Pocas drogas generan tanta resistencia para un diálogo sincero como la cocaína.
El hecho de pegarse un nariguetazo, tomarse un tiro, un tirito, una raya, un pase o darse un raquetazo roza la incomodidad cuando emerge la discusión sobre el tema del consumo pese a que sea algo tan común que no es siquiera necesario distinguir clases sociales, rango etario ni población alguna.
Respecto a cómo llega al consumidor es aún peor hablar con franqueza pues bajo la denominación de narcotráfico entran todos los eslabones de la cadena.
En la producción, distribución, comercialización y consumo entonces debería centrarse la discusión sobre lucro y castigo, aunque esto no es tan lineal ni mucho menos pues la definición del narcotraficante o empresario varía según el contexto sociopolítico y las personas a quienes se le dirige o no la amenaza penal.
Los medios de comunicación masivos naturalizan un estereotipo que poco tiene que ver con los multimillonarios que lucran con lo prohibido.
En cuanto a la riqueza que genera esta mercancía, los datos son tan difusos que suele omitirse la existencia de una economía paralela que contribuye a la liquidez mundial en mejores condiciones que el litio o el petróleo que cotizan en las bolsas de valores.
Entre tanto, los medios de comunicación masivos reproducen imágenes o características del narco latinoamericano, europeo o norteamericano como una caricatura y llegan hasta naturalizar un estereotipo que poco tiene que ver con los multimillonarios que lucran con lo prohibido; los políticos emprenden una cruzada contra un potente enemigo -que ellos mismos definen- en la que creen actuar como generales y apenas sirven como peones funcionales al enriquecimiento de unos pocos.
El tabú sobre el alcaloide más rentable del mundo parece romperse cuando se trata de denominar a la cocaína pues tiene tantos nombres que es fácil sospechar de su gran popularidad: el polvo o petróleo blanco, la reina o diosa blanca, el champagne de las drogas, la papa, la papusa, el perico, la coco, la coca, la frula, la fafa, la merca, la mandanga, la pala, la farla, la farlopa, la merluza, la bolsa, la piedra, la milonga, la virula, son tan sólo algunas de sus creativas menciones en habla hispana.
La definición del narcotraficante o empresario varía según el contexto sociopolítico y las personas a quienes se le dirige o no la amenaza penal.
La historia de la hoja milenaria de los Incas es atrapante desde la mitología de los pueblos originarios que poblaron nuestra región. Según la leyenda, el hijo del Sol, Manco Capac, habría descendido al lago Titicaca para revelar la sabiduría de los dioses enseñando que la planta divina saciaba el hambre, daba fuerza a los débiles y ayudaba a olvidar la pobreza.
Lo cierto es que, a partir de 1860, la hoja de los indios de los Andes comenzó un largo camino hasta alcanzar el sabor más amargo o el más dulce -depende del ojo con qué se mire-, y convertirse en un alcaloide. El alquimista Albert Niemman pudo aislar el principio activo de la coca peruana, que también había intentado el francés Alfred Bichon.
En Estados Unidos los habilidosos de los mercados advirtieron inmediatamente que era mejor hacer negocios con la hoja, por un lado, reservándose el producto en su estado natural y, por el otro, con el alcaloide, para que lo disfruten en su pureza o mejor calidad clientes exclusivos.
Los laboratorios norteamericanos entendieron que era mejor su control para apoderarse de su comercialización como hoja o cocaína; el Estado comprendió que era más conveniente regular su distribución, comercialización y consumo mientras sus funcionarios pensaban cómo utilizar el poder punitivo como herramienta del control social para imponérselo al resto del mundo.
En Estados Unidos advirtieron que era más redituable que los clientes exclusivos disfrutaran del alcaloide en su pureza.
Hacia fines del siglo XIX, los laboratorios alemanes Merck, Boehringer y Knoll, llegaron a detentar el 80% del mercado mundial del alcaloide y esto resultó incómodo para los dueños de América. La doctrina Monroe era mucho más potente cuando se trataba del negocio más lucrativo de la historia y esto fue advertido desde un comienzo.
El consumo de la población de abajo -por lo general afroamericana- se convirtió en la excusa perfecta para que la esclavitud continuara en Estados Unidos. La epidermis motivó el desprestigio de la cocaína pues esta traía problemas cuando no la consumían seres humanos blancos pues con los negros se volvía una sustancia peligrosa asociada a la delincuencia y merecedora de castigo.
A partir de ese momento su distribución, comercialización y consumo comenzó a ser limitada pues la negritud y los tóxicos no eran buenos para el mantenimiento de la paz y la tranquilidad del norteamericano blanco, pero el castigo se reservaba para el último eslabón de la cadena que tenía coloración.
En la tierra de Lincoln el fin de la esclavitud no significaba el fin del racismo y mucho menos el fin de la pena, la Decimotercera Enmienda de la Constitución americana así lo señalaba desde 1865.

La estatua de la libertad que se construyó años más tarde en Nueva York gracias a un obsequio del gobierno galo -con el objeto de celebrar la conquista de derechos- tampoco representó un límite siquiera simbólico para impedir la racialización punitiva.
Ha de señalarse que en los Estados Unidos de América la percepción de los colores en los humanos fue siempre singular. El daltonismo moral y racial norteamericano se manifestó desde un comienzo con el aniquilamiento de pueblos originarios en la colonización de territorios, en la guerra de secesión, con los experimentos eugenésicos. Luego se trasladó a una punición ejemplificadora sobre los no blancos a quien le esperaba la muerte o la cárcel: el consumo de estupefacientes prohibidos se encontró con un poder punitivo totalmente enajenado.
Desde el otro lado del océano, en el viejo continente, el descubrimiento del alcaloide tuvo otra repercusión y su aceptación fue tan importante que atravesó dos guerras mundiales a pesar de discutirse su punición; la consumían personalidades del arte, de la cultura y del poder y posiblemente el precio impidió que alcanzara una mayor popularidad.
El consumo de estupefacientes prohibidos se encontró en Estados Unidos con un poder punitivo totalmente enajenado.
Sigmund Freud probaba con inyecciones no tan moderadas experimentando con su propio cuerpo y le dedicaba a la cocaína sus grandes elogios por sus efectos como también a los laboratorios europeos que la comercializaban.
El padre del psicoanálisis señaló los usos terapéuticos con precisión al referirse a la coca como estimulante que – según él- era más potente y menos perjudicial que el alcohol. También servía para aliviar los desórdenes digestivos, como tratamiento de la adicción al alcohol y a la morfina, como afrodisíaco o como anestésico local. Con la muerte de su amigo Fleichl supo bien que la cocaína no servía para tratar a un morfinómano con una sustancia sustitutiva pues también producía adicción y no impedía que el adicto recurriera a ambas al mismo tiempo.
Algunos médicos ya comenzaban a hablar de “tercera plaga” – después de la morfina y el alcohol- cuando comenzaba a popularizarse su consumo como un polvo. No obstante, la incorporación del alcaloide a la bebida había sido exitosa. La Coca-Cola en Estados Unidos y el vino Mariani en Europa eran degustados y celebrados a escala planetaria. Entre los consumidores del elixir de la uva con estimulante se encontraban, entre muchos otros, Jules Verne y Emilio Zolá.
Freud señaló los usos terapéuticos con precisión al referirse a la coca como estimulante que – según él- era más potente y menos perjudicial que el alcohol.
En Europa, en efecto, la literatura le rindió un gran tributo a la cocaína. Entre los escritores se destacaron Robert Louis Stevenson y Arthur Conan Doyle. El extraño caso del doctor Jekill y el señor Hyde se escribió bajo los efectos de la cocaína en seis días y seis noches; el creador de Sherlock Holmes, cocainómano apasionado, describió un investigador que se inyectaba la sustancia para lograr una mayor lucidez a la hora de esclarecer los hechos criminales más extravagantes.
La Oda a Coco escrita por el surrealista francés Robert Desnos describía en un poema el ambiente reinante entre guerras en los círculos de la cultura y, aunque muchos artistas preferían el opio, consumían cocaína con algarabía, pese a la prohibición francesa de la sustancia durante la primera guerra mundial.
El consenso para su interdicción en Francia no se logró sin una previa campaña de comunicación eficaz. El producto que se producía en los laboratorios alemanes -decía la prensa francesa- afectaba “el físico entre los hombres y la moral en las mujeres”.
El escritor Walter Rheiner -también consumidor de morfina- le dedicó al alcaloide un pequeño texto en 1918, tal vez el primero de ficción dedicado a este tóxico en el siglo XX, llamado Kokain.
Después de las restricciones que se impusieron en del mundo, los fabricantes son muy pocos, los distribuidores bastantes y los consumidores infinitos.
El “veneno sagrado” para el poeta alemán era a la vez “la muerte, la gracia y la vida” lo que no deja de ser simbólico para entender lo que ocurre con el polvo blanco en la actualidad.
Después de las restricciones impuestas por los Estados Unidos que terminaron por imponerse al resto del mundo haciendo ilegal lo legal, los fabricantes son muy pocos, los distribuidores bastantes y los consumidores infinitos.
Con esta gama de actores quedó bien definido el cuadro: algunos tienen el mando, otros sirven como intermediarios, otros son soldados fungibles en la distribución y, entre quienes reciben la mercancía para consumir, la calidad hace la gran diferencia: en el castigo como en la salud pública siempre hay diferencias.
Lo cierto que actualmente la mayoría de los consumidores moderados sobrevive a la experiencia, aunque puede terminar encarcelado según el grado de vulnerabilidad que padezca; el ejército distributivo e intercambiable que la transporta -según la cantidad y calidad- tiene muchas posibilidades de acumular algunos dólares, morir en ajustes de cuentas, ser enjaulado consumiendo o no el producto que tienen en sus manos.
Nunca pasó de moda su consumo, muy por el contrario, su prohibición lo aceleró.
Los fabricantes y los grandes distribuidores, por el contrario, representan el eslabón mejor posicionado. Muchos son millonarios o multimillonarios, algunos a escala mundial, otros tienen cargos en los gobiernos, son gerentes de multinacionales, venden acciones en la Bolsa, lavan dinero, compran suntuosos bienes y muchos hasta contribuyen a la liquidez económica global rompiendo el cerco del sistema financiero internacional.
Es en ese plano en donde la moral, la ética, la salud se riñen con la economía globalizada para confundir el bien y el mal, lo benigno o lo dañino, las pérdidas y las ganancias.
Se habla de flagelo cuando se indica a la cocaína a pesar de que nunca pasó de moda su consumo, muy por el contrario, su prohibición lo aceleró.
Las clases altas y medias que actualmente consumen cocaína -que son millones de personas- tienen mayores chances de no deteriorar su salud que las clases más desfavorecidas: la calidad del producto es tema central en la discusión sobre el prohibicionismo.
Existe un poder policial de alcance global que impone sus reglas, con la particularidad que retiene la mercancía secuestrada.
La salud como preocupación de quienes la consumían surgió desde las primeras investigaciones. Lo cierto es que los daños más graves a la salud no se encontraban en su acción farmacológica, sino en los excesos, en la combinación con otras drogas y fundamentalmente, en su adulteración.
En lo jurídico el debate sobre la cocaína siempre versó sobre licitudes o ilicitudes, encierros o libertades, impunidades o castigos como camino sinuoso para señalar el límite entre lo prohibido o lo permitido no sólo para los que la consumen sino también para quienes la fabrican y distribuyen.
El poder punitivo se asemeja mucho a una red metálica de un buque pesquero pues solo sirve para que queden atrapados los peces medianos o pequeños: la selectividad en la pesca es el denominador común.
La distinción entre drogas blandas y duras es otro de los inventos más desopilantes que surgieron con los años.
Una clasificación siempre tiene algo de arbitrario como también repercusión social: el poder punitivo no se atraganta con las definiciones más bien le permite una mejor deglución.
El champagne de las drogas goza de muy buena salud mientras se encuentre regulado por el mercado ilegal.
La persecución penal no distingue drogas blandas y duras pues casi todas son objeto de castigo público como privado (marihuana, cocaína, heroína, LSD, éxtasis); sin embargo, otras sustancias psicoactivas coexisten sin que sus consumidores, fabricantes o distribuidores sean perseguidos penalmente y los empresarios obtienen ganancias no despreciables con las patentes en los laboratorios que llevan o no sus nombres (morfina, codeína o benzodiacepinas, son ejemplo de ello).
La batalla antinarcótica que enarbola el país del norte desde hace más de un siglo sobre la cocaína en particular oculta negocios espurios bajo la excusa de un flagelo que afecta a la salud en sus consumidores, sin contar con cifras que lo demuestren y que alcancen a la clase media y a la clase alta que no deja de consumirla en toneladas.
Las víctimas en esta guerra inventada son demasiadas para no detenerse a elucubrar que se trata de un instrumento necesario para la existencia de un poder policial con alcance global que impone sus propias reglas pero que a la vez retiene a la mercancía secuestrada.
Los narcos en las barriadas latinoamericanas, las maras centroamericanas, los guettos negros o latinos en EUUU, los suburbios en donde habitan africanos o árabes en Europa son objeto de castigo y sus comunidades excluidas pagan los costos de la interdicción.
En América Latina hay que observar la evasión fiscal, el lavado de activos y los grandes emprendimientos inmobiliarios.
Con el commodity de más actualidad y ganancia superlativa debería pensarse en otra alternativa porque en América Latina nos deja un tendal de seres humanos extraditados, hacinados en prisiones y muertos mientras que sus fabricantes, comerciantes y degustadores del sur o del norte tienen otra suerte.
Terminar con la prohibición pareciera ser escandaloso, pensar en la economía o en la soberanía dudando del flagelo universal, sencillamente un crimen. Mientras tanto los dólares que circulan son incontables, las clases medias dosifican sus placeres y las altas se benefician de la liquidez monetaria que no tiene que explicarse.
Dejemos al alcaloide en paz parecen sugerirnos desde el primer mundo, el estimulante más consumido está prohibido, pero circula con libertad, aunque esa naturalidad asusta en sus consecuencias.
El champagne de las drogas goza de muy buena salud mientras se encuentre regulado por el mercado ilegal.
El veneno en los residuos que consumen las poblaciones más vulnerables resulta apenas un detalle.
No es conveniente para muchos discutir la propiedad, la ganancia ni el consumo de calidad en las clases pudientes; el drama humanitario que causan el encarcelamiento por el tráfico de cantidades insignificantes, la masividad de las muertes en su distribución, como el veneno en sus residuos que consumen las poblaciones más vulnerables resulta apenas un detalle.
El lavadero es tan importante y exclusivo que no debe descubrirse; el polvo blanco es un tesoro, los piratas lo cotizan en el NASDAQ, el CAC 40 o la LSE bajo otras formas, probablemente enardecidos o tal vez endurecidos al multiplicar las cifras que los benefician.
En América Latina nos queda por cierto observar de cerca la evasión fiscal, el lavado de activos, los grandes emprendimientos inmobiliarios, la compra de bienes suntuosos porque para hablar de guerra al narcotráfico sería prioritario reflexionar seriamente sobre la realidad que nos trae la polvareda.
*Doctor en Ciencias Penales. Rector organizador del Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos “Madres de Plaza de Mayo”.