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Giros inesperados

Por Javier Lifschitz
Giros inesperados

Al final de la estadía, lo llevé en auto al aeropuerto y en un momento del viaje me dijo, de una forma que sentí tajante: “Mirá, ahora depende de nosotros, puede ser que no nos veamos más o cultivar algo que puede llegar a ser una amistad”. Esa frase, que en su momento me pareció extraña, esa invitación generosa y terminante, me sirvió de mucho. Qué palabra fuerte, qué palabra linda esa de maestro, y Horacio González contribuyó mucho para poner esa palabra en su debido lugar, entre la donación y la pasión por transmitir para un otro, que siempre tiene una historia y ficciones constitutivas. Un maestro que escucha  y sabe que las culturas se retuercen, que nada es dado y por eso la necesidad de resituarse en esos flujos muchas veces intempestivos de la política. Tenía razón, lo pienso hoy, porque a veces tratamos a la amistad como si fuera algo que camina con sus propias piernas y sabemos que no es así, la amistad es una construcción, es ir al encuentro o recibir al amigo que vuelve. Una construcción con vibraciones internas y rayaduras que nos hace vivir, y que se puede perder, por eso la importancia de alertar a tiempo para la excepcionalidad de la amistad y al gesto que la acoge.  

Horacio escribió en uno de sus últimos textos, “Llorar para adentro”: Esta época es de llanto. La vemos con ansiedad callada, al borde del abismo y que el ingenio nos valga, concluye, porque las llamas aún no están apagadas y al llanto interior hay que estar atento, porque suele preceder el acto, al comienzo de todas las cosas aún en este vertiginoso presente.

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Pero, antes de plantear ese nudo entre pensamiento, militancia y abismo, hay en ese texto giros, desplazamientos discursivos, cadenas significantes que gentilmente intercambian palabras y sentidos como si el lenguaje fuese la paleta de un pintor. Y ese texto comienza refiriéndose a la amistad, o mejor, a las condiciones que la hacen posible, el momento anterior a esa interpelación, en el microcosmos del auto, a la que me refería en el inicio.  Pretende dejar sentado que el gesto de amistad es de hecho una política, pero no en el sentido de “lo personal es político”, sino como un regalo meditado que instala el tiempo de la sensibilidad y el de la memoria, haciendo de la política una forma de vida. La amistad como la suave persuasión de un tiempo otro, demorado, casi irreal. El tiempo de la delicadeza, como dice Chico Buarque en la canción “Todo o sentimento” (preciso no dormir/hasta que se realice/ nuestro tiempo).

Arruinaríamos todo, si luego dijéramos –dice Horacio, desde su forma de introducir la ironía– “no sé cómo agradecerte” o “no olvidaré jamás tu gesto”. Claro, no está mal decirlo –agrega–, pero si la cosa viene “de profundis” no es necesario. No se trata de la amistad como si fuese un balance bancario, “toma y daca”, ni de la amistad espontánea y pura, que dura tanto como la propria existencia, sino de una “política de la amistad”, que parece anticipar la amistad. Un momento que instituye un encuentro, entre lo sensible de la amistad y lo inelegible de lo político, y que aloja la posibilidad de que lo sutilmente íntimo se haga exquisitamente público.

Pero el asunto de nuestro texto es otro, tiene mucho más que ver con la crónica, género en el cual Horacio transitó con maestría, a pesar de que él nunca separó la teoría de la crónica. Una crónica sobre algunos días en los que estuvo en Rio de Janeiro, en el año 2017, para dar una conferencia en la Universidad y en los que sucedieron situaciones del cotidiano que podríamos llamar de desvíos, malentendidos y que se dieron prácticamente en cadena durante esos días.  Fueron situaciones risueñas, y así también lo recordamos, un lado de Horacio que a todos nos gustaba, de risa abierta, como si estuviese brindando, celebrando la vida. Pero hay también otro motivo para volver a esos días. Notaba que en esas situaciones había algo de la singularidad de su escritura, lo que en sus textos irrumpe y desplaza, lo que no se espera, los giros intempestivos, los desvíos bruscos, dentro de un zigzagueante encadenamiento semántico que ya fue motivo de interesantes reflexiones por parte de María Pía López, en el libro “Yo ya no”.

El primer malentendido ocurrió en realidad antes de Horacio llegar al aeropuerto internacional del Galeão, en Rio de Janeiro. Era un domingo de elecciones en Argentina y una elección muy reñida, pero no se pudo cambiar el día del pasaje y Horacio vino. Él mismo escribió sobre ese contratiempo en la contratapa de Pagina/12,  sobre ese mismo viaje, titulada “Brasil de todos los nombres”: ¿Por qué ir a Río en un día de elecciones? Votar a la mañana, avión a la tarde.  Así comienza la crónica, con un contratiempo, pero inmediatamente hay un desplazamiento, un giro significante en dirección a otra cosa, una mirada otra, un discurso díscolo, que decae primero en el nombre dado al aeropuerto, un nombre glorioso, dice, Antonio Carlos Brasileiro de Almeida Jobim. Y después, en el mismo párrafo, siguiendo el caminar seductor de una mujer, los pasillos interminables, las góndolas del free shop y el ligero terror de un alma desierta rodeada de mercancías, hasta Dolce Gabana entra en esa escena que, como sucede frecuentemente en sus textos, desaguan en condensaciones teóricas sorprendentes, como en este texto la idea de un Shopping Mundial remodelando mundos.

Llegamos a mi casa, donde Horacio se hospedaría durante esos días. Para la cena habíamos preparado un pescado muy suculento a la moda bahiana. Discúlpame –dijo tímidamente–, no como pescado, no me gusta, no consigo comer, pero no se hagan problema –agregó de inmediato–, como cualquier cosa que tengan, un sándwich, no me hago problema con la comida. Nos reímos de la situación un tanto insólita y pasamos a los bifes, al café y después a la compu para ver cómo iba el resultado de la elección. Eran las cuatro de la mañana, según el mismo dice en esa crónica, y yo me había ido a dormir ya hacía mucho tiempo. Al otro día nos despertamos, alegres con el triunfo de Cristina, y preocupados al mismo tiempo, porque las maniobras de impugnación rondaban como animales rabiosos. Pero se venía la conferencia de Horacio, que tanto habíamos esperado  y a la que vale la pena retornar (fue publicada en el Brasil en la revista Morpheus),  porque hizo un análisis vibrante sobre la situación que estaban atravesando los gobiernos populares de América Latina, y en la que convocó a espectros de diferentes pasados:  Perón, Vargas, Chaves, Evo Morales, Lula, Marco Aurelio García, Cristina Kirchner, García Linera, el general Bolívar y, como dijo alguien del público, se olvidó de Juan Carlos Prestes, figura emblemática del partido comunista brasilero, protagonista de una las gestas épicas más impresionantes de América Latina, “la columna Prestes”, y Horacio pidió disculpas al público por eso.

Como sucedía con el Horacio orador, en esa conferencia también había una cuestión a ser develada, y era el hecho de que en algunos de esos países la referencia al pasado, a las tradiciones políticas, era fundante, como en el peronismo o el bolivarianismo –una corriente de pensamiento latinoamericano muy fuerte que imaginó que entre nuestros países había más semejanzas que diferencia–, mientras que en el Brasil la izquierda parecía haberse distanciado de esos referentes del pasado, y recordó un debate que habían tenido al respecto con Marco Aurelio García, en el contexto del Mercosur : cuál es el peso que tienen, en nuestros respectivos países, las tradiciones políticas con relación a los gobiernos populares. Horacio participaba con bastante frecuencia de encuentros con intelectuales y políticos del Brasil, inclusive varias veces con Lula, según comentó, y para dejar abierta la cuestión más que para cerrarla, recordó, a manera de humorada, que el propio Marco Aurelio había respondido que eso más que un problema era una de las ventajas que Brasil tenía, que tenía más libertad en lo que concernía a las tradiciones heredadas.

A la noche fuimos a cenar con amigos, pero antes de eso fuimos al banco a cobrar el dinero de su estadía en Rio. Tomamos un taxi y ni bien subimos, el taxista –que por otra parte ha sido motivo de un libro de crónicas de Horacio, en clave un tanto surrealista–  nos dijo, como si estuviese anunciando una noticia imprescindible: La gran desgracia de este país fue el PT, todos robaban, etc., etc. Intenté contenerme, pero no pude y dispuesto a entablar una discusión afirmé que era militante del PT. El taxista miró por el espejo retrovisor  y remató diciendo: ¡Entonces usted sabe mejor que nadie todo lo que robaron!   Reímos los tres con ganas, el humor popular se imponía.

Llegamos al banco y Horacio no estaba en la lista de pagos, insistimos y nada. Entraba a un cajero, salía, otro y nada, y mientras esperábamos recuerdo que se escuchaban gritos, gritos desesperados que venían de alguna ventana vecina. Después de horas de espera, conseguí hablar con la Universidad y fuimos para otra sucursal del banco y allí sucedió eso del desvió, del cambio de rumbo, una afectación. En ese banco, sí, Horacio estaba en la lista de pagos, pero el cajero nos sorprendió al preguntarle sobre el nombre de su madre: ¿El nombre de mi madre?, respondió, perplejo, Horacio. Qué interés podía tener el sistema financiero en saber, en su pasaje fugaz por Río, el nombre de su madre. Antes del viaje había llenado una ficha y el nombre de la madre era la clave para comprobar la autenticidad del beneficiado.

Y ahí otro giro inusitado: El recuerdo de mi madre –me dice Horacio–, déjame sentar un poco en ese banco. Callamos y dejamos al silencio hacer su parte. Pequeñitas cosas de aspecto intrascendente pueden suscitar un llanto interior, dice Horacio en “Llorar para dentro”.

Nos seguíamos viendo cada vez que iba a Buenos Aires. Tenías razón, Horacio, no es el destino que une a las personas, hay el esfuerzo de la construcción, y él lo decía porque hizo de la amistad una política, un foco de la cultura.

Adiós a Horacio González, uno de los intelectuales imprescindibles de la Argentina

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Tags: BrasilHoracio GonzálezJavier Lifschitz
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