El Tribunal Oral Federal (TOF) Nº 6 dio comienzo, el 8 de abril, al juicio por delitos de lesa humanidad perpetrados en el Centro Clandestino de Detención (CCD) “Puente 12”, con sede dentro de un predio de la División Cuatrerismo de La Bonaerense, sobre el Camino de Cintura y la Autopista Ricchieri.
Ocupan el banquillo cuatro antiguos miembros de aquella dependencia (Enrique Gauna, Néstor Ciaramella, Carlos Tarantino y Ángel Salerno), junto con dos militares del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército (los ex oficiales Enrique Del Pino y Walter Minod).

Es el tercer juicio por los crímenes en ese “chupadero”. En el primero, realizado en 2018, fueron condenados a perpetuidad el ex comisario Miguel Etchecolatz y el ex coronel Antonio Minicucci. En el segundo, a comienzos de 2021, el ex mayor del Ejército, Carlos Antonio Españadero, obtuvo 16 años de prisión (sumados a otra condena previa).
Pues bien, en esta oportunidad, Minod, quien fuera el jefe de Logística y Personal del Batallón 601, tuvo mala suerte: luego de no ser importunado por la Justicia durante casi cuatro décadas, el papel que cumplió en el esquema del terrorismo estatal saltó finalmente a la luz al aparecer su firma al pie del legajo de Españadero, cuyo aurea espectral flota ahora entre las paredes y el techo de la Sala Amia del edificio de Comodoro Py, donde se desarrolla el debate.
No es para menos: a pesar de su baja jerarquía y al desconocimiento que la opinión pública tiene de él, ese tipo fue una pieza clave del genocidio y, tal vez, el secreto mejor guardado por sus hacedores.
Bien vale, entonces, reparar en su figura.
El titiritero
Hasta la primavera de 2012, el paradero de Españadero –nacido en 1934– era un misterio. Pero el 6 de septiembre de aquel año, ese hombre –que fue jefe de Situación General del Batallón 601– cayó preso por orden de la jueza federal de Comodoro Rivadavia, Eva Parcio de Seleme, debido su responsabilidad en la desaparición del soldado José Luís Rodríguez Diéguez. En esa misma causa también fueron procesados Teófilo Saa y Jorge Rafael Videla.

En el pasado, se hacía llamar “Fernando Estevarena”, “Doctor Peña” o, sencillamente, “Peirano”, y sus pares lo llamaban “El Viejo”. Lo cierto es que aquel individuo de cabello levemente rizado, hombros caídos y edad incierta tenía una semejanza con Adolf Eichmann: era un burócrata del exterminio. Su especialidad consistía en el análisis y la valoración de informaciones que –en la etapa previa a los secuestros masivos– se basaban en denuncias, infidencias y presunciones. Aquella tarea le había permitido armar un valioso archivo con fichas sobre cientos de personas sospechadas de “actividades subversivas”. La mayoría fue luego capturada y conducida a las mazmorras del Ejército.
Paralelamente, cultivaba otra de sus especialidades: la “penetración” y el “doblaje del enemigo”. Tanto que, desde mediados de 1974, estaba al frente de una pequeña pero auspiciosa red de agentes que él mismo había elegido y entrenado para infiltrar a las organizaciones revolucionarias. La gran estrella de su elenco fue Rafael de Jesús Ranier, alias “El Oso”, un soplón que había instalado en el ERP. Se le atribuye la entrega de medio centenar de militantes y las 53 bajas en el delatado ataque al Batallón de Monte Chingolo. Además, propició la localización de casas operativas, talleres de armamento, imprentas y depósitos de propaganda, donde murieron acribillados otros 13 militantes.

“El Oso fue un verdadero héroe de guerra”, dijo en una entrevista que le hice en la confitería Los 36 Billares al finalizar el invierno de 2007, publicada en diciembre de ese año en la revista Caras y Caretas.
La cita con Españadero tuvo un comienzo accidentado. El viejo represor llegó antes de hora y, como buen agente de inteligencia, se ubicó en una mesa del fondo para dominar así el ventanal que da a la Avenida de Mayo. Pero yo ingresé por la puerta trasera, sobre Rivadavia. Ello le provocó un ramalazo de irritación, que se vio acentuado cuando saludé a un conocido mío que por pura casualidad se encontraba allí. Sus nervios terminaron por estallar al advertir la presencia de un fotógrafo que retrataba a una cantante de zarzuela que actuaba en el Teatro Avenida. Eso bastó para que se creyera víctima de una operación con el objetivo de desenmascarar su identidad. Fue difícil disuadirlo.
Luego, ya calmado, pasó a ponderarse, al asegurar haber salvado de una muerte segura a muchos detenidos. Pero, por el momento, no se ha encontrado a nadie que lo pueda confirmar. A la vez, insistía con que sus tareas represivas no lo habían enriquecido. Dijo vivir “de prestado” en un galpón situado a unas cuadras del cementerio de Flores. Y como prueba de su vida austera, pidió que me fijara en vestimenta algo raída.
Entonces dijo:
–Para que usted vea que los represores no robamos.
A continuación, abordó la figura del “Oso” Ranier.
Aquel fue el primero de los 13 encuentros que tuve con él, sin imaginar que los mismos serían el germen de mi libro Los doblados – Las infiltraciones del Batallón 601en la guerrilla argentina, publicado en 2016.

De manera que este artículo también describirá su backstage.
Pero un día, ya en noviembre de 2007, Españadero se hizo humo, quizás al intuir que mis citas con él podrían conducirlo hacia la desgracia. Y no supe más de él, hasta –como ya se sabe– su detención en 2012.
Pero vayamos por partes.
El mártir de la traición
En este punto es necesario retornar a ese atardecer de 2007 en Los 36 Billares.
–El Oso fue un héroe de guerra –repitió, esta vez golpeando la mesa con la palma de la mano.
Entonces se embarcaría en un extenso relato:
–Era un campeón. Estaba en Logística del ERP, un sitio clave. Allí hizo contactos valiosísimos; estaba al tanto de los grandes operativos y se enteraba de todo. No bien llegaban sus informes, yo me ponía a trabajar. Pero su obra maestra fue lo de Monte Chingolo. Ya habíamos detectado una movilidad muy grande en la zona. Pero estábamos desorientados. Así fue como el Oso aportó algunas puntas; entre otras, una cita con un tal “Pedro”. Éste resultó ser Juan Ledesma, el jefe del Estado Mayor de (Mario Roberto) Santucho. A Ledesma lo interrogaron por semanas, y murió cantando la marcha del ERP sin largar ni un solo dato. Pero entre sus ropas había algunas servilletas de papel que nos llamaron la atención porque tenían anotaciones: nombre, lugares y… puentes. Aquellos papeles los analicé con minuciosidad; entonces, tras cuadricular la información, me avivé que esos puentes conducían al Batallón de Arsenales. Y así fue como supimos que el objetivo del ataque era Monte Chingolo.

En ese instante, la pesadumbre se apoderó de su rostro, y exclamó:
– ¡Pobre Oso! La idea era preservarlo. Pero no se pudo. Los del ERP lo ejecutaron poco después.
A la semana, otra vez en Los 36 Billares, Españadero reveló la historia hasta entonces desconocida de otro “filtro”. Su nombre: Miguel Ángel Lasser (a) “Facundo”. El relato del represor al respecto fue preciso y minucioso, pero inacabado, ya que él ignoraba los detalles de su estrepitoso final. En realidad, aquellos hechos pudieron ser reconstruidos con una investigación que incluyó varios testimonios y pruebas documentales. Así, todo salió a la superficie.
Corría 14 de febrero de 1975, a solo cinco días del inicio en Tucumán del “Operativo Independencia”, cuando un pelotón de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, la milicia rural del ERP, recorría la orilla del río Viejo Pueblo. Un tal “Daniel” encabezaba la columna. Sin embargo, en razón a un súbito enfrentamiento con una patrulla militar, éste resultó muerto.
Daniel, de 24 años, en realidad se llamaba Víctor Pablo Lasser. Y en su memoria, una escuadra insurgente fue bautizada con su nombre.
Tal homenaje no mitigó la conmoción de Miguel Ángel ante la muerte de su hermano mayor. Esa granada –según dio a entender Españadero 28 años más tarde– también hizo añicos sus ideales. En ese momento, el joven estaba realizando tareas de apoyo al foco del ERP desde San Miguel de Tucumán. Y decidió regresar a su ciudad natal.
Ese fue el detonante de esta trama.
Concierto de celadas
Miguel Ángel había nacido el 28 de agosto de 1954 en Darregueira, un pueblo bonaerense de 4000 habitantes, situado a 30 kilómetros de La Pampa. Fue allí a donde regresó desde Tucumán, convencido de que el ERP había impulsado a su hermano hacia una muerte segura.
Días después, lo fue a buscar una patota del Ejército.
Sus integrantes no dudaban de que Lasser tenía datos precisos sobre la estructura del ERP; lo sorprendente fue que él, con sumo beneplácito, ofreció brindarlos. Ello fue rápidamente informado a la jefatura del Batallón 601, que ordenó su inmediato traslado a Buenos Aires.

–Lasser llegó en libertad –evocó Españadero en ese encuentro de 2005– y fue alojado en el Hotel Cosmos, sobre la calle Lima, de Constitución. Y me ordenaron tomar contacto con él. Enseguida me di cuenta de que el muchacho poseía condiciones para ser infiltrado. Disponía de 48 horas para convencerlo. Tuvimos una larga charla en el Cosmos. Yo le insistía con lo de la infiltración; él, en cambio, no estaba de acuerdo, y me dijo: “Quiero pelear con un arma en la mano”. El chico tenía una carga de bronca. Y le dije: “No sirve que seas un justiciero; eso no ayudará a nadie, ni a vos”. Lo convencí. El primer paso fue enviarlo a Tucumán para marcar subversivos. Y cumplió. A su regreso, se me ocurrió infiltrarlo en Montoneros. Para entonces, ya había un vínculo afectivo entre nosotros. Conoció mi verdadero apellido y a mis hijos. En aquellos días manifestó su interés en hacer el servicio militar. Como ejercicio, le pedí que obtenga datos de otros conscriptos. También cumplió.
En el legajo de Lasser consta que hizo el servicio militar en el Comando de Arsenales de Palermo desde el 18 de septiembre de 1975 al 16 de marzo de 1976. Entonces fue subordinado orgánicamente al Grupo de Infiltración
–El chico ya estaba para las ligas mayores– evocó Españadero, con un dejo de melancolía.
Lo cierto es que “el chico” exhibía una psicología inquietante; lo prueba una batería con preguntas –“inventario de intereses”, según la jerga castrense– que debió completar para su ingreso. Ahí, entre otros asuntos, se le preguntó:
“¿Tiene amigos?” La respuesta fue: “Ninguno”.
Españadero prosiguió con su relato:
–A pesar de mi recomendación, no lo infiltraron en Montoneros sino en el ERP. Un día, en el subte, se cruzó con un jefe de la Compañía de Monte que tenía grado de capitán en la estructura guerrillera. Era na pieza de caza mayor. Lasser le fingió amistad. Y se dieron una cita…
El represor sonreía, como disfrutando de su propio relato:
–Al día siguiente –agregó–se encontraron en una pizzería de Corrientes y Federico Lacroze. Previamente, nos dio aviso. Y el encuentro se convirtió en una ratonera. Nuestra gente empomó al extremista. Y Lasser se alejó silbando bajito. Pero alguien lo vio.
En este aspecto, su relato se tornó impreciso. Españadero creía que una célula de contrainteligencia del ERP había capturado a Lasser en su domicilio, ubicado en el cuarto piso del edificio de la Avenida de Mayo 1277. Y aseguró que, luego de un severísimo interrogatorio, Lasser fue ejecutado sin admitir su pertenencia al Batallón 601.

No fue exactamente así.
Verdades y leyendas
Es sorprendente e, incluso, literario, como en un punto las versiones encajan, y cómo, después, la verdad se bifurca. Tras liquidar el segundo café en un bar de Congreso, Luis Mattini, el sucesor de Santucho en la conducción del ERP, se refirió a ese mismo viaje en subte relatado por Españadero, en el que Lasser se topó con su futura víctima.
Entonces, dijo:
–Era el “capitán Armando”; su nombre verdadero: Julio Abad. Y quedó con Lasser en una cita a realizarse en la pizzería Imperio, de Federico Lacroze y Corrientes. En el medio, Armando comentó el encuentro a unos compañeros en una casa de seguridad. Dijo que “Facundo estaba desenganchado” y que la idea era ponerlo en circulación. “Voy a la cita”, fue lo último que dijo antes de salir. Minutos más tarde, llegó Matías, un compañero de contrainteligencia. Y le comentaron que Armando fue a encontrarse con Facundo. Entonces, Matías se desesperó. “¡Le tendieron una trampa! ¡Facundo es un filtro!”, exclamaba. Dicho esto, salió corriendo. Así llegó a la esquina de la cita. Pero ya era tarde. Sólo llegó a ver como a Armando lo sacaban esposado por una puerta. Lasser salía tranquilamente por otra.
El secuestro ocurrió el 1 de noviembre de 1976. Julio Abad fue llevado por sus captores a Tucumán; allí transitó por los centros clandestinos Nueva Baviera y Arsenal Miguel de Azcuenaga. Y murió tras brutales tormentos.
Se puede decir que, a partir de aquel momento, Españadero obró con su querido filtro de modo desaprensivo. La lógica indica que, luego del secuestro de Abad, Lasser tendría que haber sido desactivado por un tiempo. Aquello no sucedió, ya que enseguida supo establecer una cita con otro militante en una parada de colectivos.
Esa vez la trampa fue para él.
Su dinámica consistió en simular un operativo del Ejército. Con tal fin, el ERP utilizó dos Falcon verdes. En el trayecto, se cruzaron con dos móviles policiales. El saludo entre sus ocupantes fue extremadamente cordial, El filtro fue “chupado” en esas circunstancias.

– ¡Guerrillero hijo de puta!”, lo insultaron los falsos represores, no sin prodigarle unos cachetazos.
– ¡Paren! ¡Soy tropa propia! ¡Llamen a Españadero!”, exclamó el espía.
Aquella fue su confesión.
Tras un juicio revolucionario, Lasser fue ejecutado. Su cuerpo apareció al día siguiente en un basural de Avellaneda.
Quizás, ya en el penal de Marcos Paz, Españadero, se haya enterado del verdadero final de esta añeja historia.
El tipo había sido condenado en 2014 a perpetuidad por el asesinato del conscripto Diéguez.
Fue en 2019, cuando Mario Santucho –hijo del líder del ERP– publicó el libro Bombo, el reaparecido. Su trama retoma el final del Capitán Armando para abordar un misterio: su fugaz “reaparición”, a fines de 2013, en su Santa Lucía natal para esfumarse otra vez. Una leyenda popular que aún perdura.
Ese texto es algo así como un pariente de Los doblados.
Ahora, también como una sombra espectral, Carlos Alberto Españadero es una figura omnipresente en el tercer juicio por los crímenes de Puente 12.