Cuenta el historiador Felipe Pigna que por aquellos primeros días de 1919, mientras se desarrollaban las huelgas que iban a culminar en lo que pasará a la historia como la Semana Trágica, a los miembros “más destacados de la sociedad” les dio un fuerte ataque de paranoia. En su fértil imaginación florecían selváticamente las teorías conspirativas. La revolución bolchevique se había producido hacía menos de dos años y el simple recuerdo de los soviets de obreros y campesinos decidiendo el destino de la nación más grande del mundo hacía temblar a los dueños de todo en la Argentina. Había que frenar el torrente revolucionario.
Comenzaron a reunirse para presionar al gobierno radical al que veían como incapaz de llevar adelante una represión como la que ellos deseaban y necesitaban. Según los jefes de las familias más “bien” de la Argentina, se hacía necesario el empleo de una “mano dura” que les recordara a los trabajadores que su lugar en la sociedad viene por el lado de la obediencia y la resignación.
Así fue como un grupo de jóvenes de aquellas “mejores familias” se reunieron en la Confitería París y decidieron “patrióticamente” armarse en “defensa propia”. Las reuniones continuaron en los más cómodos salones del “Centro Naval” de Florida y Córdoba, donde fueron cálidamente recibidos por el contralmirante y recontra reaccionario Manuel Domecq García y su colega el contralmirante Eduardo O’Connor, quienes se comprometieron a darle a los ansiosos muchachos instrucción militar.
Un grupo de jóvenes de aquellas “mejores familias” decidieron “patrióticamente” armarse en “defensa propia”.
O’Connor dijo aquel 10 de enero de 1919 que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaba a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”. Los jovencitos “patrióticos” partieron del Centro Naval con brazaletes con los colores argentinos y armas automáticas generosamente repartidas por Domecq, O’Connor y sus cómplices”.
Esos mismos “jovencitos patrióticos”, pero ya de otra generación, fueron “comandos civiles” en 1955. Gustaban ir tomados del brazo por la avenida Santa Fe, por entonces símbolo de la oligarquía terrateniente, y cantando a capela “La Marsellesa”, porque según ellos había vuelto la libertad a la Argentina. Derrocaron a un gobierno peronista que había sido elegido por el pueblo con el 62,49 % de los votos, allanaron a punta de metralletas los sindicatos, robaron el cadáver de Eva Perón y pusieron en vigencia un decreto ley (N° 4161) que prohibía nombrar a Perón, al peronismo y mostrar sus emblemas y cantar las marchas o canciones partidarias. Un verdadero engendro judicial que fue resistido por nuestro pueblo desde el primer momento, con aquel mítico “Perón Vuelve” escrito con tiza, carbón o alquitrán.
Y ya más acá en el tiempo, a un año del golpe de 1976, son los estancieros que usufructúan en muchos casos los campos mal habidos que les regaló Roca luego de la “Campaña del Desierto” y cuyos hijos –caterva de parásitos si la hay– juegan al polo con la realeza europea los que anuncian a través de un comunicado de la Sociedad Rural Argentina su apoyo a la mayor dictadura genocida que padeció nuestro país en toda su historia.
Esos mismos “jovencitos patrióticos”, pero ya de otra generación, fueron “comandos civiles” en 1955.
Aquellos de la Liga Patriótica, luego los Comandos Civiles y después los estancieros y sus hijos polistas están a buen resguardo, sientan sus reales, hacen y deshacen a “gusto y piacere” en el ámbito de un Poder Judicial que lo consideran y manejan como feudo propio.
Basta con ver los dobles apellidos que se mantienen vigentes a través de los años y donde bisabuelos, abuelos, padres, hijos y nietos se suceden sin solución de continuidad en los mismos cargos judiciales.
Cito tal cual: “En Argentina, la llamada ‘familia’ Judicial, una casta formada por generaciones de magistrados que comparten apellidos, mantiene una serie de privilegios que resultan intolerables en cualquier sociedad democrática moderna, como por ejemplo el hecho de no estar obligados a presentar su declaración jurada patrimonial o la exención del pago de algunos impuestos que sí pagan, el resto de los ciudadanos comunes.
Por supuesto, como se trata de un ámbito cerrado, el ingreso laboral a la carrera judicial no se realiza por concursos abiertos, sino que se accede por medio de familiares o amigos.
No lo vamos a permitir, “cueste lo que cueste y caiga quien caiga”, como alguna vez dijo la compañera Evita.
En 2013, Cristina Fernández envió al Congreso Nacional un paquete de leyes que tenían como objetivo democratizar al Poder Judicial, impulsar la transparencia de sus actos y dotar de mayor legitimidad a su tarea. A partir de ese momento, la reacción de buena parte del Poder Judicial en contra del gobierno se volvió ostensible y violenta” (Democracia abierta. 3 de marzo de 2015).
Pues bien, estos prestidigitadores de las leyes hechas a medida para beneficiar amigos y perjudicar al resto, para hacer millonarios negocios y encarcelar opositores, ahora pretenden, a través de un juicio que no resiste el menor atisbo de legalidad, enviar a la cárcel a nuestra vicepresidenta de la Nación por 12 años e inhabilitarla de por vida para ejercer cargos públicos.
Es el precio que se paga en nuestra patria por ser leal a los intereses de nuestro pueblo. Así que no lo vamos a permitir, “cueste lo que cueste y caiga quien caiga”, como alguna vez dijo la compañera Evita en 1950 en un mensaje a los trabajadores.
Los señores cortesanos, los señores jueces, los señores fiscales y demás magistrados están avisados.