Esta es una historia sencilla, pero no es fácil contarla. Como en una fábula, hay dolor, y como una fábula, está llena de maravillas y felicidad. Con esas frases comienza una de las películas más maravillosas y conmovedoras que ha dado el cine internacional. La obra, estrenada en 1997, relata las peripecias de Guido, interpretado por Roberto Benigni, para mantener a salvo y feliz a su hijo durante su cautiverio en un campo de concentración Nazi en la segunda guerra mundial. Guido apela a la fantasía para maquillar las atrocidades, e inventa un juego de puntos, en el que el que alcance mil puntos ganará un tanque de guerra, para desfigurar la realidad que les toca vivir y para que su hijo Giosué no llore ni quiera ver a su madre que ha sido separada al llegar al campo. Si Giosué llora, o no se esconde correctamente, o pide comida: pierde puntos.

El juego y la fantasía son los ejes centrales de la película. Guido logra convencer a su propio hijo de que ésa es la realidad, de que los soldados lo tratan mal porque ellos también están en la competencia por el premio mayor, y que cada vez se ven menos chicos porque están escondidos para sumar puntos. El asesinato y el desprecio no existen para los ojos de su hijo; Guido lo logra. Intentar ser felices dentro del contexto, bueno o trágico, que nos toque atravesar, es acaso una virtud o una habilidad que ha sido necesaria para superar pasajes oscuros de la historia del mundo. El de ellos es el peor, sin dudas, pero mágicamente eso muta, se transforma en otra cosa, y el amor se alía con el ingenio para sobrepasar lo que toca. Finalmente, Giosué gana su ansiado tanque de guerra, y su libertad.
Del Big Quit al salario básico universal, pasando por La vida es bella como cambio de paradigma y de expectativa; el anhelo: dejar de adaptarse a los cánones sociales y culturales e implosionar lo establecido para vivir mejor.
Hay quienes todavía quieren que mordamos el anzuelo y que después, acostumbrados, lo usemos de aro.
El Big Quit (La gran renuncia) es un fenómeno que cruza el mundo. Se trata de redimir a los trabajos establecidos y salir en búsqueda de una vida más cercana a las aspiraciones, alejándose de lo mundano y arrimándose a los deseos personales. Desde Estados Unidos, donde unos 50 millones de personas dejaron sus trabajos en 2021, hasta en Francia, con unos 500 mil desertores de trabajos con contratos fijos, pasando por Australia, China e India, entre otros. La pandemia por el COVID 19 fue el cristal que permitió verlo todo distinto y que germinara el anhelo de una vida diferente o, en congruencia, de una vida en sí. Es un fenómeno invisible, prestidigitador, porque cuando unos saltan del barco gritando libertad, ya hay otros que suben corriendo y desenfrenados.
A veces tocar fondo es el principio de la caída; y entonces el partido se riñe entre quienes quieren salir de allí, y quienes embellecen y adornan el fondo del pozo.
El mundo está cambiando, demasiado rápido. Y el objetivo es claro: afinar cada vez más los umbrales que separan lo posible, de lo necesario. La pandemia corrió el velo y dejó a la vista una vida que se escurría lentamente entre ascensos y paritarias, entre viajes en transporte público y reuniones de gerentes; y ya no se puede volver a tapar. Esconderse y sumar puntos y ganar la batalla, como hizo Guido con Giosué, es una opción desbaratada y acorralada contra la propia realidad. El gesto es el mismo pero enseña dos cosas muy diferentes y entonces la decisión es: sonreír, o enseñar los dientes. Las peleas parecen ser siempre las mismas: las masas buscando la manera de no quedar atrapadas bajo los borcegos o los zapatos lustrados de quienes quieren dominarlas, usando pretextos de seguridad y progreso como bandera. ¿Seguridad de quién y para quién, progreso de quién y para quién? El empresariado da vuelta la ecuación, intentado hacer olvidar al mundo que, sin mano de obra, no hay riqueza que amasijar. Es así: hay quienes todavía quieren que mordamos el anzuelo y que después, acostumbrados, lo usemos de aro.

El mejor y más trillado intento que han proporcionado las empresas fue el automático aumento salarial y mejores condiciones laborales; lo cual no solo desenmascara la otra cara de este fenómeno sino que, más aún, demuestra el eufemismo y lo convierte en lo que realmente es: indiferencia ante la real problemática. Ya no se trata de una lucha de clases, sino de un abandono a un sistema que flaquea en encontrar respuestas para los nuevos interrogantes y aspiraciones que el mundo plantea. Hay ambiciones que el dinero no salva. La cuarentena que afrontó el mundo por la pandemia lanzó nafta al fuego y resumió, en unos pocos meses, un accionar clásico: cada uno lleva el agua a su propio molino. Pandemia, economía paralizada, despidos masivos, contratos deshechos, garantías machacadas. Porque el capitalismo no necesariamente, pero sí los capitalistas y el sistema del cual son parte y cómplices mandaron a los bomberos a descansar y, luego, iniciaron un incendio. Y sálvese quien pueda, y como pueda, y mejor bajo techo y controlados. Como en La vida es bella: felices, aunque el mundo se esté acabando. Pero no. La paráfrasis es sencilla: el mundo, así, no va más.
En la misma línea, de la búsqueda de la libertad y de un estilo de vida más cercano a las convicciones personales y a la independencia, parece encaminarse el salario básico universal. Un ingreso generalizado, que aporte a la independencia del individuo y que dé espacio a la discusión salarial otorgándole el bastón al empleado y ya no al empleador, parece ser una buena venda para curar los desengaños que el sistema y el empresariado actualizan constantemente. Porque en la vida es como en el amor: lo que mata no son las diferencias, sino la indiferencia. Y la balanza siempre se inclina a favor de quien tiene, a primeras, menos que perder. Y son siempre los mismos. El salario básico universal no es el Big Quit pero es, sí, una alternativa prometedora que se centra no sólo en un ingreso extra inyectado por el Estado sino, más aún, y en su mayor esplendor y más profunda intención, en la equidad de poder en la compleja disputa laboral. Trabajadores sin dependencia estricta y sumisa podrían dar, entonces, una pelea más justa en un contexto en el que buena parte de la masa trabajadora parece haber sido convencida de que son más importantes los empleadores que los empleados mismos. El dinero como un instrumento nivelador y no, como hasta ahora, como uno de presión.
A veces tocar fondo es el principio de la caída; y entonces el partido se riñe entre quienes quieren salir de allí, y quienes embellecen y adornan el fondo del pozo.
Tal y como están dispuestas las cosas, algunos pelean con ambas manos y, otros, con los ojos vendados y siempre al filo del cuadrilátero.
Las tendencias y la realidad se encaminan hacia el cambio. No un cambio generado sobre el sistema establecido sino, más aún, rompiéndolo y volviendo a armarlo de una manera diferente. Allí radican los verdaderos cambios. No se trata de salirse del sistema sino, muy por el contrario, de crear uno nuevo, basado en los nuevos parámetros de la vida moderna enfocados en el individuo y sus ambiciones personales basadas en nuevos lineamientos como la ecología, el bienestar socioprofesional personal, la contribución a mejorar el mundo, el contacto con otros para generar espacios colectivos y la libertad para decidir sobre el uso de nuestro propio tiempo. No se trata, entonces, de reír en la desgracia y buscar la manera de ser felices dentro de ella sino de inventar nuevos ambientes y realidades, de construir nuevos espacios mucho más humanos y horizontales, de crecimiento personal ya no con el dinero como un instrumento magnificador. Todos estos lineamientos se alejan exponencialmente al estereotipo del solitario, bien vestido y acaudalado empresario en la cima de una estructura meramente verticalista que era, hasta no hace demasiado, y quizá lo sigue siendo, la imagen y ambición que cualquier trabajador tenía.

En la Argentina, más aún, si bien la tasa de desempleo bajó a 7% en el primer trimestre del corriente año, el índice que marca la pobreza es aún demasiado alto y es, justamente por ello, que se necesitan nuevas herramientas para modificar la máxima que arroja la realidad: trabajadores bajo la línea de pobreza. Quizá sea acaso el salario básico universal una herramienta para empezar a modificar este oxímoron: trabajadores pobres; o quizá la salida sea por el lado del Big Quit, de un cambio en la balanza de lucha de poderes y de la reivindicación de la vida como forma y no como pretexto, herramienta, y mera mano de obra. Lo que no está en duda, lo que definitivamente no soporta más análisis, es la necesidad de cambio; la urgente decisión de dejar de maquillar la desgracia, de dejar de seguir las flechas para así poder encontrar nuevos horizontes, de barrer los prejuicios sobre el goce y el disfrute, y de comprender que sólo sabremos si hemos ganado o perdido, cuando al resultado le restemos nuestras propias cicatrices, o cansancio.