Al final resultó que “Lucianito” (Luciano Jesús González) y su novia, Brisa Villarreal, habían sido “engarronados”, al atribuírseles por error el asesinato del empresario Andrés Blaquier en ocasión del robo de su lujosa motocicleta en la Autopista Panamericana, altura Pilar.
Hubo ciertas circunstancias que convirtieron a este pibe en el pato de la boda, empezando por el apellido de la víctima (un sobrino del poderosísimo magnate azucarero Carlos Pedro Blaquier). También incidió en su desgracia la urgencia policial por resolver el caso con una rapidez espectacular. Pero nada fue tan determinante como su edad: 18 años recién cumplidos. Un detalle que propició el siguiente razonamiento: de haber estado tras las rejas por presuntos delitos cometidos previamente (o sea, cuando se encontraba amparado por los límites etarios de la Ley Penal Juvenil), Blaquier todavía estaría vivo.

Aún así, la milagrosa aparición de los verdaderos autores de ese crimen mantuvo dicha lógica en pié: uno de ellos tiene apenas 17 años.
Lo cierto es que ese detalle catapultó nuevamente a las primeras planas un viejo anhelo punitivo: bajar la edad de imputabilidad de los menores.
Días después, otro hecho sangriento excitó la libido del espíritu público: la ejecución a sangre fría del ladronzuelo Leonel Camacho, quien pretendía robar un vehículo con un arma de juguete cuando su propietario, un intachable ingeniero (solo identificado con la sigla PK) portaba una pistola de verdad. El episodio ocurrió en la localidad bonaerense de San Justo. Una paradoja.
Lo cierto es que el asunto catapultó nuevamente a las primeras planas otro viejo anhelo punitivo: legitimar la llamada “justicia por mano propia”.
El carácter espasmódico de ambos “reclamos” merece ser explorado.
Una oscura noche de justicia
Es imposible determinar con exactitud el origen de aquellas cuestiones en la Argentina. Pero uno de sus hitos más notables se produjo el 9 de abril de 2009 en una esquina de Sarandí. Su disparador –nunca mejor utilizada esta palabra– fue la muerte del camionero Daniel Capristo, malogrado con ocho tiros por un pibe de 14 años al pretender evitar con un revólver el robo del Fiat Palio de su hijo. De modo que, en principio, lo ocurrido fue apenas otro intento fallido de “justicia por mano propia”. Pero el capricho invisible del azar lo llevaría a una situación sin precedentes en materia de bestialismo ciudadano.
Una no muy buena impresión habría causado entre familiares y vecinos del difunto que el fiscal Enrique Lázzari, al llegar al lugar del hecho, dijera del matador: “Es menor y no se puede hacer mucho”. Esa frase bastó para desatar una lluvia de golpes sobre él. Entonces fue apaleado en el suelo y hasta recibió un ladrillazo en la espalda, después de que la jauría humana lo persiguiera a lo largo de dos cuadras. Los canales transmitían el incidente en vivo; ante tales circunstancias, el movilero de TN soltó: “Fíjense en la indignación que hay; la bronca de los vecinos es clara y genuina”.
Al otro día tres mil vecinos convergieron en la plaza de Valentín Alsina para solicitar medidas urgentes contra la inseguridad. Y ante todo micrófono que se les puso a tiro, expresaron sus ideas al respecto. Una prima de Capristo, dijo: “La pena de muerte es un regalo; a los delincuentes habría que mutilarlos antes”. Un tipo que se identificó como Diego Díaz, sostuvo: “Hay que colgar a los chorros en postes de luz, y los medios deben mostrar cómo se desangran”. Otro sujeto portaba un cartel con una propuesta: “Control de la natalidad”. Es de suponer que muchos de los presentes habían participado la noche anterior en la agresión al fiscal. Lucían inmutables, como si la responsabilidad penal no los alcanzara.
Pues bien, en este episodio convergen las siguientes circunstancias: el homicidio de un hombre cometido por un menor durante el intento de evitar un robo con una pistola en la mano, y la súbita transformación de sus vecinos en una horda de salvajes “justicieros”. Toda una metáfora para un país en el que la seguridad es reclamada por una sociedad cada vez más violenta.
Pero vayamos por partes.
Los benefactores de la infancia
Durante la última década hubo una recurrencia cíclica en los proyectos de ley para modificar el régimen de responsabilidad para los niños y adolescentes en conflicto con el Código Penal. Todos precedidos por algún hecho puntual que habría horrorizado a la parte “sana” de la población.
Ninguno de estas iniciativas prosperó. Pero bien vale recordar el que, en febrero de 2019, supo suscribir el ministro de Justicia del gobierno macrista, Germán Garavano, con la venia de la ex titular de Seguridad, Patricia Bullrich. Su propuesta era la de encarcelar a los malhechores de 14 años en adelante, siempre y cuando hayan cometido delitos con más de 15 años de prisión.

Ahora, inspirado por la irrupción mediática del pobre Lucianito, fue el ex vicejefe porteño y actual diputado del PRO, Diego Santilli, quien sacó de la manga su propia propuesta al respecto, en la cual, además de bajar la edad de imputabilidad de los menores, plantea la creación de un fuero especializado en la materia y la aceleración en los juicios.
Por si fuera poco, su colega de bancada Cristian Ritondo, no se quedó atrás, dado que también anunció otro proyecto, idéntico al suyo.
Desde una perspectiva totalizadora, esta temática integra el catálogo de la construcción del miedo, una gesta que, ineludiblemente, requiere del acto de identificar a un enemigo social; en este caso, los pibes descarriados. Notable.
Porque –según estadísticas actualizadas del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación– los delitos cometidos por menores no llegan al 4% del total de transgresiones al Código Penal, en tanto que los homicidios cometidos por dicha franja apenas araña el 0,04%.
Sin embargo, en este tema subyacen otros factores de peso. Entre estos, el uso policial de menores como mano de obra delictiva, a lo que se le suma la intervención activa de otros adultos.
Claro que hubo un tiempo en que los niños y adolecentes que delinquen solamente les eran útiles a los uniformados para obtener mayores atribuciones y engordar estadísticas. Pero a fines de 2001 todo cambió puesto que la crisis también supo alcanzar al hampa. En especial, al crimen organizado, del que no son ajenos los policías.
Al respecto, un ejemplo: el precio irrisorio que a partir de aquellos días empezaron a pagar los desarmaderos a los levantadores de autos estacionados –por lo general, ladrones profesionales que actuaban sin ejercer ningún tipo de violencia– hizo que éstos migraran hacia otras modalidades delictivas. Tanto es así que dicha fase del negocio –una actividad que involucra a comerciantes, uniformados y hasta intendentes– quedó en manos de pibes solo calificados para asaltar con armas a conductores de vehículos en movimiento. Se sabe que ello es una fuente inagotable de desgracias. Pero aquel mismo target también es reclutado por policías y malvivientes a su servicio para cometer atracos de otro tipo. Un hábito por entonces aún inimaginable para la opinión pública.
De hecho, el primer signo visible de semejante situación tardó casi siete años en aflorar. Y fue por el asesinato del ingeniero Ricardo Barrenechea en octubre de 2008. El caso instalaría por enésima vez el debate sobre la baja de la edad de imputablidad de los menores. Sin embargo, la bandita de pistoleros adolescentes que produjo el episodio –encabezada por un tal “Kitu”– develó la existencia de una organización de policías que trasladaba pibes desde la villa San Petesburgo, en La Matanza, hacia la zona residencial de San Isidro con un objetivo claramente especificado: robar casas y vehículos de alta gama.

Otros asaltos posteriores deslizaron la hipótesis de que esta clase de reclutamiento constituía una práctica orgánica y extendida en todo el Gran Buenos Aires. Tanto es así que, a comienzos de 2009, el asesinato de Luciano Arruga por negarse a delinquir para la policía, confirmó esta impresión.
De manera que los menores no solo son incorporados –como las piezas más frágiles y expuestas– al negocio de los vehículos robados (cuya terminal son los desarmaderos) y al de las “entraderas”, puesto que participan en otros asuntos que van desde la el narcotráfico al menudeo (como “soldaditos”) hasta el hurto de celulares a los fines de su reventa.
Moraleja: muchos adultos –con o sin uniforme– también merecen que se les baje la edad de imputabilidad.
El gen criminal del ciudadano común
“El que quiera estar armado que ande armado. Este es un país libre”, alcanzó a farfullar, visiblemente beoda, la ministra Bullrich en 2018, al ser abordada por un movilero cuando salía de un restaurante cordobés. Sabias palabras.
Cuatro años después, la portación irrestricta de armas es uno de los más caros ideales de sujetos como Javier Milei y José Luis Espert.

Es que la “justicia por mano propia” ya forma parte de las plataformas programáticas de la extrema derecha nacional.
Claro que su ejercicio no siempre requiere del uso de ferretería pesada, tal como lo demostró, en septiembre de 2016, el carnicero de Zárate, Daniel Oyarzún, recordado por su aporte metodológico en la materia, una innovación que bien podría denominarse: “embestida vehicular seguida de linchamiento”.
Para que ocurriera el linchamiento –tras perseguir y atropellar con su Peugeot 306 a un hampón en fuga–, su faena se vio completada por la súbita complicidad de un número no determinado de vecinos que descargaron una lluvia de golpes y patadas sobre la víctima, cuando, aplastado entre la trompa de la camioneta y un semáforo, agonizaba con el cuerpo roto por dentro.
Sin que aquella jauría fuera rozada por la ley, el carnicero fue absuelto a fines de 2018 en un juicio por jurados. Al año siguiente su hazaña le valió una candidatura a concejal de Zárate en las listas de Juntos por el Cambio (JxC).
Desde una perspectiva histórica, el precursor mundial de las ejecuciones civiles fue el célebre “Justiciero del Metro de Nueva York”. Influenciado –tal como lo confesaría después– por la película El vengador anónimo, donde Charles Bronson interpreta a un tipo alicaído por el asesinato de su esposa que decide limpiar a balazos las calles de la Gran Manzana. Así fue como subió a un vagón en Manhattan para acribillar a cuatro muchachos negros de aspecto sospechoso, ante la atónita mirada de 20 pasajeros. Corría la tarde del 22 de diciembre de 1984 y esa sombra letal acababa de adquirir estatura de mito. Su detención –ocho días más tarde– le aportaría rostro y apellido: se trataba de Bernhard Goetz, un ingeniero delgado, frágil y racista, que había sufrido un robo en 1981. Y fue condenado a sólo ocho meses de cárcel.
El primer émulo autóctono de Goetz tardó casi siete años en desatar su festín de plomo. Fue el ingeniero Horacio Santos, quien durante el ya remoto 16 de junio de 1990 persiguió en auto por el barrio de Devoto a dos pibes que le habían hurtado un pasacassette, hasta liquidarlos con cinco precisos balazos.

En el imaginario social ya aleteaba el buitre de la inseguridad.
Desde entonces la práctica de la “justicia por mano propia” se extendió con “vengadores” provenientes de todos los estratos sociales; desde remiseros a empresarios, pasando por jubilados y hasta jueces (como el finado Claudio Bonadio, quien en 2001 mató con seis tiros por la espalda a dos malhechores).
Pero la autoprotección armada es un hábito proclive a la mala praxis. Al respecto, basta recordar el infortunio del anciano coronel Norberto González, quien convivía con María de la Arena, ex esposa del famoso joyero Huber Ricciardi. Todo explotó durante la madrugada del 1º de enero de 1997, cuando la pareja regresaba al chalet que alquilaban en Punta del Este. El tipo entonces advirtió desde el jardín una luz en el living y una silueta detrás de la ventana. Casi por reflejo desenfundó su Browning. Y al ver cómo el presunto ladrón se caía al cabo del primer disparo, abrió la puerta de una patada, tal vez evocando algún operativo “antisubversivo”. Grande fue su sorpresa al advertir que allí no yacía un malviviente muerto sino el nieto de su novia, José Ricciardi, de apenas 15 años. Desde ese día hasta la fecha las estadísticas registran unos 125 casos similares.
Pero más allá del daño a terceros, el ir “calzado” para conjurar asaltos no parece una buena idea, dada una dificultad de índole práctica: resulta casi imposible desenfundar, apuntar y disparar sobre alguien que lo tiene a uno encañonado. De hecho, el 77% de los homicidios en ocasión de robo se produce debido a la resistencia armada de la víctima. Una tendencia elocuente para un semillero de tragedias.
Llama la atención que el eterno debate sobre la justicia por mano propia omita este detalle. Y que a su vez la figura de “legítima defensa” sea aplicada a muertes causadas con armas de fuego cuando el agresor ya no representa un peligro y también a linchamientos de delincuentes sorprendidos en flagrancia (ambas modalidades suman un promedio de 91 muertes por año; una cada 96 horas).
En consecuencia, lo que realmente la sociedad discute es la legitimidad de una Doctrina de la Seguridad Vecinal, cuyo corpus teórico se cifra en dos simples pilares: “Hay un Estado ausente” y “La gente está cansada”. Se trata de una polémica que –por el solo hecho de serlo– pone en foco el gen criminal del ciudadano común.