Contraeditorial

Democracia y salud colectiva

Nuestro tiempo histórico designado como moderno, ilustrado, emancipatorio, contiene como condición de posibilidad modos de gobernar no despóticos, que por brevedad aquí convengamos en llamar democráticos. No importa si hemos fracasado colectivamente más o menos en realizar de manera reconocible tales modos de gobernar porque hemos aceptado y repetido hasta el aburrimiento que es el menos malo… imperfecto… respecto de otros peores…, etc., etc.

En todo el transcurso del lapso moderno hemos discutido también hasta el aburrimiento acerca de la remanida fórmula de la ilustración: obedecer en el orden privado, ejercer la libertad de opinión en el orden público. La otra parte del debate respectivo es acerca de cómo esta fórmula fue burlada, no solo por los totalitarismos, acerca de los cuales pretendemos una conciencia avisada, sino porque el orden privado, que es el de la administración de las cosas, aquel en el que se instituyen compromisos gestionarios y cognitivos que hacen posible la vida en común, así como la producción y reproducción de la existencia, y cuyas normas se suponen objeto de determinación parlamentaria, sin embargo se extendió sobre el conjunto de la experiencia social. La industria cultural, la industrialización de la cultura, la industrialización de los saberes, la mercantilización desenfrenada de los medios que supuestamente vehiculizarían las opiniones sin influir en ellas, como se autopercibía la comunicación impresa en el siglo XIX, fue ocupando los espacios libres de la vida social, sustituyéndolos por entidades organizadas, disciplinarias, verticales, en las que la libertad de opinión imaginada y deseada se fue convirtiendo en un remedo farsesco de los ideales de la ilustración.

Si queremos defender la democracia, lo primero es denunciarla cuando es una cáscara vacía.

En la actualidad recurrimos a “constatadores de hechos” con una oscura conciencia de la aberración completa que supone delegar a terceras personas dotadas de un saber técnico consistente en comprobar si tal o cual afirmación pública es verdadera o falsa, como en esos programas de preguntas y respuestas de la TV con premios a quienes aciertan. Llamar farsa a tales experiencias es declinar la dimensión densa y crítica del género literario. La delegación para constatar hechos es el bastón disimulado e hipócrita de la no videncia que no reconocemos, sumidos como estamos en un extravío generalizado, mientras Jeff Bezos, con todo lo que recauda gracias al estado de las cosas, viaja al espacio, tal vez a constatar desde ahí la redondez de la Tierra. Recurrir a constatadores de hechos es un síntoma de la devastación que el intelecto general enfrenta, y que se debe en cierta medida al aprovechamiento por parte de los poderes concentrados del desconcierto general a que se nos somete en medio de un inmenso cambio tecnológico, como ha pasado varias veces antes: los grandes cambios tecnológicos, incuestionables de hecho porque son progresivos, otorgan goces y promesas de empoderamiento, amplían horizontes; se hacen irresistibles pero desestabilizan las precarias certidumbres que la pobre inocencia de la gente trabajosamente conquistó con luchas emancipatorias. Y entonces, ya no hace falta reprimir a tiros de fusil desde la caballería a protestas trabajadoras por la jornada de ocho horas, porque “jornada”, “horas” y “trabajo” se han convertido en vaya a saberse qué cosa.

Hay dos puntos que destacar y sobre los que insistir. 1) No todos los asuntos son susceptibles de tratamiento asambleario, parlamentario ni de ningún otro modo democrático. 2) Un caso paradigmático de situación no susceptible de tratamiento democrático es aquel en que un evento inesperado basado en actitudes y comportamientos colectivos siega vidas de manera masiva e incontrolada por la acción de un corpúsculo viral desconocido o inexistente hasta la fecha.

Recurrir a constatadores de hechos es un síntoma de la devastación que el intelecto general enfrenta.

Nos creímos que el parlamentarismo hacía plena la vida democrática al mediar entre obediencia gestionaria y opinión pública. Tal mediación ya no es la “democracia más la electricidad”, porque la electricidad se fabrica y erige como una sentencia de la séptima extinción. No es solo que puede ser tarde porque se haya cruzado el punto de inflexión, sino que también puede ser tarde para que sea posible un tratamiento social democrático de la cuestión. Democracia puede y debe haber para definir la construcción del navío, su diseño, su función, la composición de su tripulación y capitán, y su ruta y destino. Pero una vez que zarpa el navío, mientras navega, no hay democracia, solo el recurso al amotinamiento y la violencia en determinadas condiciones de excepción. La navegación puede ser el paradigma, la metáfora de lo no democrático de nuestra existencia en común, y la política, del debate acerca de qué límites admitimos para lo que es navegar y qué alcances asignamos a la democracia antes y después de navegar. Donde decimos navegar incluimos los procesos sociotécnicos que demandan modos de proceder contingentes, protocolares, disciplinarios, de los que dependen vidas, bienes y ambiente, y cuya gestión, si fracasa, se convierte en crimen, incluso de lesa humanidad (clima, ambiente, especies).

Con la democracia no se come, ni se hacen muchas otras cosas. No se combaten epidemias, no se defiende la salud colectiva. La democracia moderna tiene como premisa la salud colectiva. De ahí la vacunación de las poblaciones como cimiento de la gobernabilidad y prevención competente del caos. Lejos estábamos de haber alcanzado ni siquiera una promesa de satisfacción en ese orden. La salud colectiva es antes una utopía que un programa definido. Es un vector político de primer orden, sin el cual no hay sociedad razonablemente convivencial acerca de la que decir nada. Oh, veníamos de un gobierno anterior en el que su propio exministro de Salud “confesó” que hacia el final de ese período la salud había dejado de ser una prioridad en favor de propósitos financieros mucho más importantes, tales como condenar a toda la sociedad argentina a una deuda eterna e impagable.

La salud colectiva es antes una utopía que un programa definido.

Si queremos defender la democracia, lo primero que tenemos que hacer es denunciarla cuando es una cáscara vacía, pavimento del fascismo, siempre al acecho de las alegadas ingenuidades socialdemócratas que abren la puerta al horror en nombre de la sujeción a leyes farsescas e injustas si es que pueden ser así aplicables.

Si queremos defender la democracia no podemos desconocer cuándo los propósitos sociales se organizan de modo disciplinario, protocolar, cognitivamente competente y demandantes de una ética de la responsabilidad, impermeable al debate de opinión.

El antes y después democrático de la acción responsable es lo erosionado tanto por el incipiente fascismo como por la frivolidad general de la sociedad de consumo y del espectáculo que nos aviene a un estado de lactantes binarios incapacitados para todo razonamiento y sensatez.

¿Hace falta aclarar que estas líneas no son un desprecio de la democracia sino todo lo contrario? Que le caiga el sayo a quien lea.

* Docente y crítico cultural. Profesor en las universidades de Buenos Aires, Quilmes y La Plata. Investigador del Instituto Gino Germani.

Publicado en la edición 52 de Contraeditorial

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