófica también. No es que porque caminás filosofás, sino que en el caminar está la filosofía.
M.K.: En el caminar está la filosofía, sí.
H.G.: Zaratustra que bajó bailando de la montaña. O bailar también.
En Platón hay una escena en el patio de Callias, donde el maestro va con sus discípulos –ahí se llaman discípulos– en una formación de alas. Y el maestro va hablando y los discípulos están alrededor, escuchan, llegan a la pared contraria, y se vuelve a recrear al revés, y en cuatro o cinco pasajes está la clase. Entonces tiene una evidente teatralidad eso.
La ineludible presencia del mito
H.G.: Vos sos un especialista en escuchar las voces, el extracto de todas las voces populares. De todas las voces de la ciudad digamos, más que populares. Perdona que te haya dado un título.
M.K.: Es definitivamente así. A veces pienso y comparto con los alumnos que los dramaturgos trabajamos recuperando un residuo, un desecho, que es la palabra coloquial. Ni el cerebro la registra. Uno recuerda en el día qué dijo, en el sentido del sentido de lo que dijo, pero nunca recuerda las palabras que usó. El cerebro tiene una especie de capacidad de olvido, de limpieza con las palabras que usa. No recuerda la palabra que usó ni la que usó el otro con uno. Uno dice “qué me dijo”, pero no “cómo me lo dijo”. Y la dramaturgia, de alguna manera, no es otra cosa que el arte de construir poéticamente utilizando como materia ese desecho, esa palabra que de otra manera se pierde.
H.G.: La tradición de trabajar con el desecho también está en la literatura.
M.K.: Sí. Una de las críticas al libro de Cristina es “ah, pero está escrito como habla”. Uno lo lee y dice “es ella hablando”.
H.G.: Tiene muchos desechos. Uno que recuerdo “tomá mate y avivate”, en medio de un análisis del PBI. A mí me parece que está bien, siempre que no se abuse. Por supuesto el abuso de cualquier método te lleva a destruirlo un poco.
Me parece que la escritura de ese libro entraña cierta pregunta respecto a cómo se hacen los libros. Porque La razón de mi vida es obvio que no está escrito por la autora, pero la fusión entre la voz de la autora y ese escrito es más grande, lo más grande a que se pueda aspirar en algo que no hayas hecho vos. Con lo que después se produce una rara articulación, identificación, construcción de una tercera voz.
En el caso de Cristina es evidente que son sus modismos, que probablemente hayan sido incorporados después como forma de fidelidad a la voz. Porque no creo que sea un libro linealmente escrito ese. Hay mucho montaje invisible ahí.
M.K.: Será por una desviación dramatúrgica, pero a mí a todo lo que implica lo coloquial, le encuentro una verdad y le encuentro franqueza.
H.G.: Por supuesto. Una palabra menos elaborada. Pertenecen a herencias, son una dinastía, vienen de muy lejos. Por ejemplo, la exclamación “dios mío”. En el libro de Cristina a cada página hay un “dios mío”, con distintos valores, asombrándose de la necedad del otro o implorando o creyendo.
M.K.: O ironizando…
H.G.: O ironizando. La ironía se basa –justamente– en la capacidad de hacer creer a otro que decís en serio una frase que tiene un reverso. En ese sentido, me parece que la expresión coloquial, que vos llamas desecho, arrastra las comprobaciones hechas por toda la humanidad durante siglos. Cuando pescas algo, estás pescando probablemente una frase de Platón que viajó durante veinticinco siglos y se convirtió en una frase de tu tía, ¿no?
M.K.: Tal cual. Hace unos años había un blog que se llamaba La gente anda diciendo, y que recuperaba fragmentos del habla. Y en la exposición de ese fragmento se encontraba la belleza. Nosotros lo hacemos desde hace muchos años como ejercicio en dramaturgia, pero nunca lo había visto en una aplicación más popular. Alguien que de pronto toma el fragmento de algo que alguien dijo y lo expone. Y en ese acto tradicional de la exposición es arte, uno lo lee y dice “ah, pero qué bello”, o “qué divertido”, “qué interesante”. Hasta que no aparece esa exposición somos incapaces de valorizarlo.
H.G.: ¿Y cómo ves el cliché en la exposición? Sea la de un profesor, o sea la de alguien, un hablante cualquiera en el subterráneo. El cliché, según cómo se use, puede pasar a primer plano cuando vos creés que es tu soporte y tu forma de sostener lo que decís y termina invadiéndolo todo.
M.K.: Eso es inevitable con las repeticiones. Pasa mucho en las clases. Justamente me parece que, volviendo a las virtudes de aquellas clases, no permitían repetirse. Uno de los horrores que vivimos los docentes es la repetición cíclica de algo, a lo cual, al momento de decirlo, no aparece la creatividad elocuente, sino que aparece el cliché, simplemente la repetición de una fórmula. Algo que uno ya dijo y repite casi de una manera mecánica.
A veces me descubro diciendo cosas de las que no estoy profundamente seguro. En las clases me veo diciendo cosas que alguna vez escuché, que incorporé, y si tuviese que defenderlas no sé qué haría. ¿Por qué las decís? Porque son lugares comunes de la elocuencia de otros.
H.G.: Eso me parece que también es el mito. Por eso no es indiferente que eso exista en nuestro lenguaje. Puede ser hecho con la materia más rutinaria e inexpresiva, pero evidentemente tiene cierta jerarquía. Los mitos no tienen por qué ser el de Palas Atenea. Hay pequeños mitos de nuestro lenguaje. La rutina está muy conectada con el mito, o la reiteración inhábil o incapaz de transmitir una cosa nueva. Pero te sostiene en la medida en que millones lo han repetido a lo largo de la historia.
M.K.: Absolutamente.
H.G.: Entonces, esa millonada de sostenes que tenés invisibles, hacen de la tontería de tu cliché algo más interesante.
M.K.: La mitología es una biblioteca veinticuatro horas. Es un maxikiosco abierto ahí, para que uno resuelva cosas. Siempre está ese mito en el que uno encuentra la situación en la que está, en la que uno puede reflejarse y verlo dinámicamente cómo empieza, se desarrolla y cómo termina.
H.G.: Tu teatro es un teatro absolutamente mitológico.
M.K.: Definitivamente…
H.G.: Los temas están en la Biblia o en la mitología griega.
M.K.: O en mitos populares.
H.G.: O en mitos populares. Pero son los de la Biblia también.
M.K.: Por supuesto. Bachelard dice “toda metáfora es un mito en miniatura”. Y creo que uno, a veces, como escritor, encuentra –no diría cualquier metáfora– esa metáfora que se constituye como mito. Escribí El niño argentino tomando esa imagen desmesurada de la familia que iba a Europa y llevaba la vaca en la bodega. Entonces, en esa desmesura está la construcción del mito.
Yo digo: esa Argentina que gastaba en aquella época el veinte por ciento del PBI en viajes a Europa, encuentra la imagen que la porta en el mito de una familia que le paga el viaje a una vaca y a un peón para tener leche fresca durante los veintiocho días de embarque. Ahí está el mito de la Argentina que dilapida, del rico argentino, como decían en ese momento en Europa.
H.G.: Está muy bien que pienses el teatro en términos de cierto desciframiento de las grandes leyendas que actúan como mito. La vaca en el barco… los jugadores de ping pong… del tiro a la paloma en Alas de criados.
M.K.: Ahí está el mito también. Y es una metáfora.
H.G.: Sobre todo en Terrenal y Salomé.
M.K.: Ahí aparece directamente lo bíblico.
H.G.: Aparece la Biblia en la voz de personajes gauchescos. Hay un criollismo, un grotesco. Me parece que llegaste a un punto donde toda la mitología está puesta en términos de géneros, que existían y que también no se puede decir que obedezca todo a un género. Cada vez que uno descubre un género en tu teatro, se evapora porque aparece otra cosa. Son delicados montajes de muchos estratos de la conversación.
Te dejo pensando…
(Se ríe).
M.K.: En la semilla está el mito.
H.G.: Absolutamente.
M.K.: Si uno hiciera una reducción al origen genético, siempre está el mito, en todo.
H.G.: En el teatro obviamente. Solo que en tu caso hay una idea de ver a la Argentina como mito. La propensión hacia lo nacional entendido como un conjunto de grandes leyendas es evidente y es lo que ha caracterizado todo lo que has hecho. Es decir, lo universal y lo nacional entrelazados totalmente.
M.K.: Me doy cuenta –cuando estoy escribiendo– que solamente encuentro la paz, en el sentido de no tener que batallar con la obra, en el momento en que aparece ese mito que de alguna manera lo expresa. A veces es previo, pero no encontrás cómo ponerlo en la obra. Cuando en la obra aparece, recién en ese momento puedo dejar de batallar. Hasta entonces siempre es una lucha en la que por un lado, estás intentando el entretenimiento, por el otro estás intentando la belleza. Pero lo que verdaderamente le da sentido es la aparición de ese concepto total. Y siempre es el mito.
H.G.: Si no apareciera eso –no de una forma explícita– como alusión, como elocuencia, no habría público. Puede ser que dos o tres se vayan porque no lo entendieron, pero si los públicos se quedan es porque sienten que algo fuertemente resistente a toda la historia los está tocando.
M.K.: Con Terrenal nos pasa en un campo más controvertido, que es el público que se repite.
H.G.: Así era el público griego. Iba a ver Antígona una vez por día.
M.K.: Alguien que viene y dice “la vi tres veces, la vi cuatro veces”. Por un lado, viene en busca de la satisfacción de la propuesta mimética. La inteligencia mimética de los actores crea algo ahí divertido, interesante, gracioso. Pero, por el otro lado, es la búsqueda de una nueva lectura sobre el material. Te obliga también a pensar tu oficio de una manera diferente. No es simplemente lo que se lee en esa primera pasada. Hay alguien que puede volver y buscar más. Si escarba ¿hay algo más? Ahí es donde aparece la necesidad del mito.
H.G.: El mito es la tolerancia a la repetición, porque sabrás que algo no lo hará siempre lo mismo, ¿no? Ahí encontrás una diferencia en lo que parecía repetición.
M.K.: Pienso –también– el mito casi como el lugar que señala dónde. Acá está. Acá podes profundizar. Este es el eje.
H.G.: Claro. El mito es tu propia inconciencia respecto a tus repeticiones, al modo en que la torre de petróleo baja a tu conciencia y deja manar un chorro que siempre te asusta, porque es el mismo. Y al mismo tiempo estás con cierta condena obligatoria de decir “no estoy siendo siempre el mismo”.
Pero bueno, de eso ya se encargó Freud de analizar bastante bien.
M.K.: Cuando aparece ese horror… A mí me aparece mucho eso, la sensación de escribir, escribir, escribir y de pronto tener una especie de epifanía trágica y es “esto ya lo escribí, esto ya lo hice”. Como cierta recurrencia en cosas. Y decís “bueno, tenemos que ir, tenés que correr la torre de petróleo a otro lado, tenés que buscar la napa…” Ese repetirse, a veces, uno lo acepta resignadamente.
H.G.: Y hay que aceptarlo. Parece que todas las tesis de la filosofía contemporánea que se tiran contra la identidad, el esencialismo, el sustancialismo, hay algo de equivocado ahí. Lo que no está equivocado es que evidentemente, si hubiera un punto fijo para todos, sería una equivocación del conocimiento. Pero hay un punto fijo que se desglosa en simulacros de ese punto fijo, al punto tal de hacerlo desaparecer, si fuera el caso. Pero no puede no haber ciertas continuidades, no bajo la forma del que cree el que critica las esencias fijas, sino bajo una forma de máscaras. En ese sentido hay continuidades de máscaras, y esas continuidades de lo que cada vez aparece de forma diferente.
M.K.: Y por el otro lado hay algo claro, y es que –suponiendo que el petróleo esté en napas– las napas se agotan en cada creador. Hay algo donde uno trabaja durante muchos años, en la propia búsqueda, y hay momentos donde uno empieza a sentir “esto que salió ya salió”. Y ¿por qué debería ser inagotable? ¿Por qué uno debería tener un campo interminable? Hay que conformarse con tenerlo variado.
H.G.: Es posible eso. Cuando te dicen “es lo mejor que hiciste”, es algo que hiciste hace veinte años, y veinte años después hiciste veinte cosas más. ¿No eran interesantes? Era quizás aquello a lo que vos no le diste tanta importancia.
Es muy difícil juzgar también. Porque todos esperamos ser juzgados, y no necesariamente por razones religiosas, aunque algo de eso hay. Y la inocencia de quien te dice algo así, que es tu amigo, alguien que habla inocentemente… Uno quizá no recibe inocentemente cualquier juicio de otro.
M.K.: Tal cual. Siempre jodemos con eso. Nunca falta ese amigo que te dice “pero lo bien que la pasé yo con eso que vos hiciste en el 83. Como eso nunca volví a divertirme”. Y mirá que hice…
H.G.: Chau Misterix…
M.K.: Chau Misterix.
Me parece que en el camino del artista, la única posibilidad es romper ese malentendido. En principio, romper con el concepto de carrera, de correr y ganarle a alguien, o de ascender, porque que eso crea como una especie de sobredesafío de originalidad o de búsqueda en cada material, que nunca es el que te permite realmente profundizar y trabajar sobre lo que verdaderamente te inquieta.
Prefiero imaginarme esto que hacemos como un pasillo más que como una escalera. Un pasillo en el que uno va y se abren algunas puertas y uno entra y vuelve a salir y sigue caminando por ese pasillo, en el sentido también de aceptar la hipótesis de tener este año de una producción muy chica, de ir a zonas más intrascendentes durante un tiempo, y después meterse en un proyecto mayor. Lo que sucede es que la demanda instala esa hipótesis de escalera, como si vos lo próximo que hagas tiene que estar por encima de lo que hiciste. Y es imposible eso. Imposible. Ni tiene sentido, ni hay ninguna hipótesis de felicidad en ese proyecto de creación. Pasillo. Hacés una cosa, hacés otra. Lo que dejás es una obra que será tomada en un orden o desordenadamente en la hipótesis de valor que le den a cada cosa que hiciste. Porque si no es muy angustiante.
H.G.: Hay pasillos y derivaciones de esos pasillos, pasadizos. Así llegás a lo laberíntico.
M.K.: Tal cual.
Lenguajes
H.G.: El otro día estaba leyendo unas cosas de Ure [Alberto], que me parecen siempre cosas muy agudas sobre el arte de la actuación. Y también decía algo parecido al pasadizo, en el sentido de los actores que llegan al llamado estrellato, y que sin darse cuenta tuvieron una carrera. Pero es porque lo tomó otro mecanismo donde quizá los obliga a cambiar su forma de interpretación. De las tantas observaciones interesantes de Ure. No lo decía así, tan rústicamente.
M.K.: Cuando hace un rato hablábamos de escribir como quien habla, recordé ciertas sorpresas que yo tuve en los ochenta, con algunas primeras notas de Ure. Me sorprendían, justamente, por esa capacidad coloquial.
H.G.: Pero mirá qué coloquial que Fogwill, que era un burlón y trastocaba todo, lo llegó a declarar el primer escritor argentino de su época, por los artículos de Clarín. Fogwill, por supuesto, tenía una ironía avanzadísima, pero su agudeza era muy grande también. Cuando decía de alguien “un gran escritor” lo decía a trasmano de las consagraciones, las cosas obvias. Y quizá se burlaba un poco de sí mismo y de aquel a quien le atribuía un título. Pero señalaba algo.
Era un escritor importante, Ure. Y ponía interesantes observaciones en los programas de teatro. Me acuerdo de haber ido al teatro Los independientes, en Córdoba y San Martín, a ver Puesta en claro. Y el programa no explicaba la obra, decía “acá en este espacio territorial, donde están ustedes, los espectadores, se encontraron bayonetas oxidadas de las invasiones inglesas y demás a treinta metros, cuarenta metros… O sea que el espectador tiene que pensar en la obra, pero les recomiendo que también piensen en este espacio histórico, que es tectónico, el territorio, la tierra, lo que está sumergido, que es una historia que nos sostiene a todos, sin la cual no estaría este teatro, y sin la cual no estaría esta obra”. Y ahí pensé ¿de dónde salió este tipo?
M.K.: Me acuerdo. Muy interesante. Y todo el proceso de creación de Puesta en claro, que lo hicieron con ensayos abiertos. En un momento, creo que llegaron a cobrar entrada para ver los ensayos, porque la gente que iba la pasaba muy bien. Estaba él, en una consola, y manejaba las luces y hacía algunas cosas. Era muy interesante. Justamente, era alguien que rompía los clichés.
H.G.: Absolutamente.
M.K.: Ese ha sido su gran aporte.
H.G.: Quisiera mencionar, ya que estamos, un poco para ejercer la melancolía, a Ricardo Monti también.
M.K.: Ahí casi te diría que tengo que hacer una loa personal, porque Monti fue el tipo que a mí me rompió el cliché. Yo venía de cierta forma de producción, cierta manera de escribir, cierta manera de entender el teatro y cierto inevitable lugar pedagógico, de este que hablábamos al principio. Y entré a los talleres de Ricardo en el 79/80 y fue un estallido.
Justamente es un tipo que, desde su producción, pero también desde su trabajo como maestro, a toda nuestra generación –la generación de dramaturgos– les cambió la cabeza. Cada vez que doy clase hago créditos a aquello que incorporé directamente de Ricardo. Es el referente a la hora de pensar la dramaturgia desde un lugar diferente al que la conocíamos. Para todos los que habíamos estudiado dramaturgia –yo había estudiado a fines de los sesenta y principios de los setenta– los modelos siempre eran los norteamericanos, que de alguna manera eran los modelos de la industria. Era el teatro entendido como una zona de producción industrial, que devenía luego en experiencia a aplicar a los guiones en el cine. Y de pronto aparecía alguien que planteara la hipótesis de una dramaturgia desde el punto de vista poético, que les planteara a los alumnos olvidarse de ciertos procedimientos que teníamos mecanizados, confiar en el acto de imaginación como un acto creador en sí mismo. No pienso y luego escribo aquello que he pensado, sino entender el escribir como una forma analógica del pensamiento. Todo eso es Monti puro.
Había hecho un dúo perfecto con Jaime Kogan y eran una especie de par fantástico insuperable. Y luego creo que a él le costó encontrar ese nuevo director con el cual producir.
H.G.: Con Kogan hizo Maratón, Juego de abalorios. La oscuridad de la razón…
M.K.: La oscuridad de la razón, Rayuela, Visita…
H.G.: Ya estamos recordando demasiado por la edad que tenemos.
M.K.: De esas épocas que estamos recordando, nada ha quedado como era…
H.G.: Y no… Por supuesto. Hay que contar con nuestro envejecimiento y las enfermedades que son analógicas. Pero también las tecnologías que han surgido en el área de los espectáculos. No solo la televisión, ya que parece inocente frente a todas las demás tecnologías de reproducción de la imagen, de la voz…
M.K.: Y los lenguajes. Tengo a veces la sensación de que la dramaturgia se sostiene porque es una especie de grado cero, que atrás no hay nada. Porque es lo más viejo que hay.
Pero, por ejemplo, con los lenguajes intermedios, recuerdo haber hablado alguna vez con algunos amigos comunes, César D’Angiolillo, montajista…
H.G.: De Pino.
M.K.: Recuerdo hablar alguna vez con César y había leído un libro que él iba a filmar. Y me impresionó mucho cuando empezó a contarme cómo toda su habilidad en el manejo de la moviola, que era el trabajo de edición manual…
H.G.: Que se acabó totalmente…
M.K.: Había sido –en términos de oficio– prácticamente uno de los cinco mejores de la Argentina. Era el tipo que manejaba el lenguaje de edición por corte de la mejor manera. Y había entrado en estado de anacronismo en el momento en el que se comenzó a hacer la edición digital. Y entonces, cuando yo le decía “pero hay conversión de normas César, vos podes aplicar eso que sabes a la edición digital”. Y él me decía “No, yo hablo un lenguaje, lengua madre, y yo me expreso en ese lenguaje, y yo sé crear cortando y pegando. Si tengo que trabajar de la otra manera tengo que pensar primero y después hacer. Nunca llegaría a la espontaneidad que tiene hoy un pibe de veintidós años, que hace cinco que trabaja de una manera natural en la computadora”.
Un idioma desaparece, ¿no? Un lenguaje desaparece.
H.G.: Es como la última ona, que hace veinte años se murió y desapareció el idioma de los Selk’nam, de los onas. O una estrella que se apaga, para ponernos livianamente poéticos. Pero es así…
M.K.: Y que uno lo cree eterno cuando uno lo incorpora como lenguaje. Y de pronto ese lenguaje pierde vigencia, desaparece, entra en la oscuridad.
H.G.: Pero vos tenés una dramaturgia que justamente cuida de eso: de que cada tecnología que sugiere un nivel más elevado –supuestamente– de creación artística deja desechos y detritus que vos después volvés. Nada desaparece totalmente.
M.K.: No, pero ciertas zonas primitivas, como la dramaturgia, tienen una especie de seguro, porque atrás está el paredón, no hay nada. Está en el final. Nadie puede decir “se volvió vieja”. Es el gen de origen en todo caso. Siempre va a mantener esa condición.
Lo que me doy cuenta, en los últimos años que dirijo, es que también empiezo a sentir como cierto rechazo por cualquier intrusión tecnológica. Pero no por prejuicio con lo tecnológico, sino al contrario, casi te diría porque siento que el verdadero poder de esto está en una radicalización de ese origen. Como el teatro en estado puro es un cuerpo emocionado, atravesando un espacio bañado por una luz. Y eso de alguna manera, que es el origen, también es el futuro. Porque es lo único que puede sostener el teatro.
H.G.: Estoy de acuerdo. Porque si ves la pantalla, no del televisor sino de la computadora, o del teléfono digital, reproduce todos los lenguajes anteriores: herramientas, notas, archivo, navegar, exportar, todos los movimientos de las nuevas tecnologías están hablados con un lenguaje anterior, y ella misma no tiene lenguaje. Eso me parece que es lo que ha ocurrido. Entonces, ahí hay una enorme superioridad de los lenguajes anteriores, que son las metáforas con las cuales se denominan los intercambios que se hacen en forma digital. Por eso D’Angiolillo se equivocaba. Él hubiera podido ser el mejor montajista de la nueva época.
M.K.: Lo que implicaba aprender ese otro idioma y lo que probablemente le hubiera pasado es que siempre habría parecido como traductor, no como lengua madre.
H.G.: Claro. Pero es la destreza de las manos quizá. Veo que cuando se usa el teléfono se precisa una digitalización de pianista.
M.K.: Yo sigo escribiendo las primeras versiones a mano, porque siento que fluyo manuscrito. En el teclado corrijo muy bien, pero no puedo fluir escuchando, como es la dramaturgia, que es como una especie de escucha que uno va registrando. Y a mano lo hago. La sensación es que la mano me lleva.
H.G.: Eso es genial. Yo no lo consigo. Estoy en el teclado, pero lo uso tan mal que después tengo que corregir varias veces. Y ahí es donde se te puede ocurrir otra cosa. Y de ahí el barroquismo, porque se te ocurren más cosas que dejás, entonces las derivas son muy grandes y le exigís mucho al lector, al punto que te entienda tu ininteligibilidad. Entonces, ya es demasiado.
Un tema interesante es Borges, su crítica a la máquina de escribir. Los originales de Borges son con esa letra menudita, las tachaduras, lo que permite todo un acervo de estudiosos de la genealogía del texto. Todos los manuscritos de Borges tienen veinte tachaduras en cierta palabra, y arriba las hipótesis de uso de otras. Todo eso, detenerse una hora en cada palabra origina la paleontología del texto de Borges que da de comer a cientos de académicos, sobre todo anglosajones.
M.K.: Recuerdo un trabajo precioso que habían publicado en tu gestión de la Biblioteca: las notas de los libros.
H.G.: Es que esa es una literatura en sí misma. Si tuvo ironía lo que dije antes, lo quiero dejar de lado, porque la verdad es que Borges es muy inspirador respecto a la búsqueda de la palabra exacta. Y por lo tanto, el que estudia eso, está estudiando la génesis de la literatura misma. Así que corrijo la ironía anterior.
M.K.: Ahora que lo mencionás, podría hacer una especie de genealogía de algunas obras mías, anteriores, viejas, tomando los cuadernos, las correcciones, las reelaboraciones. Yo escribo a mano, pero el mismo día que lo escribí le doy el otro soporte, que es el de la computadora. Y ahí ya, cuando corrijo, no tengo registro de lo anterior.
H.G.: Se borra. La computadora y los mails y todos los intercambios hechos de algún modo van a aniquilar a los archivos. El archivo se basa en el testimonio. La palabra soporte ya es la metáfora fundamental de la tecnología para debilitar los soportes anteriores. Antes no decíamos “soporte libro”, era lo único que conocíamos. Ahora es un soporte entre tantos otros.
Por eso los servicios de inteligencia tienen tanta importancia, porque son los únicos que pueden escucharte, conocer tus mails, archivarlos. Y las grandes corporaciones que estudian tus gustos. Esos sí pueden archivar todo. El viejo archivista de la historia, el genealógico de los textos, son personajes en extinción.
M.K.: Con la pérdida que conlleva el no aceptar la hipótesis de registrar testimonios de los errores. Es decir, poder ver a la corrección como una energía, ver a la corrección como un fluido. Corregir, en realidad, está basado en la hipótesis de ver qué tomo y qué monto encima de lo que he tomado. Al desaparecer eso, es casi imposible entender cómo trabaja alguien. Yo puedo ver cómo trabajaba Borges, pero del que escribe en la computadora, ya no podes ver. Lo que ves es el resultado final. ¿Cómo llegó a ese resultado?
H.G.: Por eso me parece que este cambio tecnológico sobre las escrituras, finalmente sobre el pensamiento, y finalmente sobre lo que se llama subjetividad, es algo que obliga a pensar de nuevo, a pensar la política de nuevo. Volviendo al libro de Cristina: está escrito en cierta manera antigua. Y sin embargo hay núcleos de relato, por eso también de manera antigua, que son muy atractivos. El relato autobiográfico, la trastienda del poder, todo eso son grandes géneros del siglo xix.
M.K.: Y por el otro lado me parece que le da al libro una característica diferente en relación a algo que uno podría entender como un género, que es el libro que escribe un político cuando va a presentarse en una campaña electoral.
H.G.: Va más allá. Es eso, pero va más allá de eso. Hay un género que el Estado produce secretos. Ella es amante del secreto. Toda su vida, hoy, está envuelta en un misterio: el misterio de la decisión. Sin embargo, el libro cuenta muchas de las trastiendas, de peleas con el marido. Hay mucha trastienda que es probable que esté muy reelaborada, porque ¿quién puede contar la verdadera trastienda de la política?
M.K.: Adónde vinimos a parar partiendo…
H.G.: Creo que revisamos nuestras vidas indirectamente… Cinco décadas revisamos.
(Se ríen).
M.K.: Nos salteamos nuestro trabajo de supervisor de las películas de Solanas.
H.G.: ¡Claro! Con Pino. Le tengo mucho afecto. Hubo una no coincidencia política ahí. ¿Qué hacer con el afecto cuando hay una no coincidencia política? En mí no ha retrocedido, pero evidentemente algo pasa. Supongo que eso hay que preverlo siempre en cualquier relación afectiva. La apuesta es a mantenerla a pesar de que haya divergencias, ¿no?
M.K.: Totalmente.
H.G.: Igual Pino me parece que, como hombre político, abandonó un poco su vocación cinematográfica.
M.K.: Encontró esas formas semidocumentales. Pero es cierto que la abandonó.
H.G.: En sus películas, si bien había una ambición heroica, épica, era la épica del pueblo argentino, un poco a la manera scalabriniana.
M.K.: Recuerdo charlas en su anteúltima película, donde los dos hacíamos ese rol de supervisión, justamente diciendo “Pino, esto es mucho”.
Y como cierta fascinación, ya no por la metáfora sino por la alegoría de algo.
[1] Aquí Mauricio Kartun y Horacio González se refieren a una experiencia realizada en los años setenta en la Facultad de Medicina. Mauricio Kartun tenía un grupo de teatro que se llamaba “Cumpa” con el que realizaba teatro político y militante y estaban incorporados a la cátedra de Historia Nacional y Popular de Horacio González. Allí realizaban representaciones e ilustraciones teatrales que Horacio les solicitaba para las clases de la cátedra.