La restitución, por decreto presidencial, del juez Eduardo Farah a la Cámara Federal porteña –de la cual había sido trasladado, en 2018, por voluntad del Poder Ejecutivo anterior hacia un tribunal de menor envergadura– supo tener un efecto impensado: la lengua de Elisa Carrió.
Ella, que en su momento pretendía para Farah la destitución seguida de juicio político –por firmar el cese de la prisión preventiva para los empresarios Cristóbal López y Fabián De Souza en la causa de Oil Combustible–, opinó: “¿Qué hizo Juntos por el Cambio? ¿Qué hizo la mesa judicial? Negoció a través de Javier Fernández –un miembro de la Auditoría General de la Nación (AGN) – su pase a otro juzgado y entonces ahora puede volver”.

Lo cierto es que con esa frase acababa de admitir la existencia del buró político de la inquisición macrista. Y no por primera vez.
Ya en noviembre, al ser entrevistada por el diario Clarín, había incurrido en la misma infidencia. Allí reconoció de modo explícito su funcionamiento, identificaba como uno de sus miembros al ex jefe de asesores presidenciales, José Torello, e hizo alusión a los aparentes “acuerdos” entre funcionarios y ciertos magistrados. Todo en un solo párrafo.
Se refería al jury de enjuiciamiento que Mauricio Macri, desde la Casa Rosada, había querido impulsar contra el juez federal Daniel Rafecas por las reiteradas desobediencias hacia sus deseos procesales. Y –según ella– en su diálogo con Torello sobre esta problemática, no dudó en decir: “Bueno, pero primero me sacan a todos los coimeros de Comodoro Py”. Claro que en tal autoelogio hacia su rectitud se deslizaba el papel que tuvo en aquel comité secreto. Una genia.
“¿Qué hizo Juntos por el Cambio? ¿Qué hizo la mesa judicial? Negoció a través de Javier Fernández su pase a otro juzgado y entonces ahora puede volver” (Carrió)
Esas declaraciones habían causado el azoro de Macri, quien no vaciló en decirle: “¡Tu única función es denunciar! Es para lo único que servís”.
Hay que ponerse en el lugar de ese hombre. Porque tener una aliada así equivale a cargar una mochila llena de piedras.
Ahora cae una lluvia de reclamos desde el oficialismo para que la jefa de la Coalición Cívica (CC) sea citada en la causa –a cargo de la jueza federal María Eugenia Capuchetti– que investiga los aprietes del gobierno del PRO a integrantes del Poder Judicial.
El Ministerio de la Presión
Hay que aclarar que el lawfare no es un invento reciente. Lo prueba el affaire Dreyfus, ocurrido al concluir el siglo XIX. Su víctima: el capitán del ejército francés, Alfred Dreyfus, un oficial judío acusado injustamente por espionaje para la Alemania imperial. Y que terminó en el penal de la Isla del Diablo, en la Guyana Francesa, pese a que en París ya se sabía la identidad del verdadero filtrador. El caso sacudió los cimientos de la Tercera República, además de dividir a la sociedad al compás del incipiente nacionalismo antisemita, entre otras disfunciones políticas alentadas por la prensa amarilla de la época. En defensa del militar se alinearon intelectuales como Bernard Lazare, Georges Clemenceau y Émile Zola, quien el 13 de enero de 1898 publicó en el diario L’Aurore su aún recordado artículo “Yo acuso” (J’Acusse), que contribuyó a torcer el rumbo de los acontecimientos: en 1899, Dreyfus fue indultado por el presidente Émile Loubet. Pero recién en 1906 la justicia lo rehabilitó.

Casi once décadas después, durante el mediodía del 10 de diciembre de 2015, el entonces flamante presidente Macri leía su discurso ante la Asamblea Legislativa. Y tras un leve carraspeo, de pronto soltó: “En nuestro gobierno no habrá jueces macristas. A quienes quieran serlo les digo que de ningún modo serán bienvenidos si quieren pasar a ser instrumentos nuestros”.
En su boca tales palabras significaban exactamente lo contrario.
Tanto es así que en aquel momento la mesa judicial del nuevo régimen ya estaba servida. Se trataba de un cenáculo minuciosamente concebido para presionar, hostigar y disciplinar jueces y fiscales; también para deshacerse de los más díscolos y reemplazarlos por los de su agrado, con la loable finalidad de impulsar procesamientos y torcer a su antojo el sentido de ciertas causas, en una epopeya persecutoria contra ex funcionarios kirchneristas, dirigentes de la oposición y empresarios rivales. Hubo al respecto toda clase de franquicias, a saber: abuso de autoridad, amenazas, coacciones, privaciones ilegales de la libertad, falsificación de documentos, tráfico de influencias, incumplimiento de los deberes de funcionario público, encubrimiento, prevaricato y asociación ilícita.
Macri, Bullrich, Clusellas, Arribas, Mahiques, Angelici, Torello, Garavano, Rodríguez Simón y Carrió fueron algunos de los apellidos de la mesa judicial del macrismo.
Entre sus principales artífices descollaba –además de Macri– la ministra Patricia Bullrich; el secretario Legal y Técnico, Pablo Clusellas; el cabecilla de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), Gustavo Arribas; el integrante del Consejo de la Magistratura, Juan Bautista Mahiques, el procurador del Tesoro, Bernardo Saravia Frías y Daniel Angelici (el único sin cargo en el gobierno), además del ya mencionado Torello, el ministro de Justicia, Germán Garavano, el operador judicial Fabián Rodríguez Simón (a) “Pepín” y la doctora Carrió con sus denunciadoras (Mariana Zuvic y Graciela Ocaña, entre otras).
El laboratorio en la materia fue la provincia de Jujuy con la crucifixión judicial de Milagro Sala. Su propósito: imponer un ejemplo brutal y aplastante de disciplinamiento en su grado más extremo.
Pero la temporada nacional de esta especialidad comenzó el 15 de abril de 2016 con la citación del juez Claudio Bonadio a la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner por el “delito” del dólar a futuro. Esa vez su llegada al edificio de Comodoro Py se transformó en un acto opositor.

Sin embargo, eso no frenó el ímpetu lindante entre la dramaturgia y el revanchismo que el Poder Ejecutivo había empezado a exhibir. Porque desde entonces las prisiones preventivas en expedientes políticos –disfrazadas con la excusa de la lucha contra la corrupción– fueron moneda corriente, al igual que otras tantas causas surgidas de la imaginación de sus instructores.
La lista es larga, pero no está de más rescatar dos clásicos: el caprichoso renacer de la denuncia por el Memorándum con Irán y la instalación del falso “homicidio” de Nisman. Aún así, el Martín Fierro de Oro para la mejor ficción fue para la llamada “causa de las fotocopias”.
El titiritero
Horas antes del discurso de Macri en la Asamblea Legislativa, exactamente en el primer minuto de aquel jueves, Rodríguez Simón, escoltado por Clusellas y Torello, avanzó con pasos firmes, como en su desfile, hacia la Casa Rosada. Allí, frenado en el portón por un guardia de seguridad, expresó su intención de ingresar con solo dos vocablos: “¡Autoridades entrantes!”.
Así se convirtió en el primer macrista que puso un pie en ese edificio. Conviene reparar en él.

El mérito de Pepín –un apodo que arrastra desde su época estudiantil en el Colegio Champagnat– fue pasar desapercibido durante gran parte de sus 63 años. En eso le vino de perillas su encarnadura macilenta y menuda como la de un jockey. Tanto es así que ni siquiera era recordado por su breve etapa de funcionario porteño. Un milagro, dado que fue, a partir de 2008, nada menos que jefe de la Unidad de Control de Espacios Públicos (UCEP), el organismo parapolicial del gobierno de Macri en la Ciudad que se encargaba de apalear a los indigentes. Su escurridiza figura tampoco resaltó en su rol de abogado del Grupo Clarín. Ni como abogado de Macri en causas resonantes. Ni como integrante del directorio de YPF. Ni como legislador del Parlasur.
De modo que tampoco le costó demasiado ser el arquitecto en la sombra de la política judicial del gobierno de Cambiemos, una responsabilidad que le dio más poder que al ministro Garavano, a quien despreciaba.
Su estilo fue inconfundible.
El empresario De Sousa jamás pudo olvidar el timbre nasal de su voz en un ya remoto 9 de marzo de 2016: “La guerra empezó y que cada uno se salve como pueda”. El tiempo probó que la amenaza de Pepín no fue en vano.
Pepín Rodríguez Simón fue el arquitecto en la sombra de la política judicial del gobierno de Cambiemos. Tuvo más poder que el ministro Garavano.
Entre sus trapisondas previas a esta gesta “engarronadora” se destaca la iniciativa de nombrar por decreto a dos miembros de la Suprema Corte (con el siguiente criterio: el doctor Carlos Rosenkrantz porque es su amigo y Horacio Rosatti, para que los peronistas no protesten demasiado).
Esa jugada incluía su papel en la táctica de Rosenkrantz para correr a Lorenzetti de la presidencia del máximo tribunal.
Pero si hay un hecho que lo pinta de cuerpo entero fue su intervención en el “problemita” penal que le causó a Macri figurar en los” Panamá Papers”. La estrategia de Pepín consistió en instigar una demanda del Presidente contra su propio padre.

Su buena estrella empezó declinar a fines de septiembre de 2018, al ser difundida en El Cohete en la Luna, el portal de Horacio Verbitsky, una foto tomada a hurtadillas donde se lo ve en el bar Biblos, de Libertad y Santa Fe, nada menos que con el camarista Martín Irurzun. A partir de entonces las constantes injerencias de Rodríguez Simón en el universo judicial dejaron de ser un secreto de Estado.
A 45 meses de su entrada triunfal en la Casa Rosada, su semblante ya no lucía altanero. El resultado de las PASO lo había afectado.
De hecho, durante una de las últimas mañanas de ese mes de agosto se le oyó decir: “¡Qué mal esto del peronismo! Podemos ir todos presos”.
La escena transcurría en una mesa de la confitería La Biela. Y su único interlocutor era nada menos que Torello. Vueltas de la vida.
Servilismo crítico
Garavano por entonces tampoco pasaba sus mejores días. Con la imagen del gobierno en caída libre, en medio del incendio económico, la descomposición partidaria y los escándalos penales, lo horrorizaba el porvenir.

Sus colaboradores lo describían alicaído, agotado y, por momentos, al borde de un colapso nervioso. Los motivos: el destrato recibido desde la Casa Rosada a lo largo de toda su gestión, la tozudez presidencial, el autoritarismo de la cúpula del PRO hacia los funcionarios, el gran encono que le dispensaba Marcos Peña y los continuos ataques de Elisa Carrió (quien hasta lo trataba públicamente de “imbécil”) sin que nadie saliera a defenderlo.
En sus tiempos de fiscal general de la ciudad, puesto al que accedió sin cumplir con la ley vigente, ya actuaba como garrote de Macri, cuando este era el alcalde porteño. Su obsesión era “limpiar la calle”. Y sus blancos favoritos: manteros, indigentes y trapitos. De modo que, ya convertido en presidente, el líder del PRO no dudó en premiarlo con un ministerio para que implementara el apaleo y la persecución de manifestantes como políticas públicas, junto con otros grandes servicios.
Ese sujeto de piel aceitunada, pelo revuelto, gafas y eterno traje oscuro reconocía su origen en think tanks como Pensar y Fores. Este último, un antro que nutrió de cuadros jurídicos a la última dictadura y que, desde 2004, está abocado a denostar los juicios por delitos de lesa humanidad. Ese justamente fue uno de los ejes de su gestión. De manera que las tertulias con abogados de genocidas, audiencias con sus familias en la ex ESMA, encuentros con Cecilia Pando, negacionismo en módicas cuotas y teoría de los dos demonios a granel, fueron parte de su agenda oficial. Su máximo logro fue haber transformado el crimen de Santiago Maldonado en un percance en el ejercicio de la natación, sin desmerecer su aporte en la destitución de jueces rebeldes ni la campaña que lanzó contra la procuradora Alejandra Gils Carbó.
Garavano fue un funcionario muy querido en el núcleo duro de Macri: Marcos Peña le dispensaba un particular encono y Elisa Carrió lo trataba públicamente de “imbécil”.
Todo, sin recibir a cambio más que el menosprecio del “patrón”.
Su gran incertidumbre ante el final del gobierno de Macri coincidió con el salto a la luz de su participación directa en el armado de un falso testimonio del valijero Leonardo Fariña para incriminar a Cristina Fernández de Kirchner en la causa del lavado de dinero. Una grave trapisonda institucional –dada su jerarquía ministerial– cuyo cuerpo probatorio incluye correos electrónicos con las instrucciones argumentales al respecto e intercambios de WathsApp entre la abogada Giselle Robles y él para ajustar ciertos aspectos de la maniobra, no sin sumar el hostigamiento padecido por ella tras correrse de la escena
Dicen que Garavano tomó conocimiento de los desafortunados dichos vertidos por Lilita mientras jugueteaba con su smartphone.
También dicen que, entonces, palideció.
¿Cuál habría sido la reacción de Pepín ante aquellas declaraciones? ¿Y la de las otras almas que integraron esa loable cofradía?Lawfare en caída libre. Y sin Emile Zola de por medio.