“Sin más intenciones que la de escribir nuestro primer libro, engendramos un clásico de la investigación periodística, quizás el primero del siglo XXI, que tomó por sorpresa a muchos, incluidos nosotros mismos”, coinciden Roberto Caballero y Marcelo Larraquy, al recordar aquella primera edición de Galimberti, del año 2002.
Veinte años después, la editorial Penguin Random acaba de publicar una edición ampliada y actualizada, con un texto inédito de los autores en el que revelan detalles del detrás de escena del libro y, sobre todo, de los singulares contactos que debieron mantener con un personaje que pasó “de Perón a Susana, de Montoneros a la Cia”, como reza el título de la investigación.
Galimberti es mucho más que un libro. Para muchos, su aporte ha sido fundamental para intentar comprender muchas de las contradicciones de la historia argentina reciente.
Galimberti es mucho más que un libro. En tiempos de pandemia también es un e-book. Y, como ya anunció Pablo Trapero, será una miniserie televisiva.
A continuación, el nuevo epílogo de los periodistas y escritores Roberto Caballero y Marcelo Larraquy:
“Háblenle de mi parte”
Durante casi tres años Galimberti fue nuestra obsesión. Nuestro fantasma. Queríamos atraparlo. No nos importaban los riesgos. O mejor dicho, no éramos conscientes de ellos. Si los hubiésemos medido, seguramente, no habríamos hecho este libro. Ignorar el peligro no debería confundirse con coraje. Incluso ahora, veinte años después, cuando nos juntamos para pensar sobre qué escribiríamos en este epílogo y rememoramos aquella época, nos sorprende el descaro y la naturalidad con que decidimos hablar sobre lo que no se podía.
“Ni siquiera teníamos celular. No existían Google, Facebook ni YouTube, y la conexión a internet por dial-up demoraba medio día”.
Perforar el muro de silencio.
El silencio sobre los setenta, allí donde había violencia y dolor, y el susurro sobre los noventa, que unía el mundo de la inteligencia, las megaempresas y los negocios varias veces millonarios. Galimberti era el incómodo conductor de ambos relatos. La contraseña humana entre dos escenarios en apariencia inconexos. El hombre de enlace entre dos mundos irreconciliables.
Nos decidimos a hacer este libro porque no sabíamos nada del asunto y éramos inconscientes. Pero teníamos la intuición. Y el impulso. Y porque éramos la maldita, peligrosa y presuntuosa clase de periodistas que quiere escribir un libro. Nuestro primer libro.
Teníamos el personaje y la historia.
Descubrirla era responsabilidad nuestra.

Nos pusimos a trabajar. El punto de partida fue un sobre con recortes periodísticos sobre la vida de Galimberti guardado en el archivo. Después empezamos a leer libros sobre el tema, empezamos a enterarnos, a llamar por teléfono, a concertar entrevistas. Un año después hablábamos con nuestras fuentes setentistas y mencionábamos situaciones, combates, nombres de guerra. Como si hubiéramos estado. Y nos creían, porque sonábamos verosímiles, y éramos auténticos. Queríamos hacer un libro. Un buen libro. No teníamos otra intención que esa. Y trabajábamos y nos veían trabajar. Lo que decíamos lo cumplíamos. Eso era lo que valía. Nos ganamos su respeto.
Ninguno de los dos tenía apellido heredado en el periodismo. Éramos dos redactores mezclados en el pelotón de una redacción, que salíamos a la calle para hacer un trabajo clandestino: Galimberti. Ese era nuestro secreto. Éramos “Larraquy y Caballero”. Dos electrones sueltos en un país ajeno que nos recibía con la frialdad que se les prodiga a los inmigrantes recién arribados, que buscan cobijo y comida. Ninguno de los dos, tampoco, había actuado en los setenta. No habíamos llegado a ser jóvenes en esa década. Generacionalmente, estábamos fuera.
Eso nos complicó pero también nos ayudó. Representábamos una memoria virgen.
“Las últimas semanas de escritura caminábamos por la calle pensando dónde nos podrían hacer mierda”.
En El irlandés, la película de Martin Scorsese, Frank Sheeran — su protagonista — decide revelar detalles controversiales que hasta entonces habían pertenecido en partes iguales al mundo de los secretos o la fantasía. Al filo de su vida, Sheeran accede a contar su verdad. Entiende que esos sucesos habían escapado definitivamente a su control y era la historia la que debía hacerse cargo de su sentido.
Con Galimberti pudo haber pasado algo parecido. Muchos de los entrevistados, protagonistas de este libro, decidieron que los días del secreto habían terminado y, después de un tiempo de dudas — un mes, seis meses, un año —, comenzaron a dar su versión para un relato que no controlarían. Aceptaron que otra generación, con otros valores y experiencias, produjera un registro histórico de los hechos, una auditoría interna de los setenta.
El trámite no estuvo exento de complicaciones.
Pero los obstáculos no nos importaban. Nosotros estábamos dispuestos a hacer lo que hiciera falta. Íbamos a cualquier lado y a cualquier hora para una cita con un entrevistado. La obsesión era nuestro motor. Una obsesión que no era otra cosa que el reflejo de las del propio Galimberti, de nuestro coronel Kurtz internado en la selva, un alma atormentada por el combate con sus propios fantasmas, que durante el día acomodaba su Glock, ponía el culo en su Harley Davidson, y lucía como socio de su ex secuestrado Jorge Born y de Susana Giménez.

¿Qué había sucedido con ese “niño terrible” de la JP que Perón había subido al escenario para agitar su retorno? ¿Qué había pasado con aquel oscuro montonero que desplegaba la UZI en el combate callejero de la zona norte y que se había convertido en el enemigo interno de la propia Conducción, como jefe de los “montoneros más malos?”. ¿Por qué desde la embajada de Estados Unidos lo recomendaban para que los grupos económicos le confiaran la seguridad de sus empresas? ¿Por qué era un “hombre de la CIA”? ¿Por qué le temían?
No lo sabíamos. Y estábamos obligados a preguntar. Para entonces no existían Google, Facebook ni YouTube, y la conexión a internet por dial-up demoraba medio día. Era nuestra pesadilla.
Cuando el libro ya estaba en la imprenta, Galimberti apareció con una carpeta de fotos familiares, jamás vistas hasta entonces.
Nosotros ni siquiera teníamos teléfono celular. Nos comunicábamos por un aparato de radiollamada que calzábamos en el cinturón, y cuando sucedía algo urgente corríamos a comprar fichas para el teléfono público. Apenas teníamos un grabador — Galimberti, en su intento de detener la cinta, le había hecho saltar la tapa para que no quedara registro de una pregunta “mal formulada” — y un artefacto de plástico, que con un cable enchufábamos en el teléfono fijo y nos permitía grabar las conversaciones. Era toda nuestra logística.
Los domingos a la noche nos juntábamos para analizar lo que habíamos conseguido en la semana. Y así comenzamos a planificar el libro, año por año, con hechos y personajes. Usamos tres cartulinas. Nos movíamos con portafolios, dos portafolios grandes. Ni sabíamos por dónde caminábamos. Éramos dos pelotudos. Rodolfo en eso no se equivocaba.
Pero queríamos hacer un libro. Un buen libro.
Los meses fueron pasando. Los plazos de entrega se estiraron. Sentíamos que el libro todavía no estaba. El final fue traumático. Teníamos la leve impresión de que algo podía ocurrirnos. Sabíamos que Galimberti estaba inquieto con este asunto. Y en los últimos cinco meses había cortado el diálogo y no quiso hacer más entrevistas. A la vez, nos había llegado el dato de que si había una operación en nuestra contra, él no sería el responsable. Al contrario. Sería una víctima. Nos lastimarían a nosotros para perjudicarlo a él. Esta posibilidad tampoco nos tranquilizaba.
Las últimas semanas de escritura caminábamos por la calle pensando dónde nos podrían hacer mierda. La cosa se nos estaba yendo de las manos. Concluimos que teníamos que sacarnos el libro de encima. Si nos desprendíamos del material, podríamos estar más resguardados.
El prólogo fue escrito en medio de ese vértigo, en quince horas, un fin de semana. Cuando entregamos los disquetes nos sentimos aliviados. Nos restaba esperar la edición. Es un tiempo muerto en el que sólo cabe una inasible sensación de paz y tranquilidad. Una dulce espera.
Estábamos en ese estado cuando llamó Galimberti.
— Tengo unas carpetas para ustedes. Las cosas que me pidieron.
— ¿Qué carpetas? Ya entregamos el libro, Rodolfo. Ya está. Terminamos.
— ¿Cómo que lo entregaron? Ustedes están locos. Los espero hoy en la cafetería de Dorrego a las cuatro de la tarde. ¡Paren la impresión!
“Acá tengo puesto un sombrero de cowboy, qué desastre… Este es mi hermano Hugo…Y estas son las cartas que intercambié con Perón. Son las originales”, dijo Galimberti.
Avisamos a la editorial. Le explicamos que Galimberti se había puesto en contacto y nos pedía una reunión. Nos respondieron que el libro estaba en producción y que ningún papel que aportara tendría relevancia. “Disfruten que ya falta poco”.
Decidimos ir a la cita.
Galimberti nos recibió en una mesa, rodeado de carpetas negras, con una taza de té en el centro, que se veía más que tibio. No lo había tomado. Tenía la mirada concentrada en la infusión, como si en su superficie quieta estuviera leyendo lo que nos iba a decir.
— Ustedes no pueden publicar su libro sin estas cosas.
Le dijimos que era tarde, que habíamos pasado casi tres años pidiendo materiales y nunca había cooperado.
— Son fotos que nadie tiene, nadie las conoce — prosiguió.
Empezó a mostrarlas.
— Acá están mis padres, mi hermana, esta es la foto de mi bautismo. En esta estoy como escolta de la bandera. No lo pueden creer, ¿no? Acá tengo puesto un sombrero de cowboy, qué desastre… Este es mi hermano Hugo…Y estas son las cartas que intercambié con Perón. Son las originales. Miren. Léanlas. Tengo tiempo.
Había una familia en la otra mesa con dos chiquilines que no paraban de llorar y gritar. El llanto es un acto de libertad imposible de negar a dos criaturas. Galimberti estaba en otra galaxia. Una galaxia sin ruidos, sin gravedad. No los escuchaba. Sólo nos miraba con los ojos bien abiertos esperando algún gesto de sorpresa. Y agregaba: “Esto es un tesoro, mi tesoro. Quiero confiárselo a ustedes”.
Realmente lo era. Un tesoro preciado, histórico, incluso conmovedor, mientras los angelitos de la mesa de al lado hacían de coro infernal a la tierna escena.
— Rodolfo, te agradecemos el gesto, pero creo que no nos van a servir. Vamos a consultar a la editorial, de todos modos. Pero ya nos anticiparon que no hay posibilidad de agregar nada. El libro está viajando a la imprenta.
— Háblenle de mi parte, les va a interesar. Y lo van a parar, van a ver, no sean boludos…
Galimberti sabía mucho de la vida pero poco de la crueldad de los tiempos editoriales. Cuando un libro se va, es que se va.
Para nosotros era el premio al final del arco iris. Habíamos estado años a la espera de que nos soltara un papel, y cuando finalmente los entregó, a la editorial ya no le importaban. A esas alturas, cualquier cosa sobraba. Así estaba hecho el mundo.
Lo saludamos, nos llevamos las carpetas y le dijimos que lo intentaríamos.
Finalmente logramos colar en la edición original del libro algunas de sus fotos familiares, su boletín de quinto año bachiller y una carta en la que Perón lo recomendaba frente a la OLP, antes de su primer viaje al Líbano, en agosto de 1972. Se nos había concedido ese capricho.
En la cafetería, Galimberti nos había impuesto una condición. Después de la publicación del libro alguien nos pediría el material y debíamos devolverlo. Nos comprometimos a hacerlo.
“Su hermana Liliana nos llamó para recuperar las carpetas de fotos, pero las habíamos perdido”.
Eso ocurrió dos años después de su muerte.
Su hermana Liliana llamó porque quería recuperar las carpetas.
Pero nosotros las habíamos perdido.
No aparecían por ningún lado. Habían desaparecido.
Le pedimos disculpas en todos los idiomas posibles. Pero su reclamo no aceptaba atenuantes. Quería las fotos, eran las fotos de su familia. No eran nuestras, ni de la editorial, ni de nadie. Sólo de su familia.
Le prometimos que las seguiríamos buscando.
Mientras tanto, rastreamos todas las fotos de Galimberti existentes en los archivos de diarios y revistas del país. Copiamos algunas de ellas y se las dimos. Ella lo agradeció. Pero quería las de su familia, la de sus padres, que eran las únicas que tenía, y las del bautismo de su hermano.
Liliana parecía mucho más convincente que su hermano Rodolfo al momento del reclamo.
Pasaron cinco o seis años hasta que un día, en una mudanza, aparecieron las célebres carpetas negras. Literalmente, cayeron del armario sobre la cabeza de uno de nosotros.
No teníamos su teléfono pero pronto logramos ubicarla. Nos reunimos en la sede de Universal Control, en Barrio Parque. Cuando le dimos el material, la hermana de Galimberti se fundió en un abrazo interminable.
— Para mí era muy importante recuperar esto — dijo Liliana.
Pensamos que Rodolfo, donde estuviera, nos estaría dedicando una sonrisa.
Enero de 2020