La noticia fue comunicada con un aviso fúnebre en el diario La Nación. Allí, junto a la abreviatura “q.e.p.d.”, pero sin la fecha del deceso ni la identidad de los firmantes, sólo decía: “Esposa y madre ejemplar, tus hijos, hijos políticos, nietos y bisnietos, te despedimos con el cariño que nos diste”. La difunta era Alicia Raquel Hartrige Lacoste, nada menos que la viuda del dictador Jorge Rafael Videla. Fue quizás lógico que su muerte, a los 94 años, no mereciera más que breves alusiones en la prensa. Pero en el vínculo marital que mantuvo con aquel militar parco e insulso anidaba el huevo de la serpiente, el germen del peor genocidio de la historia argentina. He aquí una trama que encaja con lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.

El vuelo
Durante el mediodía del 17 de octubre de 1975, el Hotel Casino Carrasco, de Montevideo, parecía una fortaleza. A su alrededor había tanques, carros de asalto y tropas con fusiles automáticos. Allí se desarrollaba la Conferencia de los Ejércitos Americanos. Su tema principal era la lucha contra “la infiltración marxista en la región”. Los delegados de 17 países estallaron en una ovación cuando un general uruguayo le cedió la palabra al representante argentino: el general Videla. Semanas antes había sido designado comandante en jefe del Ejército. Y ahora iniciaba su ponencia con una frase filosa y elocuente: “Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país”. Sabía de lo que hablaba.
En paralelo se desarrollaba otro hecho político relevante.
Aquel sábado concluía la presidencia interina del doctor Ítalo Luder, en reemplazo de Isabel Martínez, la viuda de Perón, quien, 24 días antes, había viajado a la ciudad cordobesa de Ascochinga con el doble objetivo de aliviar el desgaste psicológico causado por el ejercicio de sus funciones y, a la vez, reponerse de sus consecuencias somáticas: una colitis ulcerosa que la obligaba a interrumpir de modo súbito reuniones de Gabinete, ceremonias protocolares e incluso encuentros con dignatarios extranjeros.
Sus días de reposo habían transcurrido apaciblemente en un complejo recreativo de la Fuerza Aérea junto a tres damas de compañía, quienes debían levantarle el ánimo, hasta con adulaciones. Además se les había asignado otra misión: transmitir a sus maridos todo lo que los labios de Isabel pronunciaran. Ellas eran Delia Veyra (la esposa del almirante Emilio Massera), Lía González (la esposa del brigadier Héctor Fautario) y, obviamente, doña Alicia Raquel.

Presionado por los comandantes, Luder ya había firmado los famosos decretos 2770 y 2771 –llamados “de aniquilamiento”–, que extendían a todo el país las facultades represivas que el Ejército tenía en la provincia de Tucumán a los efectos del Operativo Independencia contra el ERP. Fue el paso inicial de los uniformados en su desfile hacia el 24 de marzo.
Pero esa misma tarde, la Presidenta y sus simpáticas espías regresaban a Buenos Aires. Videla también.
Lo hizo a bordo de un pequeño avión militar. Tal vez entonces escrutara el horizonte marrón del Río de la Plata, en cuyas aguas poco después serían arrojadas sus víctimas. Y quizás pensara que la profundidad de su lecho estaba a la altura del escalofriante secreto que debía guardar. Porque era consciente de que la estrategia de su cruzada consistía simplemente en una cacería contra la sociedad civil, ya que –de acuerdo con su lógica– en ella estaba depositada la fortaleza de la “subversión marxista”. Es decir: su retaguardia.
Al día siguiente, Jorge Rafael y Alicia Raquel celebraron el reencuentro con una buena misa.
El flechazo
Ese hombre fue bautizado con el nombre de dos muertos: sus hermanos Jorge y Rafael, quienes fallecieron de sarampión en 1923, dos años antes de que él naciera en una casa separada por un alambrado del Regimiento de Mercedes, en donde prestaba servicios su papá, el (entonces) capitán del Ejército, Rafael Eugenio Videla Bengolea. Aquellas tres circunstancias marcaron su destino.

Su progenitor era un sujeto severo y “reglamentarista” hasta el absurdo; su lema era: “Todo lo que camina se saluda y todo lo que no camina se pinta de verde”. De hecho, ya cuando Jorge Rafael pasó de ser cadete a subteniente, don Rafael Eugenio, ya coronel, lo trataba como un soldado conscripto y hasta lo obligaba al uso del uniforme como vestimenta de entrecasa. Pero además supo infundirle una profunda fe católica. De manera que, a los 19 años, Jorge Rafael ya era un fervoroso cursillista.
Fue a esa edad cuando se fijó en Alicia Raquel, de 17 primaveras. Ese flechazo se produjo en El Trapiche, una localidad turística cercana a la capital de San Luis. Allí los Videla solían pasar sus vacaciones, al igual que la familia de la futura primera dama de facto.
Su padre, don Samuel, un diplomático conservador de origen irlandés y religión anglicana, había desposado a María Isabel Lacoste (ya fallecida por aquellos días) con una condición impuesta por su suegro: rebautizarse como católico apostólico romano, algo que él cumplió a pies juntillas.
Alicia Raquel fue la primera (y única) mujer que Jorge Rafael conoció. El muchacho era indisimulablemente pacato. Y el noviazgo entre ellos fue de lo más pudibundo que pueda imaginarse.
El pretendiente la iba a buscar cada domingo a las tres de la tarde, pero la novia aún no solía estar lista para recibirlo. Recién a las cinco ella emergía ya debidamente emperifollada. Entonces, él se animaba a pedirle permiso al papá para retirarla, con la promesa de regresarla al hogar a la hora de la cena. En ese lapso, mientras daban vueltas por alguna plaza, el erotismo entre ellos no pasaba de algún besuqueo en las mejillas y manos entrelazadas.

Aquella rutina se extendió hasta el 7 de abril de 1948 cuando se unieron en el Santo Sacramento del Matrimonio.
La boda con una Hartrige Lacoste le dio a Videla cierto lustre social.
El flamante esposo ya era teniente.
El ángel
El episodio ocurrió en el Colegio Militar a fines de 1961. Un joven instructor debía dirigir un simulacro de ataque frontal contra un objetivo enemigo. Pero, lejos de acatar la consigna, dispuso que los cadetes actuaran sin uniforme ni insignias, para así encubrir su condición militar. En realidad los educaba en el riesgoso arte de atrapar guerrilleros y por su propia iniciativa. Ello provocó el enojo de un oficial superior.
– ¿Por qué no obedece el plan del ejercicio? –fueron sus palabras.
–Vea, mi teniente coronel… ¿Sabe lo que pasa? Lo que se viene ahora es la guerra revolucionaria.
Al decir esa respuesta, el capitán Mohamed Alí Seineldín se mantuvo imperturbable. Y Jorge Rafael Videla se retiró sin atinar contestación alguna.

Desde el inicio de su carrera militar hasta ese momento, ese tipo había merecido cinco ascensos con excelentes calificaciones. La superioridad tenía grandes expectativas depositadas en él. Había asistido a la Escuela Superior de Guerra entre 1952 y 1954. Allí obtuvo el título de oficial de Estado Mayor. Formó parte de la Secretaría de Defensa entre 1958 y 1960, y por entonces dirigía el Colegio militar
Alicia Raquel transpiraba orgullo.
La vida familiar de los Videla parecía destinada a no tropezar con algo que pudiera perturbarla. La primera hija del matrimonio, bautizada Cristina, nació a comienzos de 1949, y el primer varón, Jorge Horacio, exactamente al año. En los tiempos posteriores, del vientre de Alicia Raquel salieron otros cinco vástagos; entre ellos, Alejandro, en 1951. Pero fue precisamente su llegada lo que alteró el apacible equilibrio de aquella familia católica y formal: el niño había nacido con una discapacidad cerebral congénita, siendo diagnosticado como oligofrénico profundo y epiléptico.
En resumen, esos piadosos papis lo encerraron en la tenebrosa Colonia Montes de Oca, un depósito de carne, donde los cautivos, librados a su suerte, deambulaban desnudos entre orines y excrementos.
Alejandro dejó de existir allí a los 19 años. Y su espantoso paso por la vida fue un secreto guardado por los Videla bajo siete llaves.
Años después, en 1977, un ex empleado de la Colonia, Santiago Cañas, le pidió a Videla, ya atornillado en el sillón de Rivadavia, que intercediera por la vida de su hija, María Angélica, secuestrada poco antes. Y lo hizo con las siguientes palabras: “Apelo a sus sentimientos cristianos y en el nombre de ese hijo suyo que tenía internado allí”.

Videla le mencionó la cuestión a su esposa. Ella crispó los labios.
Esa misma tarde, la respuesta del general a Cañas fue: “Hay veces que yo no puedo hacer nada. Hay cosas que escapan a mi control”.
Tal episodio fue revelado por Miguel Bonasso en el diario Página/12 a mediados de 1998. Entonces también salió a la luz la historia de Alejandro. El gran secreto familiar se había hecho añicos.
Al ser consultada al respecto por un periodista de Crónica TV, la buena de Alicia Raquel, no sin un dejo de indignación, solo atinó a decir: “¡Dios nos mandó un ángel!”.
Punto final
Durante la mañana del 29 de marzo de 1976, cinco días después del golpe de Estado, Videla se hizo calzar la banda presidencial. En aquella ocasión, Alicia Raquel se mostró emocionada hasta las lágrimas junto a sus 20 nietos. La TV registró la escena al detalle. Y los canales la repitieron hasta el hartazgo.
El horror ya estaba en marcha.
Videla supo ser un individuo de pocas palabras. Y únicamente una frase suya fue digna de pasar a la historia: “Los desaparecidos no están, no existen, no son. No están ni vivos ni muertos. Están desaparecidos.
Su principal estrategia para “pacificar” al país se basó en la utilización intensiva de la inteligencia a partir de informaciones arrancadas mediante la tortura. Según semejante tesitura, en la llamada “lucha contra la subversión”, las verdaderas batallas se libraban en los interrogatorios. Ese fue la columna vertebral de las operaciones militares. Y para tal objetivo fue necesario armar un ejército secreto, integrado por esbirros organizados en minúsculas células terroristas, con identidades ocultas y centros clandestinos de exterminio. Así, con esa lógica, Videla construyó el Estado Terrorista.

Y siempre con el amoroso apoyo de Alicia Raquel, aunque, claro, con sus condiciones. Y aquí una perlita: días después del golpe, ella dijo que de ninguna manera se trasladarían a la Quinta de Olivos “hasta que no sacaran a ‘esa’ de la casa”. “Esa” era Eva Perón, cuyo cuerpo embalsamado todavía se encontraba allí.
Por aquellos días, las fotografías periodísticas mostraban a la primera dama muy entusiasmada al ir con el marido en el Tango 01 en sus viajes al exterior. No era un secreto su disfrute por el poder.
Luego vendría la vuelta al llano, el retorno a la democracia con el Juicio a las Juntas, las idas y vueltas de Videla entre los arrestos domiciliarios y las cárceles. Y finalmente una viudez deshonrosa.
“Yo voy a misa y rezo por él todas las noches, eso es lo principal”, dijo durante su última entrevista, al ser consultada sobre la ubicación desconocida de la tumba del marido.
No hubo más declaraciones públicas que esa.Ahora, aquel solitario aviso fúnebre del diario La Nación es el punto final de esta historia.