“Pretender ser profesional y competitivo no es lo mío, yo tengo que hacer cosas raras”, le dijo Palo Pandolfo a Lalo Mir en una entrevista de hace unos pocos años atrás, hablando de su etapa en Los Visitantes. “En los 90, de alguna forma, todos nos entregamos al confort y el confort te debilita”, sentenciaba, recordando aquel tiempo.
Hijo de un obrero de ideas marxistas y de una madre espiritista, pasó toda la secundaria, entre 1978 y 1983, bajo los años de plomo, para luego salir a rodar y no parar más. Fundó Don Cornelio y La Zona en los tempranos ’80. Así fue hippie, new romantic, dark y post punk, todo en una década, mostrando cómo ya en esos años juveniles lo suyo era la búsqueda permanente. Sin dudas, de ese terruño hogareño le vino esa mirada que buscaba la conexión con el cosmos, con un más allá. Seguramente, también y aunque no quisiera, de las peleas con su padre surgió esa conciencia social y política que lo hizo siempre estar ahí donde estaba el conflicto y en todos lados donde hubiera una causa que levantar.
Como un Morrison criollo, podía desvencijarse la garganta en la primera canción para buscar esa rabia primitiva que le imprimía muchas veces a sus canciones. Pero podía también ser dulce y luminoso, y abandonar la poesía cruda y salvaje para cantar odas al sol y al amanecer. Curioso y lúdico como ninguno, absorbía músicas, historias y poesía de todos lados. Un auténtico exponente del rock nacional que podía mezclar a Atahualpa Yupanqui con Joy Division. Una cantera inagotable de metáforas y experimentación. Terrenal y cósmico. De lo que habían hecho con él, hizo un mundo enorme como un gran Aleph. No hace mucho un joven historiador lo definió como “nuestro Spinetta”. No se me ocurrió nunca una definición más certera. Fue un noble guerrero. Un noble guerrero kamikaze que una tarde absurda y cruel abrazó la eternidad.
*Sociólogo, docente e investigador (UBA/UNSAM), becario post doctoral Conicet.