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Videla, Massera y el horror de un plan sistemático de miserias

Por Ricardo Ragendorfer

A 46 años del golpe cívico-militar, un saludable ejercicio de la memoria es no sólo condenar a los genocidas, sino también recordar sus patéticos finales.

Juan Domingo Perón fue un político excepcional, aunque no infalible; también era un gran conocedor del alma humana, pero a veces la “pifiaba”. Justamente eso le pasó con un ascendente oficial de la Armada: Emilio Eduardo Massera.    

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Su carácter entrador lo había fascinado. De manera que, en 1973, dio el visto bueno para su nombramiento como jefe máximo de esa fuerza. El marino aún no había cumplido 50 años y su designación les costó la cabeza a 14 jefes navales de mayor jerarquía, ya que el “Negro” –como lo decían sus allegados– solo ostentaba grado de contraalmirante. Lo cierto es que él sabía sorprender al viejo caudillo.  

Éste, no sin su proverbial picardía, una vez le dijo:

–“Masserita”, usted se ha equivocado de tren…

Y tras una pausa, agregó:

–En vez de ir a Campo de Mayo se metió en el de Río Santiago.

Es que, tanto por su temperamento como por sus ambiciones políticas, Massera, a los ojos del General, parecía un oficial del Ejército.

Perón fue un político excepcional, aunque no infalible; también era un gran conocedor del alma humana, pero a veces la “pifiaba”. Justamente eso le pasó con Massera.  

Al morir Perón, el tipo tejió una alianza táctica con López Rega y, tras romper con él, fingiría su apoyo incondicional a Isabel. Sostuvo esa fachada apenas algunas semanas, hasta que su alineamiento con Videla comenzó a ser inocultable. Pero, en paralelo, mantenía con él una vidriosa relación, signada por el desprecio y la rivalidad.

Aún así, ambos se las ingeniaron para que, a principios de octubre, Ítalo Luder (a cargo de la presidencia interina) y su gabinete firmaran –en relación a la llamada “lucha antisubversiva”– los famosos decretos de aniquilamiento que ampliaban a todo el territorio nacional las facultades represivas que tenían en Tucumán. Aquel fue el comienzo del desfile de las Fuerzas Armadas hacia el 24 de marzo de 1976.

El teniente general del exterminio

Ocurrió en el Colegio Militar a fines de 1961. Un joven oficial instructor debía comandar un simulacro de ataque frontal contra un objetivo enemigo. Pero no acató la consigna y dispuso que los cadetes actuaran sin uniforme ni insignias, para así encubrir su condición militar. En realidad los instruía en el peligroso arte de atrapar guerrilleros, aunque por su propia cuenta. Ello provocó el enojo de un oficial superior.

– ¿Por qué no obedece el plan del ejercicio? – fueron sus palabras.

Y la respuesta:

–Vea, mi teniente coronel, lo que se viene es la guerra revolucionaria.

Al pronunciar esa frase, el capitán Mohamed Alí Seineldín se mantuvo imperturbable. Y Videla, algo perplejo, se retiró sin atinar réplica alguna.

Durante la mañana del 17 de octubre de 1975, el Hotel Casino Carrasco, de Montevideo, parecía una fortaleza. Había carros de asalto, tanques y tropas armadas con fusiles automáticos. Allí se desarrollaba la XI Conferencia de los Ejércitos Americanos, cuyo tema principal era la lucha contra la “infiltración marxista en la región”. Todos los representantes de unos 17 ejércitos estallaron en una larga ovación cuando un general uruguayo le dio la palabra al delegado de la Argentina, el teniente general Videla. Unas semanas antes había asumido la comandancia del Ejército. Ahora abría su ponencia con una frase filosa:

–Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país.

Sabía de lo que hablaba.

“Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país”, lanzó Videla 17 de octubre de 1975, el Hotel Casino Carrasco, de Montevideo.

Aquel sujeto, hijo de un capitán del Ejército, había sido bautizado con el nombre de dos muertos: sus hermanos Jorge y Rafael, fallecidos de sarampión en 1921, dos años antes de que él naciera en una casa apenas separada por un alambrado del Regimiento de Mercedes. Ambas circunstancias moldearon su destino.

Casado con la hija de un diplomático de cuño conservador, padre severo y diligente, miembro activo de Acción Católica y cursillista fervoroso, Videla nunca sintió demasiado interés por la política; simplemente creía en el Ejército como único y último baluarte de la Nación. Fue en nombre de aquellos valores privados y públicos estaba a punto de encabezar la dictadura más sangrienta de la historia argentina.

–Esta lucha va a traer abusos y algún que otro error, pero habrá un costo menor en vidas humanas que en un conflicto prolongado– advirtió, durante el cónclave castrense celebrado en Uruguay.

Los presentes lo oían embelesados. Y él, mientras hablaba, sacudía un brazo como para espantar a una mosca imaginaria.

Quizás en ese instante se haya visto a sí mismo en una ya remota día de 1973 efectuando su ronda de despedida por el Colegio Militar en su calidad de director. Días antes había sido ascendido a general y estaba por hacerse cargo de la jefatura del Primer Cuerpo. En tales circunstancias, entró a un aula. Allí, un instructor dialogaba con los cadetes de tercer año acerca del “problema de la subversión”. Él se interesó por el asunto. Y uno de los alumnos le resumió la posición del grupo:

–Pensamos que a los extremistas hay que eliminarlos sin miramientos.

El instructor dijo lo suyo:

–No coincido, mi general. Habría que instrumentar tribunales militares con capacidad para dictar la pena de muerte.

Su nombre era Ricardo Brinzoni, y por aquellos días tenía grado de teniente. Videla lo miró y, simplemente, dijo:

–No estoy en desacuerdo con los cadetes.

Y siguió su camino.

“Los hombres no son perfectos, solo Dios lo es”, supo decir Videla, quien se creía un elegido.

Es probable que al evocar ese episodio, haya caído en la cuenta de que esos jóvenes ya eran subtenientes. Y que algunos participarían activamente en la aplicación del terrorismo de Estado.

Esa misma noche regresó de Montevideo a bordo de un avión militar. Tal vez entonces escrutara el horizonte marrón del Río de la Plata, en cuyas aguas poco después comenzarían a ser arrojadas sus víctimas. Y quizá pensara que la profundidad de su lecho estaba a la altura del escalofriante secreto que debía guardar.

La cocina Estado terrorista

Por entonces, en el más absoluto de los secretos, había comenzado a sesionar el denominado Equipo Compatibilizador Interfuerzas (ECI). Se trataba de una suerte de estado mayor clandestino, integrado por el Ejército, la Armada y la Aeronáutica, cuya tarea primordial consistía en delinear las coordenadas de la represión y a la vez lubricar los engranajes del aparato golpista. Sus miembros solían reunirse diariamente en un sector restringido del Edificio Libertad, sede de la jefatura de la Armada.

Lo cierto es que no se dejó ningún detalle librado al azar. En todas las guarniciones militares, sus destacamentos de inteligencia fueron reformados para alojar a miles de prisioneros políticos. Tanto es así que en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), cuadrillas de conscriptos ya realizaban las refacciones necesarias para convertirla en el mayor campo de concentración del país.

No menos prolija fue la selección del personal. Ya se había puesto en marcha la formación de los planteles que oficiarían como brazo ejecutor del inminente Estado terrorista.

En la Escuela de Mecánica de la Armada, cuadrillas de conscriptos ya realizaban las refacciones necesarias para convertirla en el mayor campo de concentración del país.

La siguiente escena ocurrió unos días antes del golpe. El espacioso cine de la base naval de Puerto Belgrano se encontraba colmado por oficiales de la Armada; entre ellos, el mismísimo Massera.

Sobre una tarima con el escudo de la fuerza, de espaldas a la pantalla, el contralmirante Luis Mendía apeló a una elocuente  frase seca para anunciar el comienzo de las operaciones antisubversivas:

–En esta lucha, caballeros, nuestro enemigo no está contemplado en los organigramas clásicos.

En este punto forzó un breve silencio, para luego añadir:  

–Los prisioneros irán a volar; pero algunos no llegarán a destino.

Se refería a los vuelos de la muerte.

Finalmente, ya con una mueca piadosa, dijo:

–Se ha consultado a las más altas autoridades eclesiásticas: Y ellas están de acuerdo con que es un modo cristiano de morir.

Los presentes asimilaron esas palabras con absoluta normalidad.

Las refacciones en la Esma ya habían concluido.

Ya se sabe que allí fueron exterminadas unas cinco mil personas. Ya se sabe que el “Almirante Cero” –el nombre de guerra que Massera había elegido para sí– tuvo la ocurrencia de seleccionar, entre sus forzados huéspedes, un fantasmagórico staff de cuadros que proveería contenidos a su ensoñación de convertirse en el nuevo líder del pueblo argentino.

Entre los muros blanquecinos de la Esma pasó un episodio que lo pinta por entero. En la Nochebuena de 1977, bajaron a un grupo de cautivos a un salón de la planta baja. Entonces apareció él, con uniforme inmaculadamente blanco y actitud impecable; su presencia allí no tuvo otro propósito que la de desearles una “feliz Navidad”. Así era él.

Mientras en la hermética esfera del poder, ese tipo encarnaba el ala más inflexible de la Junta Militar, de cara a la opinión pública se mostraba abierto, razonable y comprensivo. Se oponía al plan económico de Martínez de Hoz y proponía recuperar algunos tópicos del desarrollismo. Cultivaba el hábito de reunirse con políticos. Hablaba de apertura. Ensayaba profusos coqueteos con la socialdemocracia europea. Fundó el diario Convicción y su propio espacio político, el Partido para la Democracia Social. Para impulsarlo, se separó del gobierno el 16 de septiembre de 1978.

Mientras en la hermética esfera del poder, Massera encarnaba el ala más inflexible de la Junta Militar, de cara a la opinión pública se mostraba abierto, razonable y comprensivo.

Alternaba todas esas actividades frecuentando alcobas de mujeres tan disímiles como la vedette Graciela Alfano, la escritora Marta Lynch y Martha Mc Cormak, mujer de su socio Fernando Branca, a quien asesinó.

Fue un crimen que le costó caro. A raíz de este hecho fue por primera vez tras las rejas el 15 de junio de 1983.

Ya gobernaba Raúl Alfonsín.

La noche está en pañales

Dos años más tarde, junto con los otros ex comandantes, el otrora “Almirante Cero” fue condenado a cadena perpetua.  

Pero los indultos de Menem revirtieron esa situación.

En 2001 fue otra vez a la cárcel para después terminar en un hospital.  Juzgado “in absentia” en Italia, sólo la bruma de su cerebro, atiborrado por múltiples coágulos, le garantizó la impunidad. Ya en agosto fue ratificada su condena de 1985. Tampoco se enteró. Ese hombre, que fue dueño de vidas y haciendas, ahora ya no controlaba ni sus esfínteres. El pañal geriátrico fue su primera mortaja. Despuntaba el 8 de noviembre de 2010.  

Videla, en cambio, digirió su destino carcelario con la resignación de un templario en desgracia.

Hombre de pocas palabras, solamente una frase suya fue digna de pasar a la posteridad: “Los desaparecidos no están, no existen, no son. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos”.

Al final, Massera no controlaba ni sus esfínteres. El pañal geriátrico fue su primera mortaja.

En una larga entrevista publicada el 13 de febrero de 2013 por la revista española Cambio 16, Videla –desde su celda en Campo de Mayo– ponderó el apoyo a la dictadura del empresariado y la Iglesia. También admitió el método del secuestro de personas y su posterior asesinato. Es cierto que todo eso ya se sabía. Pero era importante que él lo dijera.

Allí pronunció un comentario incidental, casi oculto en su relato: “Los hombres no son perfectos, solo Dios lo es”.

Una frase de cuidado, especialmente si fue pronunciada por alguien que se creía elegido para cumplir una difícil misión en la Tierra. Y tal vez en esos vocablos esté depositada la clave de su peligrosidad.

Durante el alba del 17 de mayo de ese año, se lo vio entrar con apuro a un baño del penal. Poco después fue encontrado su cadáver. La parca lo había sorprendido sentado en un inodoro.  

Que su querido Dios se apiade de su alma.

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Tags: Dictadura cívico militarESMAJunta MilitarMasseraVidela
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