Ocurrió en octubre de 2017, durante un acto de campaña del macrismo para las elecciones de medio término, cuando la líder de la Coalición Cívica (CC), Elisa Carrió, supo anunciar que buscará “el consenso” para la revisión de los juicios a represores, al decir que muchos fueron “condenados sin pruebas”.
Ahora, al cumplirse el cuatrigésimo sexto aniversario del golpe de 1976, tales palabras cobran relevancia, e inducen a explorar la existencia de aquella mujer durante la última dictadura. Pero vayamos por partes.
Lo cierto es que los dichos de Carrió tienen la extraña virtud de derivar en debates signados por un nivel de absurdo sin antecedentes tan extremos en la historia política argentina.
Al respecto, un añejo ejemplo. La anécdota es mínima: Lilita equiparó a fines de 2013 al entonces secretario de Comercio, Guillermo Moreno, con el Obersturmbanführer de las SS, Adolf Eichmann, considerado el arquitecto del Holocausto. Tal concepto hizo que la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) la acusara de “banalizar el genocidio”, lo cual generó una respuesta suya –a través de una epístola dirigida al presidente de esa entidad, Julio Schlosser– que arranca con un consejo: “Para hablar hay que estudiar más”, no sin después sorprender a la opinión pública al atribuir sus palabras a un texto de la filosofa judío-alemana Hannah Arendt, cuyos aportes al estudio de los totalitarismos del siglo XX ejerce –según ella– una “gran influencia” en sus propias ideas.

Arendt cubrió entre abril y junio de 1961 para la revista estadounidense The New Yorker el juicio en Israel contra Eichmann. De ello resultó su ensayo Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal (1963). Así, con aquellas tres últimas palabras la antigua discípula de Martín Heidegger denomina una notable característica –pero hasta entonces no pensada– de las matanzas masivas en nombre del Estado y la naturaleza de sus hacedores. El caso abordado es ejemplar: Eichmann no era una bestia sádica sino un simple burócrata, un individuo con categoría gerencial en un sistema basado en el exterminio, y sin más motivaciones que no malquistarse con sus jefes. Por lo tanto había una relación directa entre su mediocridad personal y el calibre de sus crímenes.
Es digno de análisis lo que puede derivar la obra de Arendt en alguien como la señora Carrió, cuya cosmovisión ultracatólica –matizada con niveles metafísicos desaforados y brotes místicos rayanos con el delirio– es su marca registrada. De modo que la misma mujer que se ufana del trato personalizado que le dispensa el Señor (“A mí, Dios se me apareció dos veces; en ambas, me pidió que fuera presidenta”, según aseguró en diversas oportunidades ante calificados testigos) es la que también se apropia del pensamiento de Arendt con carácter de “experta”, al punto de regentear desde 2004 un denominado “Instituto de Formación Política Hannah Arendt”, con una agenda que suele incluir, por ejemplo, cursillos teológicos sobre la figura de María Magdalena, talleres de autoestima y otros de logoterapia. La propia Carrió suscribe en la página web de esa entidad una evocación bibliográfica: “El primer libro de Arendt que llegó a mis manos estaba dedicado al nazismo. Allí entendí lo que significaba la desaparición forzada de personas. Corrían los años setenta”.
Justo por aquella época ella era una joven abogada con una promisoria carrera en la justicia del Chaco. De hecho, en 1979, el mismísimo interventor de esa provincia, general Antonio Serrano, la nombró por decreto asesora de la Fiscalía del Estado. Tiempo después atribuiría su etapa como funcionaria judicial de la última dictadura a una razón atendible: “Yo necesitaba una obra social”. Al parecer, poco antes había sufrido un accidente. “Si no hubiera aceptado esa tarea, hoy no estaría con vida”, fueron sus palabras. En 1980 fue designada secretaria de la Procuración del Superior Tribunal de Justicia, un cargo con nivel y jerarquía de juez de Cámara. En tal oportunidad tuvo que cumplir con un pequeño formalismo: jurar por las actas del Proceso. Y no le tembló el pulso.

Tres décadas más tarde, ya convertida en una abanderada de los valores republicanos, fustigó al gobierno kirchnerista por una orden de arresto librada por la justicia misionera contra el coronel retirado Luis Sarmiento. El hecho de que éste fuera el padre de la jueza María José Sarmiento –quien saltó a la fama por suspender el decreto para crear el Fondo del Bicentenario– bastó para que Carrió pusiera el grito en el cielo. “¡Es una maniobra del oficialismo para intimidar magistrados!”, fue su lectura al respecto, pese a que el anciano militar –conocido entre sus camaradas como “El mago de la picana”– estaba acusado por 43 privaciones ilegítimas de la libertad con torturas seguidas de muerte ocurridas durante su gestión como ministro de gobierno de Misiones, entre 1976 y 1977. Lilita también apeló a su fineza humanitaria para abordar otro costado de la cuestión: “Presionar así a la familia; usar a una persona de 85 años muy enferma, es terrible”. Y lo dijo sin un ápice de duda; como si el advenimiento de la vejez, acompañada por una leve chochera, pudiese atenuar el carácter criminal de una vida.
Lo cierto es que Lilita es una fuente inagotable de polémicas. Por caso, en su momento hasta logró irritar a los residentes paraguayos en la Argentina cuando sostuvo que “durante el régimen del general Stroessner la libertad estaba limitada, aunque el dictador no mandó a matar opositores”. No menos desafortunadas fueron sus declaraciones sobre la ley de extracción obligatoria de ADN en los expedientes por el plan sistemático de robos de bebés durante la última dictadura. “Esto no apunta a proteger los Derechos Humanos; esto es fascismo puro”, apuntó la diputada. Por semejante concepto, fue expulsada de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, además de merecer el repudio de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Su postura ante la aprobación del matrimonio de personas del mismo género tampoco tuvo desperdicios. En tal sentido, salió en defensa de la jueza pampeana Marta Covella, quien en su momento hizo pública su decisión de no casar a nadie en aquellas condiciones. Las palabras de Carrió entonces fueron: “Es saludable que exista la objeción de conciencia, porque no hay que confrontar sino hermanarnos”.
También en nombre de esa espeluznante forma de “concordia” es que el 13 de octubre de 2017 confesó su propósito de impulsar “juicios de revisión” para los condenados por delitos de lesa humanidad”. Y pidió a su auditorio, en el club Harrods Gath & Chaves, de Belgrano, la reserva del asunto para que no se filtre antes de las elecciones puesto que su difusión pública “embarraría la cancha”. Finalmente, en cuanto a los posibles beneficios a genocidas, insistió: “Esto es lo que se viene. Y yo ya me estoy ocupando”.
Por entonces, ningún funcionario macrista desmintió sus dichos. Sabias palabras de esta “discípula” de Hannah Arendt que sin duda logró consumar una hazaña inigualable en el campo de la filosofía política: haber banalizado hasta la banalidad del mal.