Al cumplirse hoy un nuevo aniversario del fallecimiento de José de San Martín, Contraeditorial propone la lectura de un extracto de “San Martin. Una biografía política del Libertador”, de la historiadora Beatriz Bragoni (*). El libro, publicado por Edhasa, reconstruye la vida política y militar de San Martín, desde sus orígenes en España hasta las décadas que vivió en Francia.
DE CORONEL DE GRANADEROS A JEFE DEL EJÉRCITO DEL NORTE
Desde que el gobierno triunviral le había encargado la formación de un nuevo escuadrón de caballería, San Martín venía desplegando sus destrezas militares en la organización del cuerpo de Granaderos bajo la doble convicción de que la caballería debía cumplir un papel primordial en el campo de batalla, y que el escuadrón bajo su mando habría de erigirse en escuela o modelo de formación y disciplina militar. En dicha empresa recogió la experiencia acumulada en las normas y prácticas de instrucción ejercitadas en la guerra peninsular con el propósito de mejorar el entrenamiento de los reclutas, crear un nuevo tipo de relación entre oficiales y tropa, preservar la disciplina y favorecer el espíritu de cuerpo. Para cumplir con su objetivo, San Martín integró a la oficialidad a jóvenes provenientes de las familias patricias, dotándola de un código de honor y un reglamento de disciplina a los efectos de propiciar la lealtad y obediencia entre jefes, oficiales y soldados. A su vez, dispuso un arbitrio selectivo de los hombres que debían portar ese distinguido uniforme, jerarquizó su autoridad por la de otros oficiales del cuerpo y controló periódicamente el adoctrinamiento de los reclutas en la Plaza del Retiro. Cada mañana y cada tarde –adujo tiempo después el general Espejo, uno de sus más fieles oficiales–, San Martín no sólo vigilaba la instrucción en el manejo del sable y de la tercerola, sino la capacidad moral y hasta la postura de sus subordinados. También Manuel de Pueyrredón recordaría la meticulosa vigilia sanmartiniana en la manera que corregía la postura y el uniforme de los subalternos:
Era muy rígido observador de la disciplina, así como del aseo del traje de sus subordinados. Cuando por descuido algún oficial se le presentaba con un botón desabrochado, sin cortar el hilo de la conversación o diálogo que entablase, empezaba a darle tironcitos de ese botón o golpecitos con el dedo índice hasta que el oficial se apercibiera y lo abrochara, si no caía en cuenta con esas indirectas, se lo advertía con claridad”.
Aquel entrenamiento militar habría de quedar impreso en la memoria de los porteños, y sería evocado por Vicente Fidel López, quien registraría que desde el amanecer no se oía en Buenos Aires otra cosa que grupos de granaderos a caballo ensayándose en el “arte de vencer”.
Esa novedosa forma de instrucción y el papel que había desempeñado en su formación fue reconocida por el Triunvirato cuando dispuso la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo, y colocó a la cabeza de los cuatro escuadrones que lo integraban al que ya era su conductor indiscutible distinguiéndolo, además, con el grado de teniente coronel efectivo. Bajo esas condiciones, San Martín y “sus granaderos” –como él los llamaba– protagonizaron un primer ensayo guerrero en las costas del Paraná, luego de haber recibido instrucciones para defender las poblaciones que sufrían el acecho de los realistas desde Montevideo.
Para ese entonces, el éxito de Rondeau en Cerrito (31 de diciembre de 1812) no había puesto término a la persistente acción de flotillas y corsarios dirigida por el gobernador Vigodet para obtener víveres y ganado a la espera de los refuerzos prometidos desde la metrópoli. De tal modo, el 28 de enero de 1813, el coronel San Martín y una tropa integrada por el Regimiento de Granaderos y cien soldados de infantería salieron de Buenos Aires con destino a Rosario movilizando a su paso a jueces de partidos, alcaldes y comandantes militares con el fin de obtener el suministro de caballos y ganado para abastecer la tropa. El avance sobre San Pedro le permitió avistar los movimientos de las naves realistas que merodeaban los alrededores de Rosario, y esa amenaza latente activó la participación de las milicias locales, alcanzando incluso al cura párroco, el Dr. Julián Navarro, quien alentó la movilización de sus feligreses y ofició de capellán del cuerpo de Granaderos. Finalmente, el 3 de febrero, las tropas bajo su mando conseguían imponerse en el predio del Convento de San Carlos coronando una estrategia de ataque que reactualizaba la descarga de Arjonilla, que había llevado a cabo durante el conflicto peninsular. De inmediato San Martín dictó a Mariano Necochea el parte de guerra que debía llegar a la capital para dar cuenta de lo sucedido. Allí enfatizó tan sólo el valor y la intrepidez de “mis” granaderos, y el “escarmiento” infligido al enemigo que prometía no volver a inquietar a los “pacíficos moradores” de los pueblos rurales.45 A continuación, y fiel al derecho de gentes que regía las reglas de la guerra, arbitró medidas con relación a los prisioneros y a los heridos de la contienda, y dispuso destinar la mitad del botín de guerra al teniente gobernador de Santa Fe en contrapartida del apoyo recibido. También ordenó dar cristiana sepultura a los caídos en combate en la fosa común del camposanto en la que el cura de Rosario pronunció el responso junto con un coro de treinta frailes del convento, y encabezó un discreto homenaje al soldado correntino que lo había salvado de morir.
Al regresar a Buenos Aires, inició gestiones ante la Asamblea Soberana para realizar un homenaje a los caídos en el campo de batalla, y destacó el valor y arrojo del negro Cabral, porque al morir sólo había proferido “ayes por la Patria”. Días después ordenó colgar en la puerta del cuartel un tablero oval con la inscripción: “Al soldado Juan Bautista Cabral, muerto en la acción de San Lorenzo el 3 de febrero de 1813”, y en la orla: “Sus compañeros tributan esta memoria”, la que era saludada al entrar por oficiales y soldados. Al mismo tiempo, ordenó que al pasar la lista de la compañía a la que había pertenecido, el sargento de mayor antigüedad contestara: “Murió por la Patria en el campo de honor, pero vive en nuestros corazones”. En rigor, la decisión de honrar la memoria del soldado no era fortuita: si bien San Martín no hizo ninguna alusión a la condición étnica del héroe plebeyo, resulta por demás probable que se inscribiera en una política de mayor alcance que estaba destinada a cohesionar los cuerpos de blancos y de negros en los regimientos patriotas, al tiempo que procuraba atemperar el malestar de los amos ante la legislación que favorecía a la población esclava.
El éxito en San Lorenzo impidió que los realistas aislaran al ejército sitiador en Montevideo, y disipó por completo las sospechas que todavía algunos podían tener sobre su lealtad a la causa de la revolución. Asimismo, en los meses siguientes, el Regimiento de Granaderos aumentó el número de enrolados alcanzando las seiscientas plazas como resultado de la incorporación de reclutas oriundos de Catamarca, a los que se sumaron doscientos sesenta indios de Misiones, especialmente seleccionados por su “talla y postura”. No obstante, esas señales auspiciosas no habrían de representar cambios significativos de su máximo conductor en relación con la posición política ni tampoco de su grado militar. Por el contrario, esa porción de su ciclo como oficial intermedio de los ejércitos revolucionarios habría de estar cruzada por un contexto incierto caracterizado por una política guerrera en la que obtendría un lugar marginal.
Montevideo había vuelto a ocupar el centro de atención del gobierno revolucionario ante el inminente arribo de los refuerzos militares enviados desde la antigua metrópoli con los que se confiaba someter a los “insurgentes porteños”. Buenos Aires nuevamente quedaba expuesta a un eventual ataque. La crítica coyuntura obligó a organizar un sistema de defensa urbano y contribuyó a la concentración de poder de Alvear y su círculo. Ambas novedades introdujeron huellas perdurables en el itinerario sanmartiniano. Por un lado, la salida de Álvarez Jonte del Triunvirato y su reemplazo por Gervasio Posadas licuó el único apoyo que tenía en el gobierno. Por otra parte, el ascendiente de Alvear obtuvo traducción di- recta en el plano militar y en el político al obtener el grado de coronel y al presidir la Asamblea Soberana que dispuso el rescate de esclavos para engrosar los regimientos de libertos. En el interior de ese clima cruzado de desconfianzas e intrigas que elevaba a Alvear a un primer plano, el gobierno desplazó a San Martín de la jefatura de Granaderos designándolo comandante de las fuerzas de la ciudad. Ninguna respuesta oficial favorable obtuvo para ser relevado de esa función en las dos renuncias que dirigió a los hombres del Triunvirato. Ni el argumento que enfatizó su desempeño como creador del Regimiento, ni el que advirtió la importancia de la caballería en cualquier estrategia de defensa resultaron suficientes para preservar las bases de su liderazgo entre los cuerpos armados por él formados. Esa negativa lo condujo a dirigir la comandancia de la capital poniendo en marcha una serie de disposiciones destinadas a la defensa que incluyeron la confección de planos de los barrios, la formación de divisiones de artilleros volantes, la organización de una frustrada compañía de zapadores y una fábrica de fusiles y de fundición de piezas de artillería. Tres meses después, sus pretensiones fueron finalmente satisfechas cuando el Triunvirato resolvió dividir la responsabilidad de la organización defensiva de la capital, restableciendo la jefatura de San Martín en los cuerpos de caballería, y asignando a Alvear la conducción de la infantería. A pesar de Alvear, la fama alcanzada en el plano de la organización militar había traccionado a su favor, lo que hizo decir al cónsul norteamericano, Mr. Poinsett, sujeto con el que nunca conversó:
San Martín es el mejor oficial a su servicio y ha sido infinitamente útil para ellos al organizarles y disciplinar sus fuerzas. Ayudó a los actuales gobernantes a realizar su última revolución en Buenos Aires, y ha sido, después, sacrificado a la ambición de Alvear, que no podía tolerar que tan formidable rival tuviera ningún mando activo.
La decisión no era independiente del sombrío escenario en el cual se dirimía la revolución rioplatense. Las noticias de la derrota napoleónica aventuraban un futuro incierto ante el inminente restablecimiento de Fernando VII al trono español, y la certeza de que su regreso no sólo daría por tierra con las promesas liberales impresas en el texto constitucional emanado en Cádiz. También ajustaría cuentas con quienes habían desafiado su autoridad a través de una agresiva política represiva con oficiales y soldados enviados desde la metrópoli. Esas conjeturas fueron confirmadas más tarde, cuando Montevideo fue testigo del arribo de dos mil quinientos efectivos, anticipo de los diez mil hombres que se aprontaban a salir de España al mando de Morillo. Tampoco el trayecto de los bastiones patriotas erigidos en América del Sur era auspicioso. La exitosa estrategia dirigida por el virrey Abascal no sólo había conseguido preservar los derechos de Fernando VII en la jurisdicción, sino que además había restaurado el liderazgo limeño en el Alto Perú, y prometía extenderse hacia el sur, a través del envío de un ejército auxiliar con la aspiración de liquidar la vocación independiente de los chilenos haciendo uso de las divisiones que acuciaban a sus élites. Esa amenaza que latía al otro lado de la cordillera condujo a extremar medidas de precaución instruyendo tropas para auxiliar en Santiago (a cargo del jefe del Regimiento N° 11, Juan Las Heras) y erigiendo una nueva gobernación en Cuyo con un doble propósito: asegurar la frontera revolucionaria y satisfacer las expectativas de los pueblos cuyanos que, desde tiempos borbónicos, venían bregando por clausurar la dependencia que mantenían con Córdoba, la capital de la intendencia desde el siglo anterior.
En el norte, otro frente de tormenta acechaba la revolución dirigida desde Buenos Aires después del fracaso de la segunda expedición, con la cual la conducción revolucionaria abrigaba todavía la aspiración de reconstruir la antigua geografía virreinal bajo el liderazgo porteño. Las derrotas infligidas al “desgraciado” Ejército del Norte en Vilcapugio (1o de octubre de 1813) y en Ayohuma (14 de noviembre de 1813) habían puesto en evidencia no sólo los desaciertos de un general inexperto en las lides de la guerra, sino también los límites impuestos por una geografía desconocida, el deterioro de las cadenas de mando y la crónica escasez de recursos para preservar la tropa y frenar la “peste” de la deserción. Ese diagnóstico de situación y la convicción entre los hombres de Buenos Aires de que Belgrano “había perdido hasta la cabeza” con- tribuyeron a torcer el rumbo de la trayectoria sanmartiniana. A mediados de diciembre fue nombrado jefe de la expedición que debía partir en auxilio, para lo cual obtuvo el grado de mayor general del Ejército del Perú. Días después, otro oficio del gobierno lo designó general y lo colocó en la cúspide de la pirámide guerrera de las fuerzas estacionadas en el norte en reemplazo de Manuel Belgrano.
*Beatriz Bragoni es doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires, Profesora Titular regular en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cuyo, Investigadora Principal del CONICET, y Académica Correspondiente de la Academia Nacional de la Historia (RA). Realizó estudios posdoctorales en la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Ha sido profesora invitada de varias universidades europeas y latinoamericanas. Además de ser la autora de libros y artículos especializados, lleva a cabo una activa participación en medios de comunicación masiva sobre temáticas relativas a su especialidad, y es directora del Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales del Centro Científico y Tecnológico CONICET- Mendoza.