Tal vez lo ocurrido durante el atardecer del 27 de agosto ante el edificio donde vive Cristina Fernández de Kirchner, en la esquina de Juncal y Uruguay, sea en el futuro recordado como “El Recoletazo”. Y que fue fruto de la estúpida ocurrencia del alcalde porteño, Horacio Rodríguez Larreta, por desalentar el apoyo popular hacia ella con vallados para impedir el acceso a ese sitio. Ya se sabe que aquello causó el efecto contrario: espontáneamente, una multitud no tardó en llegar allí y permanecer, pese a la represión. Los esbirros de uniforme al final tuvieron que replegarse y la zona quedó sin vallas.
Sobre el devenir de semejante acontecimiento ya corrieron ríos de tinta. Y con detalles que no dejan ninguna duda sobre la intencionalidad criminal de sus mandantes y hacedores: los volquetes con piedras para generar el caos, la infiltración de provocadores, el espionaje sobre los manifestantes, la cacería de dirigentes y funcionarios kirchneristas allí presentes y las balas de plomo entre los pertrechos de los “agentes del orden”, fueron algunas de las sutilezas ideadas para la ocasión por los estrategas del Ministerio de Seguridad porteño.
Pero también quedó al descubierto el verdadero carácter de la Policía de la Ciudad. Porque, a diferencia del resto de las fuerzas –tanto federales como provinciales– que actúan en el país, esta criatura punitiva es nada menos que una milicia partidaria; en otras palabras, la mazorca del PRO.
Esta se originó con la fusión de la ya desaparecida Metropolitana con la estructura capitalina de la Policía Federal.
Bien vale entonces explorar su historia.
La guardia morada del macrismo
Corría el 5 de octubre de 2016 en el playón del Instituto Superior de Seguridad Pública, de Villa Lugano. Allí se desarrollaba la presentación de la Policía de la Ciudad, y Horacio Rodríguez Larreta sonreía de oreja a oreja. Pero aquel evento –en el cual fue exhibida una muestra vehicular de la fuerza naciente– se malogró al quedar al descubierto que la estrella de su flota, un espectacular helicóptero, era en realidad una unidad del SAME ploteada a las apuradas para tan magno evento. El estrepitoso fracaso de aquel acto de ilusionismo anticipó otras desventuras. La siguiente, el arresto de su primer cabecilla, José Pedro Potocar –un ex Federal– ya en el otoño de 2017.
Quedó al descubierto el verdadero carácter de la Policía de la Ciudad. A diferencia del resto de las fuerzas que actúan en el país, esta criatura punitiva es nada menos que una milicia partidaria; la mazorca del PRO.
Durante la mañana del 25 de abril, el entonces ministro de Seguridad de la Ciudad, Martín Ocampo, miraba televisión. De repente, una placa roja de Crónica interrumpió una tanda comercial. Así supo que Potocar, la esperanza blanca de su gestión, era llevado en ese preciso instante tras las rejas, después de presentar en el Palacio de Tribunales una declaración espontánea.
Por lo pronto, el asunto que precipitó su desgracia –ser el presunto líder de una asociación ilícita abocada a cobrar coimas a comerciantes y trapitos en la jurisdicción de la comisaría 35ª– era casi una nimiedad frente al hecho de haber sido el responsable institucional y operativo de una fuerza de seguridad que en apenas 15 semanas de vida consumó los siguientes hitos: la emboscada con golpizas y detenciones arbitrarias a mujeres tras la marcha organizada el 8 de marzo de 2017 por el colectivo Ni Una Menos; el ataque con proyectiles de goma a vecinos de La Boca que el 21 de marzo protestaban por el asesinato de una mujer y graves heridas a otra durante una desaforada persecución de La Bonaerense a supuestos delincuentes; el ataque furibundo del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los dos Congresos y la intimidación del 21 de abril a estudiantes y profesores de la Escuela Normal Mariano Acosta por efectivos de la Comisaría Vecinal 3a.

El súbito contratiempo hizo que la fuerza quedara a cargo del secretario Marcelo Silvio D’Alessandro, un exdiputado del Frente Renovador que había encontrado en el PRO su lugar en el mundo. Pero no tenía formación policial. Por lo tanto otro exfederal, el comisario Guillermo Calviño, sería desde la sombra el verdadero jefe.
El dúo D’Alessandro-Calviño supo imponer el estilo represivo que aún hoy aplica el Gobierno porteño.
Al respecto, es necesario remontarse al 18 de junio de 2017. De aquella jornada perduran dos postales: la de una mujer reducida a golpes y patadas por efectivos de civil y la de un pibe de 13 años llevado a palazos por una turba de uniformados hacia un camión celular. Aquellas imágenes, que dieron la vuelta al mundo, corresponden a la brutal represión con gases lacrimógenos, carros hidrantes y balas de goma a cooperativistas congregados ese miércoles ante el Ministerio de Desarrollo Social para reclamar puestos de trabajo.
Rodríguez Larreta no dudó en afirmar que los policías “actuaron con mucho profesionalismo”. ¿Acaso no pronunciaría estas mismas palabras luego de la represión por los vallados?
Claro que entre ambos hechos hubo otras similitudes.
Porque el plan de operaciones del asunto –que incluyó la presencia de provocadores y otros infiltrados que “marcaban” a manifestantes para luego direccionar la cacería contra ellos, junto a la simulación de un acuerdo entre el oficial a cargo de la tropa con el delegado de los cooperativistas para relajarlos en el momento del ataque– fue minuciosamente diseñado en las entrañas del gobierno porteño. Y las órdenes fueron impartidas desde la Sala de Situación por el propio Ocampo y D’Alessandro. ¿Acaso tales detalles operativos no son similares a los implementados recientemente en Recoleta?
La fantasmal jefatura de Calviño duró hasta entonces, cuando también fue citado por la Justicia por una presunta extorsión a comerciantes y trapitos, junto con otra causa por encubrir narcos y barrabravas
Aquel día, vestido con jean y campera celeste de nylon, Calviño ingresó al Palacio de Tribunales por una entrada lateral. Lo acompañaba su abogado.
Ya al mediodía de ese viernes la placa roja de Crónica interrumpió una tanda publicitaria para informar que el comisario era llevado tras las rejas. Y mostró una imagen de aquel hombre rubio y retacón que ahora cubría con la campera sus muñecas esposadas.
El pobre Ocampo era nuevamente uno de los televidentes.
El Comisario Muerte
La sorpresiva detención de Calviño dejó otra vez a D’Alessandro pedaleando en el aire. Recién a fin de año encontró un respiro, al ser puesto en la cúpula policial el comisionado Carlos Arturo Kevorkián.
Al igual que su afamado homónimo, el “Doctor Muerte” –como la prensa llamó al médico estadounidense Jack Kevorkián, el rey del suicidio asistido–, Carlos Kevorkián tampoco era un fanático de la vida ajena.
Al igual que su afamado homónimo, el “Doctor Muerte” –así como la prensa internacional llamaba al médico estadounidense Jack Kevorkián, el rey del suicidio asistido–, él tampoco era un fanático de la vida ajena.
Eso lo supo en carne propia Fernando Blanco, de 17 años, quien dejó de existir por los golpes recibidos en un patrullero de la Policía Federal luego del partido entre Chacarita y Defensores de Belgrano disputado el 25 de junio de 2005 en la cancha de Huracán. El operativo de seguridad estuvo al mando del comisario inspector Kevorkian. De esa jornada hay un video que lo muestra gritándole a los hinchas: “¡Te hago cagar a palos! ¿Cuál es el problema?”
A partir de su entronización en la policía macrista, su cruzada contra la inseguridad no pasó del desbaratamiento de una gavilla dedicada al robo y reventa de celulares, la detención de algún violador y el hallazgo de vehículos con pedido de secuestro, tal como se consignaba con orgullo en el portal de la repartición. En cambio, supo destacarse en otros menesteres: la realización sistemática de “controles poblacionales”, tal como se les dice a las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a niños indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el hostigamiento a inmigrantes, entre otras delicias. Una dialéctica de la seguridad pública como valor supremo que el macrismo impone en la vida cotidiana con siniestra eficacia. Y que tiene a la División de Operaciones Urbanas como herramienta primordial.
De modo que, para las apetencias del PRO, era el funcionario ideal.

Pero medio año después, Kevorkian dio un paso al costado. Su decisión fue sorpresiva y silenciosa. “Razones personales”, se dijo entonces. Algo casi normal a su edad (70 años). Sin embargo, no era exactamente así. Transcurría el 17 de agosto de 2018.
En realidad habían sido arrestados algunos antiguos camaradas suyos de su época en la Federal por delitos de lesa humanidad. Y optó por correrse de la escena pública, al temer que esa desgracia se extendiera hacia él.
Dicho sea de paso, durante la última dictadura supo prestar servicios en la Superintendencia de Seguridad Federal, el brazo represivo de dicha fuerza. Fue una gran escuela que templó su estilo profesional. Tanto es así que solía jactarse de haber participado en acciones “antisubversivas”. Pero, ya anciano y aún en funciones institucionales, maldecía su franqueza. Aún así, hasta ahora no fue citado por su presunto rol en el terrorismo de Estado.
Durante la última dictadura, Kevorkian supo prestar servicios en la Superintendencia de Seguridad Federal, el brazo represivo de dicha fuerza. Fue una gran escuela que templó su estilo profesional.
Ocampo, a su vez, fue eyectado del ministerio en noviembre de ese año, tras el desafortunado operativo de seguridad en el Monumental con motivo de la final entre River y Boca. Desde entonces, Santilli alternó su condición de vicejefe del Gobierno con la jefatura del Ministerio de Seguridad. Hasta dar un paso al costado por su candidatura bonaerense.
Fue en esas circunstancias cuando D’Alessandro alcanzó su tan ansiado conchabo de ministro, secundado por el comisionado Gabriel Berard. Este, por cierto, también atravesó el tramo inicial de su carrera en las catacumbas del Proceso. Cosas del linaje y de la tradición.