Habría que negociar con Dios una cuota de inmortales.
Plantarse de una vez por todas e imponerle un límite a su arbitrariedad. Gritarle en la cara: “Hace lo que quieras, pero con Coco no”. O con Horacio no. O con Alcira no. O con tantos otros y otras, no.
Fui creciendo viendo las películas de Coco. Fui envejeciendo charlando con él en los bares de la ciudad.
Las mañanas de domingo de los años noventa solía encontrarlo, sumergido entre diarios, en los barcitos de la plaza Cortázar. Allí se iniciaban largas conversaciones donde uno de los temas era la comunicación de los sectores populares en la Argentina.
Nunca logramos resolverlo pero fuimos felices en esas charlas.
Conversar, entre militantes políticos, es un modo de quererse.
Fracasar suele ser una manera de ir avanzando: porque siempre se fracasa dando un paso adelante. Nunca nos unió la búsqueda del éxito sino el ejercicio de las pasiones. Coco sabía mucho de éstas cosas.
Ese hombre sólo, que caminaba la ciudad con pasos lentos, solía tener las ideas que a mí me faltaban.
Me enseñó, y seguramente nunca lo supo, que un militante político es eso: el que entrega gratuitamente al otro las palabras que a ese otro les faltan.
Una generación que había batallado le daba a otra, en los bares de la ciudad y en los tiempos cansinos de los domingos a la mañana, ciertos secretos sobre las formas de las batallas. Había allí una conspiración para no permitirle al pasado pasar.
Vi por primera vez “Cazadores de Utopías” en un cine de la avenida Santa Fe: yo era uno de los militantes jóvenes a los que Coco había invitado a la primera exhibición de la película. Pasaron desde entonces veinticinco años.
Coco querido, hace poco quedamos en hablar.
Ya no podrá ser.
No sabes la cantidad de ideas que me faltan y que quizás vos tenías para darme.
No sabes el abrazo enorme que tenía guardado para vos y que ya no podré darte.